En la canción “Un día en la vida”, los Beatles se preguntaron cuántos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall. Es la más triste descripción de una sala de conciertos vacía, solo habitada por fantasmas. La muerte de Carlos Monsiváis nos abrumó de un modo similar: el omnipresente cronista de nuestros días dejó una inmensa colección de huecos.

Monsiváis participaba en tantas cosas a la vez que ya se había convertido en un fenómeno atmosférico. Su incesante manera de comentar la cultura y el destino de la nación permitió que lo diéramos por sentado. Estaba en todas partes y corría el rumor de que disponía de clones que lo representaban con eficacia mientras él actuaba en otro sitio.

Al modo de sus animales favoritos, los gatos, tuvo muchas vidas, algunas de ellas casi secretas. En 2004 tuve un singular atisbo a una de sus facetas menos conocidas, la de novelista truncado. Kenzaburō Ōe se presentó en la Casa Asia de Barcelona, ciudad donde yo vivía entonces. Después de su charla hubo una cena a la que asistimos unas diez personas. Cuando supo que yo era mexicano, quiso sentarse a mi lado para hablar del país donde había estado dos años. Me contó que había estado en el Colegio de México y le pregunté la razón de ese viaje. “Quería conocer el país que hizo posible a mi autor favorito: Juan Rulfo”. Seguimos hablando hasta que me preguntó por un “joven novelista”; luego recapacitó y corrigió lo que había dicho: “bueno, ya debe ser mayor”. Se trataba de Carlos Monsiváis. Ōe recordaba deslumbrado lo que le había contado de una novela en proceso, sobre la fiebre del oro en la frontera entre México y Estados Unidos. “Si la novela apareció, debe ser buenísima”, agregó con entusiasmo. Monsiváis lo había deslumbrado.

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Crédito: Archivo del Universal
Crédito: Archivo del Universal

En Nuevo catecismo para indios remisos recreó los procesos de evangelización en clave de fábula, pero la ficción no fue el modo dominante de un cronista todoterreno, demasiado inmerso en las posibilidades de la realidad como para distraerse con la ficción. La trama que le contó a Ōe pertenece a las vidas alternas que no llegó a tener.

Las muchas misiones que sí llegó a cumplir no tienen sustituto por la sencilla razón de que él las inventó. Como Oscar Wilde, Woody Allen o André Malraux, construyó una personalidad especialísima que formó parte de su obra.

Misántropo en la vida privada (“los espero en mi casa para una reunión que comenzará a las 16 horas y acabará a las 16 horas”, decía en broma), era hipergregario en la vida pública. Llegaba a todas partes con el pelo revuelto por un viento mental y su infaltable chamarra de mezclilla. Era un testigo tan reconocible que la realidad aguardaba su llegada para actuar en concordancia. Al verlo desde el estrado, Juan Gabriel modificaba su repertorio.

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Monsiváis dialogaba con numerosos desconocidos, procurando que cada intercambio fuera breve y tuviera un remate cercano a un aforismo. Su itinerante oralidad lo llevó a una curiosa forma del magisterio. Odiaba dar clases pero le fascinaba dar consejos. Como buen exponente de la tradición satírica, era un moralista convencido de tener razón. Su enciclopedismo y su voluntad de intervención lo convirtieron en árbitro del gusto, tanto de lo culto como de lo popular. Cuando una figura del bolero o el mambo moría, las autoridades lo consultaban para saber si merecía ser velada en Bellas Artes.

Aunque se definía como “un lugar común de la Portales”, sus comentarios eran oídos con un respeto digno del oráculo de Delfos (“o de un cajero automático”, diría él). No trataba de convencer con extensos argumentos; dictaba sentencia rápida e incontrovertible, al modo de un juez que sí legisla.

El mayor texto de jurisprudencia que conocía era la Biblia. Gracias a su obsesiva relectura de la versión de Casiodoro de Reina (la “Biblia del Oso” del siglo xvi). En las parábolas ejemplares que integran Nuevo catecismo para indios remisos, escritas en un tono próximo al Monterroso de La oveja negra y demás fábulas, actualizó la lucha entre el Bien y el Mal. En esas páginas, un santo carismático contrata a un asesor de imagen, el Diablo estudia relaciones públicas, un iluminado da una conferencia de prensa y el agua bendita se vende embotellada. Con narcisismo celestial, los portentos ocurren para que alguien los narre: “Hubo una vez, en el espacio de reserva de las dádivas de Dios, un Milagro obstinado y servicial con muchas ganas de ser tomado en cuenta y de causar conmoción y aparecer en las hagiografías”.

No hay celebridades sin cronistas. El oficio de dar fe comienza con el periodismo trascendente de los evangelistas y llega a la moderna sociedad del espectáculo. Monsiváis se ocupó de ambos polos de ese espectro.

En sus parodias de la hagiografía cristiana, se advierte que admira la capacidad expresiva de lo que critica. Admiró las escrituras, pero fue inclemente con la jerarquía eclesiástica y sus abusos, y defendió con temple ilustrado la cultura laica (uno de sus últimos libros es, precisamente, El Estado laico y sus malquerientes).

La ironía solo funciona si también incluye a quien la ejerce. El autor de Escenas de pudor y liviandad se burlaba gozosamente de sí mismo (“tengo el joie de vivre de la Coatlicue” o “Ya que no tuve niñez, déjeme tener currículum”) y solía decir que el único reconocimiento que merecía era el doctorado “honoris causas perdidas”.

