Ya que estamos asomados a la puerta del Gallo de Oro, mi amigo y yo aprovechamos para entrar –de pisa y corre–, nomás para echar una meada. Las ganas de los bebedores son inagotables. Y a apropósito de ganas, mientras lanzo la espumosa áurea en el percudido mingitorio, evoco el poema del poeta Ricardo Castillo –aquel contenido en su libro Pobrecito señor X–, que se intitula “Oda a las ganas”, y recito en voz alta el fragmento inicial que me sé de memoria: “Orinar es la mayor obra de ingeniería/ por lo que a drenajes toca./ Además orinar es un placer,/ qué decir cuando uno hace chis, chis,/ en salud del amor y los amigos,/ cuando uno se derrama largamente en la garganta del mundo/ para recordarle que somos calientitos, para no desafinar…”.

No detengo a mi amigo en esta cantina porque la verdad de las cosas los actuales meseros lo atienden a uno muy mal. Sin embargo, más allá de eso, El Gallo de Oro posee un lugar indiscutible en la historia etílica y cantinera de la ciudad. Durante largo tiempo me acodé en su barra, hasta que vino la debacle: nuevo cantinero, que servía los tragos con su vaso entrenador, nuevos meseros, de poco temple y de combustible temperamento… No obstante, su dueño, Enrique Valle, acucioso gentleman, es generoso y de amables formas.

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El año pasado hablé con él largo y tendido, a propósito de que El Gallo de Oro estaba cumpliendo 150 años de vida ininterrumpida (fue fundada en 1874). A lo largo de esa era, la cantina ha tenido varios momentos. Por ejemplo, en la década de 1940 se convirtió en un importante punto de reunión para la comunidad del exilio español. De ahí que conserve su menú valenciano. Luego, en los años setenta, la familia Valle emprendió una remodelación exhaustiva del interior de la cantina. El antiguo mobiliario se tiró al bote de la basura y fue sustituido por cómodos y modernos gabinetes, forrados en vinil, en forma de herradura. La intención era convertir al Gallo de Oro en una cantina de postín, que atrajera a los banqueros que proliferaban por la zona.

Cabe recordar que, por aquella época, El Gallo de Oro se encontraba en el corazón del corazón del centro financiero de la ciudad. El Banco Inglés, Nacional Financiera, La Bolsa de Valores, El Banco del Atlántico…, la Asociación de Banqueros de México, así como los corporativos de Bancomer y Banamex construidos en la década de 1990, todos circundaban a esta cantina. Así, durante varios años, al Gallo de Oro le funcionó la estrategia de modernización, aunado a la buena comida, el lujo, el excelente trago, la regia atención para sus clientes asiduos: los banqueros de tacuche y guante. Pero, ya se sabe, nada es para siempre. La Nacionalización de la Banca, emprendida por el presidente José López Portillo en 1982, significó el principio del fin. Paulatinamente, muchos bancos desaparecieron y algunos corporativos se salieron del centro de la ciudad. Adiós Nicanor, Adiós Gallo de Oro. Sayonara. Sin embargo, felizmente, con el paso de los años el Gallo se ha granjeado a sus nuevos parroquianos.

Al salir del baño, le hago notar a mi amigo el mueblaje de esta cantina, de aire antiguo, aunque un tanto mal envejecido: gabinetes ambarinos de caída belleza, rodapié de falsas maderas finas, salones privados ahora abandonados, perchas en las paredes para colgar sacos y sombreros…, y al centro, un muro que sostiene un vitral pentagonal con un altivo gallo y el nombre de este abrevadero. En sus mejores tiempos el Gallo solía ser frecuentado por el general Lázaro Cárdenas, por políticos como Samuel del Villar, periodistas como Jacobo Zabludovsky, escritores como Armando Jiménez y Juan Rulfo, así como por el llamado “estrangulador de Tacuba”, El Goyo Cárdenas quien, tras veinte años en la cárcel, se convirtió en abogado y solía utilizar un gabinete a manera de oficina.

Salimos del Gallo de Oro y avanzamos, por la ciega calle Venustiano Carranza, entre el caos animado de la ciudad nocturna, rumbo a La Faena, nuestro destino. Sobre la acera, columbro a la distancia un letrerito luminoso titilante: WC. BAÑOS PÚBLICOS. HIGIENE TOTAL. “Ahí está nuestro destino”, le señalo a mi amigo, que al instante me pone cara de nomechingues. “Bueno –puntualizo–, al lado”. En segundos pasamos frente a los mentados baños que, antes de convertirse en acicalado evacuadero, albergó por años al popular Expendio de Lotería “Los Billetes de Badillo”. A un lado de ese local, en el número 49 de Carranza, se halla el oculto umbral de La Faena. Una como neblina borronea la fachada sin anuncio.

Captura de pantalla de "El eterno festín", domingo. TVUNAM Gravedad Cero Films
Captura de pantalla de "El eterno festín", domingo. TVUNAM Gravedad Cero Films

Entramos por el solitario y abandonado pasillo que funge como vestíbulo y que alguna vez ejerció como cantina. Hasta hoy es posible apreciar los vestigios que dan cuenta de ese pasado: a la izquierda una pequeña barra y una necia y vacua contrabarra; a la derecha el vano de una puerta que daba a la cocina, y al fondo –como dicta la tradición– los baños. Al instante, un aire corpulento y caliente nos golpea el rostro. Huele a rancio polvo, a museo de pueblo, a invisible cochambre. El carácter de La Faena –su nombre lo evoca– es eminentemente taurino y su estilo de perdido lujo neocolonial. Sus muros están forrados con altos rodapiés de fino bruñimiento de caobas y por piezas de talavera poblana. Algunos de esos azulejos están inscritos con peculiares citas de Stendhal, Shakespeare, Anacarsis…, o aforismos populares como este: “Al brillo del oro no te rebajes, muérete de hambre, pero no trabajes”.

Por encima del rodapié cuelgan deslucidos y amplios cuadros al óleo, todos con motivos taurinos, raídos y abatidos por el despiadado tiempo. Del plafón, de neoclásicas maneras, cuelga un candelabro de brazos caídos y velas apagadas. Al fondo, un desvaído letrero anuncia: MUSEO TAURINO. LA FAENA.

Traspasamos el desolado vestíbulo y conforme nos vamos sumergiendo en sus entrañas, hasta nuestros oídos llega el deformado cuchicheo de las voces que departen en el interior y el zumbido de la exaltada rocola, un tanto subida de tueste, premonición del desorden; de la parranda. Parafraseando a Jorge Ibargüengoitia: ¡Oh, dulce concupiscencia de la cantina! Refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, alivio de los enfermos mentales, diversión de los pobres, esparcimiento de los intelectuales… ¡Gracias, Señor, por habernos concedido el uso de estos antros, que hacen más que palatable la estancia en este Valle de Lágrimas en que nos has colocado!

Continuará

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