Lee también:

En La semilla del fruto sagrado (Danaye anjir-e moabad, Irán-Alemania-Francia, 2024), enérgico opus 8 como autor total independiente del sociólogo también documentalista iraní vuelto prófugo de su país por ser considerado propagandista contra su régimen de 52 años Mohammad Rasoulof (El ocaso 02, Un hombre íntegro 17, La maldad no existe 20), el reservado cincuentón jurista Imán (Missah Zareh) recibe el nombramiento de calificador juez de instrucción (a sólo un paso de ser realmente juez) exacto cuando estallan los disturbios callejeros de Teherán en protestas feministas libertarias a causa del asesinato por brutalidad policiaca de la joven kurda Mahsa Amini, y el pobre Imán pronto se da cuenta de que su ascenso, obtenido gracias a la intermediación del amigo protector Ghanderi (Reza Akhlaghirad), tiene como finalidad violentar su conciencia cívico-religiosa para lograr la rápida aprobación de las condenas a muerte ordenadas por el Fiscal de la teocracia autoritaria que con eficaz apoyo de las mentiras mediáticas oficiales gobierna Irán, sentencias fatales que pronto van a contarse por centenas diarias, dando como resultado que el vulnerado funcionario caiga en crisis moral permanente y acabe siendo exhibido como criminal en las redes sociales, debiendo darse a la fuga, ser reconocido, y sufriendo una persecución automovilística y física por sus odiadores, pero la más enconada batalla está siendo librada por el infeliz varón al interior de su propio hogar, donde su esposa leal hasta la ignominia Najmah (Soheila Golestani) se descubre incapaz de contener y controlar las inquietudes libertarias de su hija puberta deseosa de cabello azul prescindiendo del simbólico hiyab Sana (Setareh Maleki) y de su hija universitaria Rezvan (Mahsa Rostami) cuya amiga malherida en la represión Sadaf (Niousa Akhshi) será refugiada clandestinamente en su dormitorio, aunque va a ser el robo por Sana de la valiosa pistola institucionalmente prestada al padre Imán para defenderse, lo que desquicie al buen hombre, al grado de llevar a su mujer y a sus hijas a ser interrogadas por un sádico investigador policial y a proseguir él mismo las videoindagaciones al ir a refugiarse todos en una lejana casa natal, donde el padre por completo paranoizado encierra a sus acompañantes carcelariamente, hasta verse desbordado por ellas, también perturbadas por ese intempestivo e inusitado si bien monstruosamente lógico socavamiento antipatriarcal.

El socavamiento antipatriarcal no se divide en tres segmentos quasi autónomos sucesivos, sino que semeja ser el producto afortunado de la audaz imbricación de tres recuentos relacionales a la vez simultáneos y continuados con naturalezas y tonos muy distintos, en primer lugar un relato intimista sobre las vínculos afectivos y solidarios entre mujeres modernas (madre, hijas, amigas) aplastadas por su obsecuente condición musulmana, tomando consciencia de condición ominosa y luchando para emerger de ella en la medida de sus escasas posibilidades, en paralelo segundo sitio el drama grave y gris de un hombre solitario fielmente servido por su diligente esposa ejemplar y sólo en rutinarias o excepcionales situaciones relacionándose efectivamente con sus propias hijitas o con su entorno más próximo, y en tercer término la vasta (y basta) desembocadura de ambas corrientes alternado en un thriller de suspenso psicótico-terrorífico en torno del devastador devastado padre terrible con vocación familicida cuya triste sobriedad lo coloca en las antípodas del guiñol feroz del Nicholson de El resplandor (Kubrick 80).

El socavamiento antipatriarcal tensa y tergiversa los lazos profesionales y familiares hasta su total disolución, entre la tragedia y la ironía acusatoria, pero también entre el asombro, la agudeza, la perversidad y el enternecimiento condolido, una labor disolvente que encuentra su sensible raíz moduladora en factores como las taciturnas atmósferas creadas por la fotografía lúgubre de Pouyan Aghababayi que acecha por doquier como los inmensos monigotes con la mano en el corazón en los pasillos del juzgado, la importancia de los celulares que decomisa el padre paranoico para cegarlos pero cuyas imágenes verticales de las auténticas manifestaciones políticas reprimidas rondan implacables, el contrapunto lírico-musical en voz de soprano (exánime música colorida de Karzan Mahmood) entre el delicado retiro de perdigones del tumefacto rostro la estudiante ensangrentada Sadaf (esa recolección de municiones que va a dar al chorro del lavabo del baño) y los espectrales reflejos del padre en los enclaustrados cristales de la ducha casera, el ritmo proceloso de los sórdidos acontecimientos exteriores que son kafkianamente internos según el posneorrealismo-esencialismo iraní que va del fundacional Kiarostami (¿Dónde está la casa de mi amigo? 87) al paradigmático disidente en otrora prisión domiciliaria Panahi (No es una película 11, firmada con Mojtaba Mirtahmasb), la sutil humillación límite de las interrogadas con venda negra en los ojos, o los giros enloquecidos sobre el rostro del sobreagitado Imán durante la desgarradora persecución a las arenosas visiones de su himno entre ruinas laberínticas.

El socavamiento antipatriarcal lleva así, ilustrativamente y sin piedad hasta sus últimas consecuencias, la metáfora-parábola de la higuera sagrada o ficus religiosa cuyas ramas rodean y estrangulan al árbol huésped donde sus semillas han caído para poder germinar y crecer, a modo de una alegoría global de la actual nación iraní misma, una extensión colectivizada del mito de Saturno devorando a sus hijos, un verdadero estudio crepuscular sociohistórico, el drama contingente como laboratorio antropológico de mentalidades acorraladas.

Y el socavamiento antipatriarcal ve con horror ético a la hija justiciera disparando a la defensiva contra los pies del padre tragado por la tierra y sepultado bajo la nube de polvo de una crueldad sin salida.

Comentarios