-Me cago en...

Reaccionó como si hubiera recibido el impacto de una descarga eléctrica cuando sintió cómo su pie derecho se deslizaba sobre una masa blanda que, aun sin poder distinguirla, no tuvo dudas en identificar. Pero no consiguió terminar la frase porque en ese instante se descubrió incapaz de decidir en qué o en quién cagarse, entre las muchas posibilidades a su disposición, acumuladas a lo largo de tantas experiencias vividas que, en su mayoría y con bastante razón, podría considerar merecedoras del improperio. Mecánica, obtusamente, volvió a subir y bajar el interruptor ubicado junto a la puerta de entrada, pero la luz nunca se hizo. Las manchas oscuras en los cabezales de la lámpara ya le habían advertido de la cercanía de aquel desenlace, para el cual no tenía otra solución que esperar el milagro físico o químico de una improbable resurrección. Aunque él bien sabía que ese prodigio tampoco se haría. A pesar de que el olfato agredido ya le revelaba el nivel y la cualidad del estropicio, en la penumbra, apoyado en el pomo de la puerta, realizó uno de sus habituales ejercicios de masoquismo cuando se empeñó en observar, con el asco y la mueca correspondientes, la puntera y la suela de su zapato derecho, generosamente premiadas con la mierda de la gata negra de Nora, la muy hija de puta —la gata—, que la había cogido con venir desde su casa y entrar en la suya con el empecinado propósito de vaciar sus tripas allí, como si no hubiera suficientes patios, azoteas, yerbazales, aceras, calles, parterres para hacerlo. O cagar en su propia casa, cojones.

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Fotografía de la cubierta. Malecón habanero, 2013. Fotógrafo: Raul Cañibano/ Planeta de Libros
Fotografía de la cubierta. Malecón habanero, 2013. Fotógrafo: Raul Cañibano/ Planeta de Libros

—La voy a matar —dijo—, que la voy a matar —repitió, ahora en alta voz, como para convencerse de que no había otra solución ante la disyuntiva de vivir enclaustrado para evitar las sibilinas incursiones gatunas o el merecido ajusticiamiento. Y con aquel calor que exigía ventanas abiertas para procurar el auxilio de alguna brisa, la balanza se inclinaba por la ejecución. Desde hacía un tiempo, los deseos de matar a algo o alguien se le estaban convirtiendo en una obsesión perentoria y, habida cuenta de las experiencias personales y familiares que lo acompañaban, semejante reclamo asesino lo asustaba y muy pronto lo alarmaría aún más.

Caminando sobre los talones fue a sentarse en una de las dos vetustas butacas de madera, ambas ya medio desfondadas, la más próxima a la ventana por la que entraba un poco de luz desde la casa de Nora. Con la esperanza de que aterrizara en la mesa, lanzó hacia las tinieblas de la cocina el paquete de café envuelto en papel de regalo que traía consigo y se descalzó. Después de llevar tantos años viviendo entre la mierda existencial e histórica, la peste de las eyecciones todavía lo repugnaba y nada más imaginar cómo debía manipular aquel pegote para limpiar el zapato le revolvía las vísceras hasta la amenaza del vómito.

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Entre una lámpara fundida, un zapato embadurnado con profusión y la perspectiva de tener que remover tanta mierda —la del calzado y la que podía vislumbrar macerada en el piso, justo en la entrada de la casa— para luego, por fin, superar su desánimo e intentar cocinar algo entre las pocas posibilidades que su maltrecha despensa le ofrecía, se decantó por el alivio más expedito. En plantas de medias avanzó hacia la cocina y casi gritó de júbilo cuando la bombilla respondió a su reclamo. Abrió el armario colgado sobre el fregadero, sacó la botella mediada de ron y, en el mismo vaso manchado por el café que había tomado en el desayuno, hacía muchísimas horas, vertió una cantidad generosa del anestésico. Recostado en la meseta inhaló el perfume etílico que espantaba otras emanaciones y se sirvió el primer trago de un día que, se suponía, había marcado el momento tan esperado de su liberación. Al menos de su liberación laboral. Que sí, que se merecía el trago. Y lo bajó de un golpe.

