Aquella tarde, tras días de temores, dudas y esperanzas, envuelta en las canciones románticas que no paraba de escuchar, Rosario tomó una decisión definitiva.

“De amor no he de morirme, tan solo me queda llorar tu ausencia”, decía la intérprete y, en los acordes de tristeza ininterrumpida, en las notas breves y alegres, Rosario escuchaba el torrente de sentimientos confusos con los que se debatía y que la paralizaban. Tenía que seguir adelante. Afuera, el ruido del motocultor del vecino y de los pocos carros que, después de la inauguración de la nueva carretera, todavía pasaban por aquel camino, le recordaba el gran obstáculo que los demás representaban. “Lo intentaré más tarde, por mi felicidad tendré paciencia”. Sin embargo, allí dentro solamente estaba ella. No había nadie para juzgarla, para darle consejos condescendientes, para infundirle los miedos que, desde pequeña, le habían metido en la cabeza y que a lo largo de su vida había arrastrado consigo, como un peso muerto, un defecto con el que se nace.

El corazón le latía con fuerza y ella sonreía nerviosamente por la emoción que genera el pudor, más que la lascivia, imaginando cómo sería en vivo el hombre al que solamente conocía a través de los mensajes intercambiados por el chat. Por ingenuidad o por conformismo, incluso había considerado invitarlo a casa. En su mente un tanto impúber, suponía que eventuales sospechas de sus vecinos desaparecerían si él se presentaba en su puerta con un portafolio de mediador de seguros o de vendedor de maquinaria agrícola. La imaginación volaba mientras ella experimentaba la malicia que, de tan inusual, era una especie de cualidad nueva, lista para estrenarse, apetecible. Entonces se dio cuenta de lo ridículo, y de lo peligroso, de la idea. Quería una aventura, un estremecimiento de inquietud que la llevara, aunque fuera por unas cuantas horas, lejos de aquel mundo, de aquella casa. Necesitaba un lugar que no fuera real, tal como ahora le parecía el café que habían considerado para un posible encuentro y en el que nunca antes había estado, un establecimiento incierto y onírico distinto de todos los cafés que conocía. En ese escenario vagamente fantasioso, en donde las personas flotarían sin sustancia y los objetos serían como utilería de una obra de teatro, ella podría ser quien quisiera, una actriz interpretándose a sí misma.

Crédito: Daniel Rocha
Crédito: Daniel Rocha

Los últimos días los había pasado en revuelta interior. Al despertar, la emoción de la noche, donde gozaba de la libertad irresponsable de los sueños, desaparecía. A la luz cruel de la mañana, la idea de un encuentro adquiría un peso real y amenazador. Solo de pensar en la palabra, y en todos los ilícitos que sugería, se sonrojaba. “¿Qué estás haciendo con tu vida, Rosario? Se preguntaba si no estaría perdiendo la razón como para meterse en una cosa de esas. Sería más fácil si, como su hermana, viviera en la ciudad, en un departamento a las afueras, sin vecinos entrometidos, anónima y libre. Sería más fácil encontrar una excusa para salir de improviso. Podría decir que había ido a visitar a una amiga, que había ido al cine, a arreglarse el cabello. Entonces, el devaneo se interrumpía, pues ese modo de vida, salvo por lo que se enteraba a través de su hermana o lo que veía en las novelas de la noche, le parecía completamente extraño. En el fondo, sería más fácil si tuviera otra vida, cualquiera que fuera.

Mientras más pensaba, más le faltaba valor. Era débil, y la constatación de esa debilidad la desanimaba todavía más. Se censuraba como si hubiera otra dentro de sí. “Cuando llega el momento de la verdad, te encojes. Nunca vas a hacer nada de lo que quieres. Vas a quedarte aquí, en este agujero, embruteciéndote.” Durante aquellas semanas de conversaciones, el hipotético encuentro con un extraño, brillando a la distancia, la estremecía como si se tratara de una prueba decisiva aguardándola. Esta vez no podía rendirse como se había rendido, en la víspera de la noche de estreno, al abandonar la compañía de teatro de aficionados. Incluso ahora no podía encontrar una buena razón para haberlo hecho. Lo que tenía claro es que la sensación de ver la obra, de ver a alguien más en el papel que sería para ella, fue la confirmación de la mediocridad de su existencia, de que ciertas experiencias fuera de lo común simplemente no le estaban destinadas. Al final, sus aplausos habían sido los más enérgicos y sus lágrimas, las más sinceras. Por eso, si esta vez tampoco era capaz de reunir el valor para verse con aquel hombre, más le valía encerrarse en casa para siempre, no volver a hablar con nadie, morir. Todo menos volver a aplaudir, destrozada, su propia ausencia en el escenario.

Este torbellino de pensamientos dramáticos tenía un efecto beneficioso al despertar en ella la convicción de que realmente seguiría adelante. Era como si al exagerar las consecuencias de no presentarse al encuentro acabara por restarle importancia. ¿Qué mal había en platicar con un hombre en un café? Que los demás pensaran lo que quisieran. Dejaría a las niñas con su madre. A su marido, si le preguntara algo, le diría que le habían dado ganas de salir a dar una vuelta. Así. Sin más explicaciones.

