A lo largo de la oferta de festivales y muestras en la Ciudad de México, hay momentos particulares en que podemos reconocer otro tipo de cinematografías más allá de la lógica de los grandes nombres o el estreno espectacular, un pequeño territorio fértil, una zona vital que se abre paso entre la cartelera frecuente. Como aquellas lecturas preferidas, los encuentros fílmicos definen en muchos sentidos nuestra relación con el mundo, la apertura a temporalidades distintas que entraman retorno infinito o brevedad, remembranza y deseo.
Es el caso de Sound of Falling (In die Sonne schauen, 2025) de la cineasta Mascha Schilinski, exhibida durante el 24º Festival de Cine Alemán (del 23 de septiembre al 4 de octubre). Esta edición además de dedicarle una retrospectiva a Rainer Werner Fassbinder bajo el núcleo temático de lo controversial fílmico, programó títulos como el documental Riefenstahl (2024) de Andres Veiel, que aborda la figura contradictoria de la realizadora Leni Riefenstahl o en el polo ficcional, la más reciente entrega de Andreas Dresen, De Hilda, con amor (In Liebe, Eure Hilde, 2024) sobre la resistencia antinazi en la Alemania de los años 40 o Mathias Glasner con Muriendo (Sterben, 2024) un drama elegíaco de tres horas, divididas en varios capítulos con prólogo y epílogo, centrada en la descomposición de una familia a partir de la muerte de uno de los padres; entre muchas películas más.
Lee también: “Hacer canciones es un misterio”: entrevista a Juana Aguirre

Sin embargo, Sound of Falling sobresale en más de un sentido. Además de ganar el premio del jurado de Cannes en la edición de este año (junto a la española Sirat de Oliver Laxe), la película tuvo una función única en Cineteca Nacional, pues también se exhibiría durante el 23º Festival Internacional de Cine de Morelia (10-19 de octubre). Es el segundo largometraje de Schilinski quien ya había sorprendido con el corto Die Katze (2015) y su primer largo, Die Tochter (2017). Sound of Falling es un proyecto de coescritura entre Schilinski y Louise Peter, donde se aborda a lo largo de un siglo la historia de cuatro personajes: Alma, Erika, Angelika y Lenka, en una granja en Altmark al norte de Alemania.
La historia de Alma una pequeña de 7 años, hija de una familia de granjeros profundamente religiosos, ocurre un poco antes de la Primera Guerra Mundial y en este periodo se originan varios de los sucesos que conectarán a cuatro generaciones familiares, entre ellos el accidente provocado del hermano mayor, Fritz, para evitar ir a la guerra o la serie de violencias que las mujeres de su familia padecerán desde este inicio, y en otros momentos de la saga familiar, como cuando su hermana mayor es vendida a un terrateniente. El siguiente periodo se centra en la Segunda Guerra Mundial, cuando la joven Erika transita en sus actividades cotidianas del cuidado de la granja, sufriendo golpizas por parte del padre y albergando una obsesión erótica con el tío Fritz, que tiene un momento clave cuando la chica prueba el sudor de su ombligo mientras el tío duerme. Luego, Angelika—hija de Irm, hermana de Erika— joven de sensualidad desbordante, durante los años 80 de la República Democrática Alemana, con una inquietud por explorar el mundo y atrapada en las lindes de una vida campesina, marcada también por el incesto insinuado del tío Uwe, así como el enamoramiento de su primo Rainer. Y así, llegamos a Lenka, hermana mayor de Nelly, en el periodo actual. Ambas chicas pasan el verano con sus padres en la granja de la familia y a través de la amistad de Lenka con una vecina, Kaya, se desatarán una serie de acontecimientos que repiten el destino funesto de sus antecesoras.
Lee también: Cuba en sus letras: "Absurdo tropical desdichado y a la vez literariamente delicioso"
Hasta aquí el acto sumario de la trama como marcador habitual de cualquier reseña cinematográfica. Pues pareciera que el transcurrir de la película se da en una serie de episodios con cronología precisa, entre el recorte claro y la secuenciación. Nada más lejos del proceder de Schilinski cuyo aporte extraordinario se ejecuta en el montaje “gracias al cual aprendemos cosas que las imágenes no muestran” como señalaba el crítico y cineasta húngaro Béla Balázs. Lo interesante es que el orden en que se disponen estas historias son parte esencial de su significación: acrobáticas secuencias móviles donde la cámara abarca la ambigüedad y el flujo de los sucesos a lo largo de varias décadas como ramificaciones de tiempos mezclados. Tejido sonoro de voces en off femeninas—con excepción de un único momento en que la voz de Rainer narra la huida de Angelika— que en aproximaciones programáticas se relaciona con las imágenes del devenir de estas cuatro mujeres y sus vínculos reiterados.
Desde una negra densidad surge un desfile de figuras enigmáticas: en la toma frontal de Erika al fondo del pasillo mientras simula que le falta una pierna como al tío Fritz, los juegos de mirada de Alma y sus hermanas mientras vigilan a través de los canceles de las ventanas—que nos recuerda el inicio de Europa, Europa (1990) de Agnieszka Holland—para comprobar si funcionó la travesura que le hacen a la empleada doméstica Bertha. Los virtuosos movimientos de cámara en mano por los pasillos de la casa que desembocan en una serie de tomas subjetivas monoculares (atisbos desde La lupa de la abuela, 1900, Smith) de Alma, trabajadas por la sombra y el corte, cuando observa a su madre vestida de negro o en los espacios confinados a profundidad a la Dreyer durante la comida familiar. Y los largos planos de Angelika y Lenka frente al río, que transforman el espacio y la escena en oleadas progresivas de movimiento, lo que se esconde en los entresijos del pasado y el presente desnudo, un momento idílico como antesala de la desgracia, similar a aquél de Hombres en domingo (Menschen am Sonntag, 1930).
Con un formato en 4:3, Shilinski piensa el plano persistente, los contrastes entre la imagen nítida y la granulada en desenfoque; el sonido emitido, evocado o imaginado que crea un espacio epocal cíclico, entre la angustia de la espera, la quimera, el afán o el porvenir que nos recuerda a la coexistencia de tiempos en Kira Murátova, Helma Sanders-Brahms o Alice Rohrwacher. Este mundo pausado, casi sagrado se transforma también en reflexión sobre la imagen invertida, los inicios del cine mismo y la percepción de la realidad en la repetición del motivo fotográfico cuando Alma observa un viejo retrato que no conocía de una hermana fallecida, sentada en un sillón con la madre detrás, tomando su mano. Es una doble siniestra donde el rostro de la madre es capturado en trepidación, fotografía cinético-dinámica a la Bragaglia que forma parte del culto benjaminiano al recuerdo de los seres queridos. Este objeto-memoria vaticina la serie de muertes e infortunios que ocurrirán en la familia y la última foto de Angelika antes de desaparecer.
La película transcurre entonces entre lo concreto, lo soñado y el desdoblamiento fantasmático de fragmentos de vivencias como un mosaico de microrrelatos, compuesto por teselas de tiempo, hasta llegar a una imagen del viento sobre los almiares cual pintura de los grandes maestros y, mientras dos niñas levitan mirando al sol (que realmente sería el título original de la película), Shilinski concluye su portentosa liturgia audiovisual.
Noticias según tus intereses
[Publicidad]
[Publicidad]