Su impronta se multiplicó en los más diversos foros. Fue un eficaz correctivo del dogmatismo de la izquierda, un especialista en las formas de representar la realidad que van de Tin Tan a las vanguardias poéticas, un socorrido actor de reparto del cine nacional, un asesor telefónico de la sociedad civil, un conferencista non-stop que llegaba con un fólder donde las ponencias parecían reproducirse en forma más prolífica que sus trece o quince o diecisiete gatos.

El rango de sus intereses se mide por el título de uno de sus artículos: “Del rancho al internet”. Monsiváis vivió como un cosmopolita que aceptaba sin remilgos el estigma de la sabiduría regional con que se suele despreciar a los provincianos (en una crónica sobre la alta sociedad, le atribuye esta frase a un informante: “Es un infeliz: se sabe todos los estados de la República”).

Monsiváis ejerció la escritura como un grafómano que solo conocía los días hábiles y leyó todos los textos a su alcance, pero entre sus prioridades nunca estuvo publicar libros. Coleccionista obsesivo, valoraba los volúmenes ajenos y los reunía con esmero. Prueba de ello son los muchos libros que compró y que actualmente integran uno de los principales acervos de la Biblioteca México en la Plaza de La Ciudadela. Al entrar a una librería, era presa de múltiples pasiones. Se interesaba en asuntos tan diversos que solo él podía otorgarles sentido de conjunto. En un mismo safari atrapaba tomos académicos sobre el modernismo, poemarios, nuevas traducciones de Catulo, catálogos de películas Serie B, manuales de body building, homilías de la curia y encíclicas papales, cancioneros populares, discursos políticos, biografías de sus héroes tutelares, antologías del cómic y la correspondencia completa de los liberales del siglo xix. Ese inusual repertorio alimentaba los textos que publicaba en periódicos, revistas y suplementos. “El mundo existe para convertirse en libro”, proclamó Mallarmé. Monsiváis parecía estar de acuerdo; entendía la realidad como un pretexto para la escritura, pero no juzgaba imprescindible asociar su nombre con un volumen empastado. “Monsi siempre va hacia adelante, no se preocupa por lo que ya hizo”, me dijo Elena Poniatowska para explicar la forma en que posponía ordenar sus crónicas en libros, y el editor español Jorge Herralde, director de Anagrama, narró las peripecias por las que pasó al perseguir durante décadas al más renuente de sus autores (el testimonio lleva el apropiado título de “Busca y captura de Carlos Monsiváis”). La mayor parte de su obra aún no ha sido recogida en libros. En sentido estricto, su legado es todavía futuro.

El Museo del Estanquillo custodia las colecciones complementarias a su biblioteca. Si, como sugiere Borges, ordenar un librero es ya una forma de ejercer la crítica, seleccionar objetos significa comentar el mundo. Solo una mirada movediza y capaz de leer vastas cartografías pudo reunir los grabados, las fotos, las caricaturas, las artesanías y los cachivaches que conforman esa Colección de colecciones, un panorama alterno de la vida pública de México.

La avidez monsivaíta para atesorar solo competía con su avidez para criticar. En su columna Por mi madre, bohemios se propuso, al modo de Karl Kraus, ahorcar a los infames con sus propias frases.

Toda cita es, por definición, una supresión del contexto. De ahí el absurdo de que alguien —generalmente un político— se queje de ser “citado fuera de contexto”. Monsiváis desestabilizó los discursos oficiales detectando los pasajes autoparódicos de las figuras públicas y aportando notas que fungían como acotaciones para cómicos involuntarios.

Su mayor búsqueda formal ocurrió en el género de la crónica, donde combinó el ensayo, el sketch teatral y el artículo de fondo con la llana narración de hechos. Hay, al menos, dos tipos de cronistas: los que se concentran en lo ocurrido para transformarlo en una historia y los que se concentran en las opiniones sobre lo ocurrido. Monsiváis es un exponente radical del segundo grupo. Su gran interlocutor es la Opinión Pública, entidad contemporánea que sustituye al coro griego. Al escribir sobre Salvador Novo, la Manifestación del Silencio, Avándaro, Gloria Trevi, el terremoto de 1985 o la Convención de Aguascalientes en Chiapas, discute y editorializa lo que ve e incluye declaraciones (de preferencia anónimas) para ubicar sus opiniones con un relato coral.

En ocasiones, sus “informantes” operan como los heterónimos de Pessoa; son desdoblamientos de una sola voz. Aunque su tono narrativo es inconfundible, Monsiváis se sirve de múltiples testigos que suelen ser él mismo.

Los variados acentos que imitaba al contestar el teléfono pueden ser vistos como un entrenamiento para la dramaturgia de sus crónicas, llenas de “voces sueltas”, los cooperativos declarantes que salieron de su pluma.

Muchas de las cosas ocurridas en los últimos años parecían buscar su presencia. Como el “Milagro que quería ser narrado”, los sucesos extrañan su mirada y la realidad parece ocurrir en vano.

Los Beatles se preguntaron cuántos agujeros se necesitaban para llenar el Albert Hall. Ante la ausencia de Carlos Monsiváis, en el corazón de la vida nacional nos preguntamos cuántos agujeros se necesitan para llenar el Zócalo.

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