Un poco más sosegado por la dosis de alcohol ingerida y con la intención de repetirla, optó por resolver el que seguía siendo su principal y más urticante problema. Abrió el candado del clóset de la terraza y sacó los útiles de limpieza: escoba, trapeador, bayeta, recogedor, cubo, todos atormentados por un dilatado uso y aun así convenientemente protegidos, pues las cosas andaban tan jodidas en el país que hasta las escobas viejas y las bayetas deshilachadas podían ser robadas. Dos veces se las habían birlado y dos veces él las había repuesto llevándose las escobas y colchas de limpieza de su oficina, una solución que había cancelado esa misma mañana con su retiro laboral. Con aplausos de sus compañeros incluidos. Regresó a la sala y, con el auxilio de las luces provenientes del portal y de la cocina, estudió el panorama y se puso en acción. Con el borde del recogedor trató de levantar la mayor cantidad de la mierda aplastada junto a la puerta, justo sobre las losas más gastadas y porosas y, desde su portal, propulsándola con el mismo recogedor, lanzó la plasta hacia el patio de Nora: esa mierda le pertenecía y él se la devolvía. Entonces aferró la escoba y fregó el suelo como si quisiera levantar las decrépitas baldosas y barrió el agua sucia hacia la acera. Total, a nadie le importaba que allí hubiera un poco más de mierda. Repitió la operación vertiendo otro poco de agua, restregó y escurrió de nuevo y luego roció la zona afectada con los restos de un ambientador de efluvios dulzones (debía ahorrarlo, porque también lo había sustraído de su trabajo) y, ya que estaba en la faena, trapeó toda la sala, un espacio desangelado desde que se concretó el desmontaje del abigarrado taller de costura y las estanterías de lo que muchos años antes había sido la pequeña quincalla que su abuela Lola había organizado en ese salón. Desde la muerte de su abuela y la partida de su hija Aitana aquella estancia, sin la caricia de un florero o una simple fotografía enmarcada, siempre le parecía como extraviada, incluso un poco ajena.

El ejercicio lo había hecho sudar y, de tránsito por la cocina, se mojó la cara, se dio otro lingotazo de ron y se dispuso para la empresa más onerosa: la limpieza del zapato mancillado. En el lavadero, con un viejo cepillo de dientes y sin escatimar el agua (menos mal: era el día, cada tres, que les llegaba agua del acueducto y presumía que sus tanques debían de estar llenos, aunque en cualquier caso siempre era mejor asomarse para comprobarlo, en este país nunca se sabe, pensó), fue desprendiendo el detritus y supo que otra desgracia se cernía sobre su existencia: la mano enfundada en el zapato se humedeció con el agua filtrada a través de la piel o de la suela, ambas gastadas, del calzado, el par más decente que tenía y, por lo que suponía, o mejor, por lo que sabía (con aritmético conocimiento gracias a su oficio de contador), el único miserable par de zapatos que tendría en mucho tiempo. A menos que le llegara algún salvavidas económico más generoso de lo habitual, esos envíos de plata y alguna otra cosa indispensable (un medicamento, unas maquinillas de afeitar, un pack de calzoncillos, ¿tendría que pedir unos zapatos?, ¿y dinero para sustituir la lámpara difunta?) que él había bautizado como «donaciones»: de su hija Aitana desde Barcelona, en más raras ocasiones de su sobrina Violeta, desde Tampa, o muy de cuando en cuando de alguno de los amigos, Pastorcito o Felipón, los menos desmemoriados, ambos asentados en Miami. Y no se sorprendió cuando sintió que, a pesar de haberse prescrito medio vaso de ron como remedio antidepresivo, lo acechaban unos invasivos, más que comprensibles y justificados, deseos de llorar. En los últimos tiempos también solían asaltarlo esos deseos. Que todo era como para llorar, coño.

—¿Y qué tú estás haciendo ahí? —La voz de Nora lo sobresaltó—. ¿Lavando a esta hora?

No se volvió, pues la supo asomada por encima de la barda que dividía sus respectivos patios, con toda seguridad sonriente, quizás burlona. Bueno, ella podría reírse porque no había sido la que se había embarrado con la mierda de su gata. Cepilló con esmero unos últimos rescoldos de excremento, roció más agua y habló sin voltearse.

—No me hagas hablar... Mira que...

—Pues no hables, chico... Bueno, suelta eso y agarra aquí.Acomodó el zapato en una pared del lavadero, con la puntera hacia abajo, para que drenara mejor el agua, y se olió los dedos: no, no apestaban, al menos a mierda. Secándose las manos en las perneras del pantalón, al fin se acercó al muro. Sí, Nora sonreía cuando le extendió la vasija plástica cubierta con un paño y que sostenía sobre un trozo de toalla. Como hacía evidente el olor que regalaba su cuerpo, la mujer estaba recién bañada, su melena todavía húmeda.

—Cuidado, está hirviendo —le advirtió ella, y él tomó el recipiente.

—¿Y esto?

—Quimbombó con plátano maduro... Me regalaron hoy el quimbombó y como sé que te encanta. Te salvaste.

—Gracias, de verdad me salvaste..., no sabía qué coño iba a comer hoy. —Y sintió cómo sus tensiones perdían un poco de vapor.

—¿Por qué hoy no viene tu novia Yunisleidis, la culigordo?—La pregunta arrastraba una tonelada de ironía.