Decidida a fijar el encuentro, solo hacía falta una cosa. Por un asunto de confianza, tenían que encender la cámara para verse. Con una condición. Tendría que ser sin sonido. Él le preguntó si era por alguna razón en especial. “Me da vergüenza.” Después de conversar tanto con aquel hombre, de haberle contado pormenores sobre su vida íntima que nadie más sabía, de haberle hablado sobre sus sueños, de haberle descrito la fatídica noche de estreno, ahora se le revelaba como el extraño que realmente era. Como él nunca había escuchado su voz, como todas las confidencias se habían dado por debajo de la capa de impersonalidad de la palabra escrita, se imaginaba los mensajes como un extenso soliloquio, como si hubiera estado hablando sola.

“Diciéndome palabras de amor que tú me decías, viviendo los mismos sueños que yo te prometía.” Antes de empezar la llamada, apagó el radio. Pensó en maquillarse, en ponerse al menos un poco de rubor. Los meses en casa, lejos de rejuvenecerla, la habían dotado de un aire pálido, de reclusión. Abandonó la idea. Que la viera tal como era, sin adornos, sin artificios. El hombre que apareció en la pantalla del monitor era más presentable que atractivo, lo suficiente como para arrancarle una ligera sonrisa de triunfo y validación. La saludó. Ella, avergonzada, le respondió con el mismo gesto, escondiendo inconscientemente el anillo de bodas y las uñas largas y descuidadas.

La falta de sonido producía el efecto de un túnel, como si la realidad alrededor de ella estuviera sumida en la penumbra, y los sonidos del exterior chocaran con aquella barrera invisible y permanecieran fuera de ella. “Me engañaste”, escribió él. “No estoy viendo a ninguna feúcha”, recordando una de las cosas que, superada la primera capa de la intimidad, Rosario le había dicho. “Te estás burlando de mí”, respondió ella, como una adolescente vulnerable, al borde de la rendición. “¿Puedo escuchar tu voz? Aunque solo digas hola. Apuesto que es tan bonita como tú.” No. Ahora más que nunca tenía que defender aquel reducto, el de la voz, el velo previo a la desnudez total. “Ay, ni loca.” Respiró hondo. “Ni siquiera puedo creer que estoy haciendo esto”, escribió después de una breve pausa, ignorando que, para cualquier hombre en esa posición, no había palabras más dulces y prometedoras. “Listo, ya nos vimos. De verdad eres muy bonita”, escribió él de manera calculada. Terminada la llamada, acordaron verse de allí a dos días.

Era casi hora de ir por las niñas a la escuela, todavía no había preparado la cena y, en la mesa de la cocina, había una montaña de ropa por planchar, pero Rosario únicamente pensaba en aquellas palabras, “de verdad eres muy bonita”, palabras que su marido nunca le había dicho, palabras que nunca le habían escrito y que la envolvieron en un abrazo cálido y reconfortante, cuya sensación se prolongó por el resto del día, como el efecto persistente de alguna droga suave. Sí, su actitud era aduladora, pero había encendido en ella una brasa de vanidad femenina adormecida desde hacía mucho, y que se había mantenido en un dulce letargo a lo largo de sus años de matrimonio, del hastío carcelario del desempleo, de la monotonía asfixiante de la vida en el pueblo. Una frase había bastado para reavivar esa vanidad, esa gracia femenil con la que se imaginaba cuando cerraba los ojos y que, al encontrarse frente al espejo, se preguntaba a dónde habría ido.

En la noche, encerrada en el baño, releyó el mensaje a escondidas, entregándose a aquel placer furtivo y solitario: “de verdad eres muy bonita”. Una descarga de satisfacción, de agradable temor, le recorrió el cuerpo. Al final, ya no necesitaba verlo físicamente. Todo lo que quería estaba allí, dentro de aquellas palabras de engaño y redención: “de verdad eres muy bonita.”

Entró al cuarto. Tumbado en la cama con una camiseta de tirantes llena de pequeños agujeros en la espalda, su marido dormía a pierna suelta, olvidado como un cuadrúpedo, una bestia. Se sentó en la cama lentamente, procurando evitar el chirrido de la base. Se untó el sobrante de crema en la cara, bajó por el cuello y terminó, con movimientos pausados y voluptuosos, en los hombros. En medio de la oscuridad del cuarto, acercó el rostro al oído de su marido y, en un susurro, le dijo, con esa voz bonita, trofeo vetado al amante ilusorio: “soy bonita. De verdad soy muy bonita.”

*Traducción de Luis Ángel Reyes Rodríguez

En la obra original se trata de la canción Além da cama, interpretada y popularizada por la cantante brasileña Alcione. Este fragmento, así como los posteriores, ha sido adaptado al español por el traductor.

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