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En María (Maria, Italia-Alemania-EU, 2024), enjundioso film 11 del estilista chileno santiaguino internacionalizado de 48 años Pablo Larraín (Tony Manero 12, Jackie 16, Spencer 21), con guion del también realizador inglés Steven Knight, la soprano greco-estadunidense de 53 años María Callas (Angelina Jolie laudable por excepción) vive prácticamente retirada en su majestuoso depto parisino la escuálida última semana de su doliente y fabulosa existencia, sólo rodeada por la pareja atinadamente cuidadora de sus leales sirvientes italianos el protector mayordomo de frágil salud física Ferruccio (Pierfrancesco Favino) y la fiel mucama Bruna (Alba Rohrwacher), mientras la diva abusa de las sedantes o excitadoras pastillas enviadas vía correo por su consentidora hermana Yakinthi (Valeria Golino), se resiste a seguir los diagnósticos del médico citado por el mayordomo (Vincent Macaigne), pasea airosa por la ciudad, se hace adorar o reclamar por melómanos desconocidos en una terraza de café, añora su retorno a los escenarios, ensaya sin éxito con un paciente director de orquesta (Stephen Ashfield) dentro de un teatro vacío, y alucina las entrevistas de un joven cineasta Mandrax (Kodi Smit-McPhee) que se enamora irresistiblemente de ella tras remitirla a sus humillantes años mozos de semiprostituida cantante obesa (Aggelina Papadopoulou) bajo la explotación de una madre terrible y al inexplicable romance tormentoso con el horrendo magnate naviero griego Aristóteles Onassis (Haluk Bilginer) aunque fuera cortejada por el mismísimo presidente estadounidense Kennedy (Caspar Phillipson) cuya esposa Jackie sí conseguiría casarse con el repelente galán anciano multimillonario, hasta que la mañana del 16 de septiembre de 1977 esa obsedida y apasionada fémina operística baldía de amor verdadero tan titánicamente defendida de su autodestrucción por los criados devotos, aparezca fulminada por un paro cardiaco dentro de su alcoba suntuosa sin jamás haber recobrado ni la sombra ni el eco de su perdida voz inefable.

La voz inefable permite ver con diafanidad las altivas intenciones cumplidas del realizador por ilustrar el mito de la castísima diva, recrearlo, renovarlo y actualizarlo, reinventarlo desde adentro, reflexionar a través de él sobre el rol del arte y su mediadora magnífica, profundizando en él para volverlo cada vez más sencillo, no obstante hallarse diseminado en multitud de episodios y recursos expresivos, dentro de una variopinta amalgama cinematográfica del más elegante estilo inventivo, con significativos contrastes entre las secuencias en color para describir el intolerable presente y en blanco/negro para evocar el traumatizante pasado infame, entre el festín voraz de planos desmesuradamente abiertos y los espacios fractales fabricados por doquier con virulentas mamparas, entre las difuminadas atmósferas con luz encandilante en interiores y los espacios precisos con luz congelada en exteriores (merced a la amplia gama sugerente del fotógrafo Edward Lachman), entre la trascendencia insondable y la irónica intrascendencia insalvable tanto del asistente-padre-hermano-amigo único sin cesar concentrado en mover de lugar un piano y la ignorante ayudanta-madre-amiga entrenada para elogiarla sin reserva en sus espontáneos efluvios melódicos desesperados en la cocina matinal, entre el rechazo a toda autoconmiseración lastimera y los raudos calculadísimos predeterminados montajes auténticos o reconstruidos por la editora Sofia Subercaseaux más desquiciantes que desquiciados al adjudicarle a la enteca estrella cinematográfica los sonidos de la irrepetible cantante legendaria.

La voz inefable ejerce entonces su duradero e impetuoso poderío y desafía la vulgar burla fácil mediante un cuasiparódico insuperable discontinuum a la vez amasijo y collage incantatorio de arias de Verdi/Bellini/Puccini/Bizet/Catalani/Donizetti/Charubini concediéndole un acento especial a la todointroductoria desconsolada “Ave María” del Otelo verdiano y a la transfiguradora inconsolable “Piangete voi?” de la Anna Bolena donizettiana pero cediéndole el envío a un anacronizante “An Ending (Ascent)” de Brian Eno, zarandeando a gusto la fantasía acechante, sea la de un mariachero conjunto geométrico de Violines de Villafontana o la de las claquetas que señalan los tres actos componentes de esta pieza del “canto humano”, basándose y cebándose en el impotente drama íntimo de una gran mujer sin tratar de embellecerlo superficialmente, ostentando con habilidad el bombardeo de agudos diálogos aforísticos sin línea destemplada o fallida en su lucidez decadente (“Los hombres se vuelven más manejables cuando se mueren”/ “La llevo a un lugar al que no quiere ir”/ “No se casó conmigo porque no podía controlarme”).

La voz inefable se apoya ante todo en el angustioso desdoblamiento de una formidable mujer que en sus días postreros ya era incapaz de distinguir entre la realidad y la irrealidad, tan atribulada como sus gemelas Jackie y Lady Di Spencer para completar un femimartirológico tríptico de biopics del mismo Larraín, lo cual autoriza los absurdos más incontrolables, como el operático paroxismo de un feroz coro masculino a lo Emilia Pérez (Audiard 24) al final de una escalinata, la amalgama de varios falsos o verdaderos flashbacks so pretexto de los recuerdos imborrables de la diva aclamada en escena bajo reflectores a rajatabla pero durante un atroz remedo desazonante, el contradictorio repudio a escuchar las propias grabaciones sin embargo impuestas in obbligato intimidatorio por un camarero alevoso (Lyes Salem) a la diva arrinconada en su establecimiento, o la visita sin acrimonia al seductor moribundo ladrón mundial onanista Onassis dentro un escenario de ciencia-ficción en contrapicado.

Y la voz inefable cierra en fatal anillo donde había arrancado, con el levantamiento del cuerpo exánime de la diva devuelta a su propia nada gloriosa al interior de un peculiar encuadre en particular exangüe.

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