Rodolfo tenía amantes ocasionales, a las que solía llamar ninfas, la mayoría cuarentonas y cincuentonas enfermas de soledad, casi todas adictas al alcohol, y todas con brújulas vitales bastante enloquecidas. Pero de vez en cuando también caían en sus redes algunas presas increíblemente apetecibles, como la mulata china Yanelis.

—Hace dos días que ni sé de ella, a lo mejor al fin se fue del país. Ahora los que no aparecen es que se fueron, y cada día se van más.

Nora asintió, aunque sin demasiada convicción. Pensaba en otra cosa: le intrigaba saber, con sus sesenta y siete años a cuestas, qué podía hacer Rodolfo con esas damas, a todas luces voraces. ¿Les pagaba? Rodolfo siempre escatimaba información al respecto.

—¿Qué edad tiene esta novia, tú? ¿Yamila?

—Yanelis, Yanelis... Treinta y seis... Un poco vieja ya, ¿no?

—Sí, una anciana..., qué disparate... Oye, ¿y por fin? —quiso saber ella, y en el tono de su voz se revelaba ahora un interés más concreto.

—Ya. Se acabó... Por fin estoy

jubilado...

—Vaya, felicidades...

—¿Qué felicidades, chica? Si no fuera por ti y por mi hija, con lo que me van a pagar ahora sí estaría listo para morirme de hambre. No alcanza ni para... —Evitó cualquier recuento, pues recordó que unos minutos antes ya había sentido deseos de llorar. Porque su situación era como para llorar—. Coño, Nora, después de jodernos toda la vida, de trabajar casi cincuenta años, ¿nos merecemos esta miseria?

Nora asintió.

—Sí, Rodillo, nos lo merecemos todo... y más. —Solo ella, desde siempre, le llamaba así, Rodillo, nunca Rodolfo o Rodo, como los demás—. Pero no te quejes: si esta semana estás en llamas..., la que viene vas a estar peor.

—Es verdad... Qué consuelo... Y tú, ¿hoy te quedas aquí?Nora afirmó con la cabeza antes de responder.

—Sí, Mima está bastante bien estos días y quería cogerme un descanso. Mi prima Amparito anda otra vez fajada con el marido y se está quedando todo el tiempo allá en la casa con ella —explicó Nora—. ¿Sabes una cosa? A veces siento que me he convertido en la madre de mi madre y que tengo que cuidarla hasta que..., bueno, eso.

—La vejez es una mierda.

—Chico, hablando de eso..., ¿a ti no te da peste a mierda?

—Debe ser que no me he bañado todavía —trató de ironizar, y sin pensarlo demasiado agregó—: o será que me siento como una mierda y huelo... Oye, ¿quieres darte un trago?

Rodolfo se arrepintió al instante de haber lanzado una propuesta tan intempestiva, quizás desatinada. En realidad, esa noche, la primera en que debía asumirse como un viejo jubilado y más pobre, él hubiera preferido estar solo, revolcándose en sus frustraciones. Mientras, apoyada en la barda que dividía la propiedad, Nora hacía como si meditara su decisión. Negó varias veces. Y luego volvió a sonreír.

—Eres el diablo, coño... O vidente... Llevo para allá mi plato de quimbombó y comemos juntos. De todas maneras, también hoy vine para acá porque tengo que hablar contigo. Creo que mucho...

—¿De qué?

—Doy la vuelta y te digo.

—Dale..., pero déjame bañarme primero..., la peste a mierda... Y este calor que no se va...

Sentirse limpio lo reconfortaba. El olor de la piel beneficiada por el jabón siempre lo reconfortaba, y uno de sus lujos era, si había suficiente agua y podía, el de ducharse dos veces al día en verano, que en la isla podían ser muchos días. La compañía de Nora, sin embargo, lo complacía más. Las ninfas ocasionales y unos tragos de alcohol, la pulcritud de la higiene corporal y la cercanía de Nora eran de las pocas satisfacciones que conservaba luego de tantas pérdidas y fracasos. Oloroso a la colonia de ocasión que administraba con austeridad, vestido apenas con el calzoncillo y con la toalla aferrada a la cintura, entró en la cocina. Nora, ataviada con la muy descolorida bata de andar por casa que usaba cada noche, ya ocupaba un lugar en la mesa cuadrada que, en tiempos mejores, también había servido para jugar al dominó. Sobre unos gastados mantelillos de plástico la mujer había colocado los dos platos de guiso pardusco en el que flotaban los trozos verdes de las vainas del quimbombó y las ruedas amarillas del plátano, promesas de sabores rotundos. En el centro de la mesa, en una pequeña cesta de mimbre, cortado en dos mitades, estaba la raquítica pieza de pan que les vendían cada día, junto a dos vasos limpios y a la botella de ron donde aún reposaba algo más de un tercio de su contenido. La imagen podía representar la cena de un dilatado y persistente matrimonio que ha atravesado largos años de convivencia: la estampa de algo que pudo haber sido y ya nunca podría ser.

