En La vida de los termes (1927), Maurice Maeterlinck, el escritor belga de lengua francesa y olvidado Premio Nobel de 1911, escribió que, como en su libro dedicado a las abejas, “he permanecido fiel al principio que me ha guiado en la obra precedente, que ha consistido en no ceder jamás a la tentación de añadir a lo maravilloso real un maravilloso imaginado. Por no ser joven ya, me es más fácil resistir a esa tentación, porque los años enseñan poco a poco a todo hombre que sólo la verdad es maravillosa”.
Quien fuera jefe de escuela del teatro simbolista acaso imaginaría que menos de ochenta años después de su muerte (sus fechas fueron 1862 y 1949) las hormigas blancas, comejenes o termitas, isópteras de alguna de las variantes de la familia Termitidae, que constituyen “el setenta y cinco por ciento de las especies conocidas de termes”, maravillarían a otro escritor, el poblano Gabriel Wolfson (1976), porque ya de suyo son selectos y linajudos los autores naturalistas consagrados a la vida de los insectos. Los encabeza Jean–Henri Fabre (1823–1915), quien en México tuvo en Manuel Martínez Báez (1894–1987) a su divulgador más afectuoso. En narrar, de hecho, la afanosa vida de las termitas y dar cuenta de sus fechorías contra los seres humanos, primero que Maeterlinck –se pronuncia muy distinto el apellido en flamenco– fue Fabre.
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Maeterlinck quizás no habría pensado, empero, que Wolfson, aunque por motivos muy distintos que él, escribió su Fiebre (Impronta, Guadalajara, 2025) sabiendo, como el belga, que “enseñan los años al escritor que los ornamentos del estilo envejecen más pronta y rápidamente que él” aunque no sea la cordial divulgación científica lo pretendido por Wolfson, sino el lenguaje mismo.
Sin ornamentos, Wolfson procede, en Fiebre, a escribir un relato de 53 páginas en un solo párrafo que remite a una invasión de termitas sufrida por una pareja en casa, un verdadero fragmento de vida que nos es presentado narrativamente sin antecedentes ni nombres propios apenas asociados a personajes, con una trama difusa, aunque certera –las termitas han de ser liquidadas– donde la fiebre se desata tras permanecer latente.
Carla Faesler en La tempestad (julio de 2025) asocia a Fiebre con Paul Valéry y su Monsieur Teste. Algo hay de ello, sin duda, pero también –angustia de las influencias, se le dice– de las novelas francesas de Samuel Beckett por su ambiente torturado o del ritmo obsesivo de Thomas Bernhard tal cual lo tradujo de manera inigualable Miguel Sáenz al español y, finalmente, Fiebre me hizo pensar en una pesadilla mía –resueltamente febril– y recurrente en la infancia, pero también en una versión enloquecida de algún cuento no escrito por Julio Cortázar.
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Escojo un primer fragmento de Fiebre, de la página 17 a la 18: “La primera señal fueron tres duelas agujereadas, pegadas a la pared. Ese otro dijo que él se hacía cargo, buscó en el directorio, llamó a los fumigadores cuyo logo le pareció el más árido, los fumigadores estudiaron el problema y dictaminaron la solución: introducir pastillas de veneno en los respiraderos de toda la duela de la casa, sellar puertas y ventanas y de este modo, conforme las pastillas se disolverían y operara su efecto, crear una pequeña cámara de gas. Ni tan pequeña, pensó ese audaz y responsable otro, y luego pensó, con impotente obviedad, como pura reacción, la más fácil y previsible, en las tantas resonancias de esa frase, o más bien en su única y magna resonancia, una pequeña cámara de gas, primero pensó en la insensatez de los fumigadores al emplear la frase y luego en la precisión de los fumigadores al emplearla, porque de ese modo, con esa frase, según fue pensando, le ponían en la cabeza, y sin posibilidad de no ver o de no enterarse, la definición más simple y más clara de lo que estaba a punto de montar en su propia casa: una pequeña cámara de gas, al menos, si no otra cosa, categóricamente desproporcionada frente a las tres duelas del rincón agujeradas, toda una pequeña cámara de gas, aun si pequeña bien visto no tan pequeña, para acabar con algo invisible que en todo caso se había trabajado sólo tres duelas de un extremo de su estudio, pero más bien para acabar con todo.”
Dos páginas después, se nos advierte: “las obreras de Termitidae, dice alguien, se encargan de todo, excepto de la reproducción y de la defensa de la colonia: cuidan los huevos y a las termitas jóvenes o los transportan a lugares más seguros, alimentan y cuidan a la reina, buscan comida y excavan galerías y túneles, reparan daños al termitero.”
La reina de las termitas es, por definición, monstruosa, porque “quizá no haya mejor definición de ‘reina’ que la que nos provee el diccionario de las termitas, quizá el término ‘reina’ fue creado no para Anas e Isabeles sino para esta termita inflamada de inmovilidad e hijos y sólo después aplicado también a otras reinas, menos categóricas, menos consagradas pero, al menos en sus períodos heroicos, asignadas también a un final apoteósico a través de la veneración guillotinadora de la especie.”(pp. 21–22)
Wolfson no evade a las termitas como metáfora del fracaso de la pareja que las combate, “entonces no hay tal cosa como un derrumbe de una vida conyugal, las termitas no son metáfora de nada, la duela mascada es sólo duela mascada, los libros carcomidos sólo libros carcomidos y engullidos, y la vida conyugal en esta casa, sea la que sea o como sea, se prolongará incluso más allá de la vida de sus participantes…” (p.40)
Para enfrentar a las termitas, muy al principio de Fiebre, Wolfson se ha valido de un amuleto estoico que de tan estricto deviene en realismo: “Porque todo se reduce a lo siguiente: se puede dejar de sentir si se ha sentido, pero no a la inversa. Se puede dejar de creer en el dios que creó a estas bestias excavadoras y potencialmente adaptables a cualquier continente subterráneo o no, hundido o salvado o en suspenso, pero no puede comenzar a creerse en él si no se cree de por sí, si no se ha creído nunca.” (p. 15)
Maeterlinck, quien simpatizaba con Henri Bergson, vota, al concluir La vida de los termes, por la duda más aciaga, aquella implicada en no esperar nada al pretender mutaciones en la naturaleza de las cosas, siguiendo a Epicteto, quien encontraba imposible e inútil osar esperanzarnos en ello. Debemos, al revés, acomodar a la naturaleza tal cual es en nuestra alma. Risueña conclusión, la ofrecida por el filósofo de Nicópolis que Maeterlinck y el estoico Wolfson comparten.
El final de Fiebre, que trastorna la prosodia con paréntesis sucesivos, es acaso digno del Lovecraft de En las montañas de la locura y da terror. Es algo más Fiebre que un “ejercicio de estilo”. Es un relato tan realista, insisto, como La gota de agua (2002), de Vicente Leñero, esa Ilíada nuestra de la plomería.
Gabriel Wolfson ha declarado a la prensa que todo lo que se cuenta en Fiebre, extraordinario relato, fue real y que él lo padeció, sobreviviendo para contarlo, hace tiempo.