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La escritora y guionista venezolana-brasileña María Elena Morán no necesita desbordarse en calificativos para contarnos el infierno que vive Nina, una migrante que carga su casa, su vida y sus fantasmas en un morral. Con una narración limpia, musical y fresca, entre algunas palabras del portugués y otras tantas del español marabino, retrata de manera afectuosa a esa mujer que atraviesa carreteras y acampa en parques para huir de un país que está hecho trizas.
Entre los silencios, la memoria y el dolor, Nina se redescubre en su madre Graciela, su padre fallecido Raúl, su hija Elisa y su exmarido Camilo. La identidad, tan inconstante; las raíces, tan fijas; la vida, tan impredecible. Así pugna por huir del desastre que es hoy una Venezuela de hostilidades para, tal vez, “obrar nuevos tiempos en su tiempo perdido”.
Esta es una novela con un claro trasfondo político y usted hace una interesante crítica al “jarabe teórico revolucionario" y las fallidas intenciones revolucionarias, por ejemplo. ¿Cómo ve ese asunto en Venezuela?
Yo creo en una izquierda democrática y eso pasa necesariamente, entre otras cosas, por el respeto a la diversidad en todos los ámbitos, el debate de ideas y el respeto al otro, por ver a los adversarios políticos como eso, adversarios, y no como enemigos a quienes es necesario erradicar. Esa construcción pasa por hacer de la crítica una herramienta en vez de una amenaza. Movida por ese pensamiento, cuando me di cuenta, estaba escribiendo con ganas de hacer una novela de izquierda que le doliera a la izquierda, justamente porque metería el dedo en esa herida, que también era mía. Opté por trabajar varios puntos de vista internos a la revolución; personajes que, como yo, apostamos por la revolución, y de repente se vieron dueños de un fracaso. Y sí, claro que hay atenuantes, hay intervencionismo estadounidense y las sanciones tienen un impacto enorme y mil otras cuestiones importantísimas, pero nada de eso elimina, en última instancia, nuestra responsabilidad en la construcción de esa debacle que sigue en proceso. Apuntar con el dedo nunca será suficiente, es estéril.
¿Y cómo lee lo que pasa en nuestra región?
Creo que es muy alta la frecuencia con la que, en nombre de supuestas revoluciones, en Latinoamérica alimentamos monstruos que poco o nada tienen de revolucionarios. Aceptamos estirar los límites de la democracia porque creemos que vale la pena, porque creemos estar del lado correcto de la historia, hasta que esos límites desdibujados comienzan a engullirnos –en el caso de Venezuela, a seis millones de personas– y entonces tenemos alguna opinión contraria y sucede que esa opinión ya no cabe, porque si algo exige el autoritarismo es una fidelidad ciega. Apenas ahora lo veo: no hay nada más peligroso para la democracia que la unanimidad. Basta con ver los casos muy recientes de Venezuela y de Nicaragua y la falta de valentía de otros Gobiernos de la región, de izquierda, democráticos, para ejercer la crítica, que no solo es saludable, sino imprescindible.
Pasando a la filigrana de la narración, ¿cómo fue el trabajo con temas como la muerte y la fantasmagoría?
En la novela busqué trabajar diferentes formas de “irse”, es decir, de exiliarse. Pienso en la muerte como la forma más radical de exilio; por eso elegí trabajar con un personaje que nos habla desde ella, como es el caso de Raúl. No me interesaba trabajar la muerte asociada a ninguna religión o práctica espiritual, sino explorar la idea de que somos seres hechos de memoria, y esta no termina cuando alguien muere; al contrario, el recuerdo se convierte en todo lo que tenemos de nuestros seres queridos. El recuerdo que llevamos de ellos los hace “vivos” en nosotros. Yo quise radicalizar esa idea: nuestros muertos son tan importantes que inevitablemente forman parte de nuestra vida real e inclusive la determinan en algunos sentidos.
Un abordaje desde lo fantasmagórico…
Sí, porque son presencias que están ahí, puede que ya no de carne y hueso, pero están. El personaje de Raúl es “percibido” por Graciela, su esposa, y luego por Elisa, su nieta. Sin embargo, eso no responde a ninguna creencia particular, ni mía ni de los personajes, sino que se da como una condición natural de estas personas. Mi idea era trabajar un personaje fantasma al estilo que lo hicieron Juan Rulfo en Pedro Páramo o Toni Morrison en Amada: con una mezcla de naturalidad y asombro, donde lo que importa es lo que hacen estos fantasmas y cómo afrontan su nueva forma de existir. En el caso de Raúl, esta nueva existencia es un limbo fuera del tiempo, desde donde puede moverse entre vivos y muertos, sin distinción, como lo hace nuestra memoria.
¿Con qué criterio decide qué tipo de narrador va mejor para cada parte de la historia? (en una de ellas usted escribe en segunda persona, la más compleja para muchos).