—Sirve tú —dijo ella cuando él ocupó su silla.

—¿Cuántos días hacía? —quiso saber él antes de escanciar el alcohol.

—Una pila... —Ella ahora estaba seria—. No sé, hacía como dos semanas que no tomaba nada más que agua. Pero tú debes ser adivino, hoy me hacía falta. Mucha.

—Y a mí...

Sirvió ron en los dos vasos.

—¿Por la jubilación?

—No... o sí. Pero sobre todo por culpa de la hija de puta de esa gata tuya. —Se dio un trago de ron y comenzó a contarle el escatológico accidente que había sufrido.

—Es que está vieja..., pobrecita mía, como que ha perdido las nociones. —Nora trató de justificar a su queridísima gata y volvió a sonreír.

—Estará vieja, pero se pasa el día por ahí singando con cuanto gato sarnoso aparece por los alrededores —atacó Rodolfo.

Cuando Nora probó el ron, sus facciones reflejaron de inmediato el golpe expansivo que la bebida provocaba en su organismo y su psiquis. Muchos años atrás, en una época de frustración y desajuste personal, golpeada por varios flancos, había tenido sus primeros contactos intensos con el alcohol, aunque se había distanciado de él con relativa facilidad cuando descubrió que estaba embarazada. Varios años después, desatada otra crisis tal vez más dolorosa, había sufrido una verdadera adicción que, esta vez con mucho esfuerzo al fin había vencido luego de lo que ella llamaba una temporada en el infierno, un período tenebroso en el cual se sintió perdida, abocada a la depresión. Pero desde hacía un tiempo, luego de más de veinte años de radical abstinencia, la mujer se permitía beber en muy determinadas ocasiones, en dosis reducidas, vigilándose, pues había quedado fisiológicamente afectada por aquella última caída alcohólica.

—Está bueno este ron —sentenció la mujer.

—No debí haberte tentado... Ese vaso es todo lo que te toca —advirtió él.

—Tranqui. Con esto me alcanza —admitió ella—. Para la circulación...

Él asintió.

—Se ve que te hacía falta... Bueno, ¿me vas a decir qué te pasa, lo que me querías decir?

Ella levantó los hombros y tomó otro sorbo de la bebida. Resultaba evidente que demoraba la respuesta.

—Nada. Un día de mierda... Bueno, otro más en este país de mierda que se va a la mierda. No importa... Dale, ahora come, que se enfría. —Se evadió, señalando los platos con el mentón.Con las cucharas y auxiliándose con sus respectivos trozos de pan, Nora y Rodolfo comenzaron a comer el guiso, todavía tibio. A él le encantaba aquel plato, de un sabor tan preciso y una densidad suave que reclamaba una masticación delicada pero consciente de las ruedas del plátano que casi se deshacían en la boca y de los trocitos del quimbombó, blandos aunque siempre consistentes, con su esencial viscosidad. Sabía bien el guiso, aunque se echaba de menos la presencia de unas masas de cerdo que lo habrían acercado a la perfección.

Mientras comían, Rodolfo se dedicó a mirar a Nora. Hacía más de cincuenta años que la contemplaba con similares ansias e intenciones y, aunque hubiera deseado, preferido, querido dejar de hacerlo, jamás había podido evitarlo. Ahora, a sus sesenta y siete años y a los sesenta y cinco de Nora, él seguía haciéndolo y, muy perversamente, siempre procurando entrever por el escote o las bocamangas de la bata de casa los senos de la mujer, más densos que flácidos para su edad, coronados con unos pezones violetas que delataban sus mestizajes. Cuando lograba ese propósito, Rodolfo sentía las punzadas de un deseo atávico, pospuesto o reprimido, nunca mitigado. Unas ansias tan avasalladoras que, si la visión se dilataba lo suficiente, todavía llegaba a derivar en un goteo seminal y, aunque con menos frecuencia en los últimos años, en la compensatoria masturbación a la que, con la imagen de Nora entre ceja y ceja, se lanzó incluso en épocas de satisfacción sexual con sus esposas o con las ninfas ocasionales. Él, tan adicto a la práctica de la contabilidad, por vocación y oficio, nunca había intentado siquiera registrar las veces que, despierto o dormido, había eyaculado imaginando que acariciaba aquellos senos, besaba a la mujer, la penetraba por alguna de sus puertas.

Terminados los platos, con el vaso de ron en la mano, Nora quiso saber cómo había sido su último día oficial de faena.

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