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Las puertas del Tlaque están abiertas de par en par. Adentro departe una rumorosa muchedumbre voraz, sedienta, embriagada. Mi amigo y yo cruzamos el umbral de esta cantina –que en su origen fue más bien marisquería–, atravesamos un pasillo flanqueado por mesas erizadas de botellas y conversaciones, y buscamos, para no variar, un lugar al centro de la barra. La barra es el quid de este lugar y es atendida por el versado Lalo, quien posee un auténtico “pulso de buen cubero”. Nos acomodamos; nos acodamos. Truena una escandalosa rocola, que se mezcla con el bullicio, el tintineo de los cristales, la algarabía colectiva. Hay en el aire un sólido olor a mar, alcohol y grasura. Corpulento río de aromas.
El Tlaque fue fundado hacia finales de la década de 1980, por don José Guadalupe Hernández (don Lupe), patriarca de una familia originaria de Arandas, en la región de los Altos de Jalisco. Don Lupe arribó a la Ciudad de México siendo muy joven, en la segunda mitad de los años cincuenta, con nada más en su haber salvo su afán y tenacidad. Se empleó en toda suerte de oficios hasta que, al fin, dio con su verdadera vocación: la de taquero. Fue así como, poco a poco, pergeñó una apreciable cadena de taquerías en el centro de la ciudad, casi todas bajo el nombre de “Arandas” o “Tlaquepaque”, especializadas en el arte del suadero y el pastor.
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Por cierto, bajo el amparo de don Lupe se fundó la celebérrima taquería Los Cocuyos, adosada a los muros de otra cantina que quizás visitaremos: Los Portales de Tlaquepaque, en el número 56 de la calle Bolívar (también de la saga Hernández). Muchos años después logré descifrar el misterio del nombre de esa taquería, gracias a que una amiga me reveló que la eufónica palabra “cocuyo” es de origen taino y se refiere a esos insectos que de noche despiden una luz azulada y vivaz: las luciérnagas.
Como sabemos, durante la década de 1990 el centro histórico de la Ciudad de México se convirtió en uno de los más oscuros y peligrosos del mundo. Fue también por esa época que se fundó esta taquería, cuya actividad principal era nocturna. Sus clientes esenciales eran toda suerte beodos, beatos alumbrados, que salían de las cantinas trastabillantes, hasta las manitas, y que antes de aterrizar en sus respectivas moradas buscaban dónde echarse “el bajón” con unos buenos y pringosos tacos.
A la manera de aquellos focos incandescentes que se utilizaban para mantener los alimentos calientes (comunes en los puestos de carnitas), la taquería hábilmente colocó, al frente de su diminuto local, un collar de focos de luz azulenca, en una suerte de lambrín flotante, justo arriba del alto cazo donde se prepara, en manteca borboteante, el suadero y la longaniza. Entonces, como las calles del centro eran sombrías, lóbregas, bocas de lobo, aquellas luces resplandecían a la distancia y atraían, como fragmentos a su imán, a cientos de encandilados y trasnochados tomadores que se apiñaba, “A la luz de los cocuyos” diría el sabio y poeta José Alfredo Jiménez, para empacarse sendos y gozosos tacos de cabeza, tronco de oreja, ojo, cachete, trompa, sesos, lengua, suadero, longaniza…
A principios de la década de 2000 Los Cocuyos fueron elogiados por el chef y escritor Anthony Bourdain, en su programa televisivo No Reservations. Pero nada es para siempre. La debacle vino en 2019, cuando la plataforma Netflix lanzó la serie documental Las crónicas del taco que catapultó a Los Cocuyos al estrellato internacional. Kilométricas filas de interminables personas de todo el mundo esperaban comer al menos un taquito de la afamada taquería. Pero, ya se sabe, la fortuna siempre corre de la mano de la calamidad y esa gloria significó también la tumba de Los Cocuyos. Hoy existen cuatro o cinco locales con ese mismo nombre, todos afirman ser “los originales”, todos resultan anodinos.
Pero volviendo al Tlaque: “Tras muchos años de trabajo –le cuento a mi amigo mientras Lalo nos sirve un par de tequilas de la casa– don Lupe decidió brindarse a sí mismo un pequeño lujo: fundar una marisquería (con servicio de bar, ¡ájale!) cuya especialidad fuera uno de sus platillos favoritos: las otras. Don Lupe asistía al Tlaque –apócope de Tlaquepaque– casi a diario, para degustar una docena de frescos ostiones, patas de mula, tiernas almejas chocolatas, mejillones… De esa manera nació el Tlaque, como un gusto personal que se volvió compartido. Más tarde, cuando don Lupe se retiró del negocio, el Tlaque se fue decantando más como una bullanguera y estridente cantina, –rebautizada cariñosamente por sus parroquianos como “El Tlaquepulkques”–, de buen ambiente, que hasta la fecha sigue ofreciendo frutos del mar”.
La música de la rocola calla y regresa, calla y regresa. Mi amigo y yo bebemos en la barra, bajo el aire macizo del Tlaque, el tronar de la rocola y el zumbido de las voces alrededor. Nuestros rostros iluminados se reflejan en la espejeada contrabarra frente a nosotros. Entonces, conocedor de las aficiones literarias de mi amigo, le suelto la siguiente afirmación: “Aquí, en este lugar, estimado, nació la literatura mexicana”. Incrédulo ante mis afirmaciones, al instante se voltea hacia mí, sorprendido.
“Sí –continúo–, justo en este lugar (en la manzana que hacen Independencia, Eje Central, Artículo 123 y López) estuvo el Colegio de San Juan de Letrán, fundado hacia 1567 para instruir a huérfanos mestizos e indígenas. Era el colegio-residencia más pobre de la capital y a la vez uno de los más bellos. En 1836, en la celda-estudio (que hoy llamaríamos cubículo) del maestro José María Lacunza, se fundó la Academia de San Juan de Letrán, una suerte de taller o tertulia donde algunos estudiantes leían sus poemas y conversaban sobre literatura clásica y contemporánea.
Sus fundadores fueron los hermanos José María y Juan Nepomuceno Lacunza, Manuel Tossiat Ferrer y el joven Guillermo Prieto. Partieron una piña para celebrar. La tarde del 18 de octubre de ese mismo año, un mozuelo “envuelto en un capotón o barragán desgarrado, con un bosque de cabellos erizos y copados por remate” se presentó ante los miembros de la Academia. Deseaba leer su discurso para ser admitido. Su nombre: Ignacio Ramírez (más tarde conocido como El Nigromante). Ramírez sacó de su bolsillo un manojo de papeles y, tras acomodarlos, leyó engallado el título de su composición: “No hay Dios”. Al instante, los miembros de la Academia estallaron en rabiosa conmoción.
Continuará…