Yo desarrollé esta novela en el marco de un doctorado en Escritura Creativa, y me era exigido escribir, en paralelo a la novela, un texto teórico; entonces se me ocurrió hacer un ensayo sobre las estrategias de la empatía narrativa, un trabajo que mezclase revisión bibliográfica con relato personal y proceso de escritura. Fue muy interesante estudiar sobre esto al mismo tiempo que avanzaba en la escritura de la novela, y el tema de los narradores, una de las decisiones a las que más tiempo y cabeza le dediqué, se vio profundamente determinado por esa circunstancia. Desde su génesis, mi intención con Volver a cuándo era llevar a cabo un juego narrativo al estilo de las carreras de relevo, una propuesta que crease un dilema empático en el lector, al confrontarlo con el grado de causalidad y de arbitrariedad que usamos para definir quiénes merecen nuestra confianza o nuestro juicio a priori, en función de lo que los propios personajes piensan y sienten y del discurso que ellos elaboran para sí mismos y para el lector. Quería emular, narrativamente, la sensación de observar un conflicto desde varios puntos de vista con realidades y actitudes conflictivas entre sí. Para lograrlo, era evidente que tendrían que existir múltiples narradores, varias voces entre las cuales estarían distribuidas parcialidades de la historia.
¿Cuál es el personaje que lleva más cercano a su corazón?, ¿cuál es el que le resultó más complejo de construir?
Creo que Elisa fue el personaje que más disfruté escribiendo. Es curioso, porque con los otros había unas proximidades mucho más evidentes, en términos de edad, experiencia de vida, visión de mundo, pero con Elisa la escritura fluía de una forma tan natural; las imágenes y los momentos surgían como si ya estuvieran listos dentro de mí, esperando… y seguramente lo estaban, porque creo que con ella volví a aquella edad, pedí permiso para usar aquellos ojos deslumbrados y curiosos, y fue un ejercicio muy encantador y al mismo tiempo muy duro, por la historia que le tocaba vivir al personaje. El más complejo de escribir fue Raúl, en primer lugar porque comparte mucho con mi padre, Rodolfo, que no está entre nosotros desde hace ya ocho años. Escribir escenas para Raúl era de alguna forma darle una sobrevida a mi padre y ese reencuentro me tomaba por completo; la relación “corazón-cabeza” que uno tiene mientras escribe, se me desbarataba. Por otra parte, es un personaje que está en una especie de limbo, y esa falta de referencial real también me exigió un trabajo conceptual y filosófico un poco más difícil.
¿Cómo ve la manera en que la literatura está contando hoy la migración?
Aunque existe una cierta tradición, me parece que estamos construyendo un panorama literario cada vez más amplio y más complejo de la experiencia migratoria como tema, sin duda. Nombres como Valeria Luiselli o Lina Meruane son de mis favoritos. Sin embargo, tengo la sensación de que hay muchos movimientos migratorios sobre los cuales no nos hemos detenido o, si lo hemos hecho, ha sido desde una perspectiva más ajena, de quien recibe. Me pregunto mucho sobre la inmigración africana en Europa, por ejemplo y, al mismo tiempo, me pregunto dónde están esas historias, quién las va a contar y cuándo, desde qué posición. Me cuestiono cuál es el lugar de la literatura en medio de un conflicto tan grande y tan cruel, tan extendido en el tiempo. Sé que lo tiene, claro, pero como escritora, cada cierto tiempo esas dudas me asaltan. Luego pasa, y escribo.
¿Cómo lee usted desde Brasil la manera en que la literatura está narrando Latinoamérica?
La literatura contemporánea está bastante dedicada a lidiar de una forma más frontal y menos romántica con asuntos que antes tenían que abrirse espacio un poco a la fuerza en el país. Cuestiones como el racismo estructural, por ejemplo, aunque estén muy lejos de ser resueltas, están ganando cada vez más un espacio literario, tanto en las páginas de los libros (Um defeito de cor, O avesso da pele, Louças de família, por mencionar apenas tres bellísimos ejemplos), como en la presencia creciente de personas negras e indígenas en ferias y eventos literarios. Creo que algo semejante ha venido ocurriendo con el espacio de las mujeres y de la comunidad LGBTQIA+. Siento que falta un poco de valentía para encarar algunos asuntos, principalmente en la historia política contemporánea, pero me parece que esto, más que estar en los escritores, está en las editoras y sus apuestas de mercado. Ya veremos cómo libros como el mío, por ejemplo, o como el de Martha Hernández Cadenas, La puta y el hurón, son recibidos por estas tierras. Aquí hay, como en el resto del mundo, una gran hambre de literatura latina y principalmente de literatura latina escrita por mujeres, y sabemos que son nombres que no se conforman con contar la historia de amor o familiar pequeñoburguesa, sino que no tienen miedo de llamar las cosas por su nombre, de contar los lugares que antes no cabían en la foto, de ensuciarse las manos y decir: esto somos y a esto vamos, con una riqueza estética y ética que me fascina. Es impresionante cómo nuestros relatos y nuestras experiencias, las ancestrales y las contemporáneas, se repiten en nuestros países, al mismo tiempo que con singularidades riquísimas. Yo celebro realmente este momento y me alegra mucho hacer parte de esta generación.