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¡Vaya revuelo que causó la aparición de la palabrita recién aceptada por la Academia Mexicana de la Lengua! Según el comunicado, “Nadaqueveriento, -a es un adjetivo de uso coloquial y popular, que significa ‘inoportuno, irrelevante, inadecuado, sin relación’”. Por extensión, “carente de capacidad”, añadiría yo. Este neologismo de reciente creación y carácter local define espléndidamente a ciertos personajes que aparecen donde menos nos imaginaríamos, tal y como aquellos que aludiré, entreverados con las felices sorpresas que enriquecieron el par de eventos que disfruté el fin de semana pasado.
El primero de ellos me llevó a Toluca, donde el viernes 21 escuché el inicio de la temporada 152 de la Orquesta Sinfónica del Estado de México que dirige Rodrigo Macías. En coincidencia con el cincuentenario luctuoso de Shostakovich se anunció su pocas veces programado Primer Concierto para violín y orquesta. Cerraron con la Tercera Sinfonía de Brahms y abrieron con Tundra, de Nubia Jaime, cuya audición me recordó las veces que –no sin envidia, ya que él no tuvo una sola obra “pegadora”- el querido Mario Lavista se pitorreaba de sus colegas diciendo que “todos andan queriendo componer su propio Huapango”, dada la popularidad de Moncayo gracias a una única obra. Tal y como ocurre con Ravel y su Bolero, a pesar de que ambos cuentan con varias obras maestras en su haber.
Hoy, Mario diría que “todos andan queriendo componer su propio Danzón” y, en este caso, la impronta es incuestionable: además de ser también sonorense, Nubia Jaime ha sido alumna de Arturo Márquez y, en 2021, ganó el concurso que organiza la SACM en honor a nuestro máximo compositor viviente. Tundra es una suerte de danzón cuya orquestación (insisto y preciso: orquestación) suena más a mambo hacia el final de la obra; dicho esto con la misma admiración que –a decir de César Pagano en El Tiempo de Bogotá- patentizó Igor Stravinsky durante un viaje a Buenos Aires, cuando le preguntaron quién sería para él el compositor más sobresaliente del continente americano y exclamó “¡Pérez Prado!”
En estos tiempos, que abundan hartos hartistas nadaqueverientos, aplaudo el surgimiento de una voz que, por lo pronto, digamos que “domina el vocabulario y sus conjugaciones”. Ya ve Usted que no faltan las vacas sagradas a las que nadie les dice que ahí van, nomás mostrando sus miserias como en el cuento de El traje nuevo del emperador, y basta oír su música para preguntarnos no qué se fumaron, sino qué le dan a quienes les encargan (¡y aceptan!) obras como aquél ramploncísimo tema que firmaron Alex Syntek y Jaime López en ocasión del Bicentenario de la Independencia (El futuro es milenario, ¿lo recuerdan?) o, más recientemente, el grotesco Himno de la Ciudad de México que cometió Marcela Rodríguez.
La segunda sorpresa fue Iván Pérez, violinista venezolano que se desempeña como concertino de la Filarmónica de Jalisco y a quien Macías invitó para abordar este Concierto cuya densidad constituye un triple reto mayúsculo: para el solista, para la orquesta y para el público. Cómo se nota que, a lo largo de su más de medio siglo de existencia, la OSEM ha creado un público exigente y conocedor, que además de “comportarse”, guardando silencio y sin que sonara ningún celular (lo cual bien podría considerar como otra sorpresa), premió con una interminable ovación a este artista que nos hipnotizó con su lirismo desde el Nocturno, deslumbrándonos después con el virtuosismo que afrontó el Scherzo y, tras arrobarnos durante la cadenza de la Passacaglia, electrizarnos con la Burlesque final.
Todavía con el buen sabor propiciado por la redonda interpretación lograda por Macías y su orquesta de mi sinfonía favorita de Brahms (¿quién no sucumbe ante su Poco allegretto?), llegué el sábado al Teatro El Galeón del Centro Cultural del Bosque, para presenciar La niña en el altar, ese inquietante texto de Marina Carr que la Compañía Nacional de Teatro e Incidente Teatro han hecho suyo gracias a la espléndida dirección de Enrique Singer y Marina de Tavira, quien también da vida a la atormentada Clitemnestra.
Para quienes se pregunten de qué trata, comparto las primeras líneas de la sinopsis: “Clitemnestra se desmorona cuando Agamenón sacrifica a la hija de ambos para pedir a los dioses que el viento le permita a su ejército salir al mar. La niña en el altar inicia a su ‘victorioso’ regreso, diez años después…” Al elenco, encabezado también por Alberto Estrella, Emma Dib y Everardo Arzate se suma la sobria elegancia de la escenografía y la iluminación de Víctor Zapatero, la belleza del vestuario diseñado por Eloise Kazan y la magistral contribución de un “personaje” que no se ve, pero ¡vaya que subraya y enfatiza la acción!: la música, compuesta e interpretada en vivo durante la función por el percusionista Edwin Tovar. Ojalá extiendan la temporada, anunciada para terminar hoy, 2 de marzo. Es un imperdible al que asistiría dichoso más de una vez.
Viendo el equipo conformado para llevar a cabo esta puesta, es evidente “el conocimiento de la tela” de quien convocó. Algo que, lamentablemente, está perdiéndose ante la invasión de nadaqueverientos que programan sin idea de a quién contratan.
A propósito de ello, el domingo pasado leía a César Wonenburger comentar en El Debate madrileño la programación anunciada por la Metropolitan Opera House para la temporada 2025/26, lamentando la ausencia de las grandes figuras de la lírica española que otrora partían plaza en los escenarios más codiciados. Haciendo a un lado que ahora no tienen cantantes de la talla de Caballé, Lorengar, Kraus, Carreras o Domingo, y que las directrices impuestas por Peter Gelb pueden ser cuestionables, Wonenburger acierta al señalar que, al incipiente dominio de las técnicas de marketingpor parte de las agencias artísticas, se suma que los agentes –y los contratantes, acoto yo- raramente cuentan con conocimientos sólidos, “aquello en lo que eran precisamente fuertes los grandes agentes de otra época”.
Para muestra, más de un botón: lo mismo venden figuras insustentablemente infladas como la violinista Leticia Moreno –que volverá este año, para el Festival de Morelia-, el pianista Javier Perianes –cuya presentación neoyorkina con la orquesta del Teatro Real por algo pasó desapercibida-, un “dúo pianístico” tan limitado musicalmente que debe servirse de sus relaciones para forzar sus contrataciones (ayer espantaron en la Chávez, y en octubre harán de las suyas en Colombia), que al güerito o la señora que recién pasaron por la Neza en un festivalito que, tras perder la relevancia de antaño, retrata la pobreza de miras de los nadaqueverientos que ahora lo organizan.
¿Por qué habríamos de “disfrutar” sus tropiezos, si nadie votó por ellos?