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En Better Man: la historia de Robbie Williams (Better Man, RU-RU-Australia-China-Francia, 2024), zooalucinado opus 3 del exdirector de efectos visuales australiano de 48 años Michael Gracey (El gran showman17, Pink: todo lo que sé hasta ahora 21), con guion suyo y de Simon Gleeson y Olivier Cole, al autodepredador grito desinhibido de “he sido calificado de narcisista, puñetero e imbécil comemierda: soy todo eso” pero prometiendo gran entretenimiento el cantautor pop de 51 años Robbie Williams en persona platica su vida desde el espacio fuera de campo y dentro de la pantalla un chimpancé digitalizado lo encarna tan ficcional cuan reveladoramente pues entre los humanos el confesional varón siempre se ha sentido “no del todo evolucionado”, empezando por el buleado niño futbolero de 8 años que fue, soportando una crucificadora goliza brutal contra un muro en su barrio de Stoke-on-Trent de 1982 y remordiéndose prematuramente de antemano por sus miedos de convertirse en un don nadie, aunque su adorable padre jazzista de quinta Peter (Steve Pemberton) le enseñe duraderamente a imitar al televisivo Frank Sinatra y a volver gracioso todo accidente escénico, ante el consuelo de la inolvidable abuela Betty (Alison Steadman) y en contraposición con la severa madre Janet (Kate Mulvany) pronto abandonada con todo y familia por un marido que no sólo ha cambiado de nombre sino también de vida, dejando al desdichado e inerme Robbie advenido un chavo nostálgico del padre ausente, un impetuoso muchacho con hondas rebeldías escolares e irredentas tendencias bisexuales, milagrosamente aceptado por la banda popera juvenil Take That, debutando sin mayor conflicto en un pionero club gay, sometido a la humillante protección del odioso manager Nigel Martin Smith (Damon Herman) que limita o asfixia sus capacidades compositivas creadoras, en beneficio preferencial del abusivo compositor de canciones dentro de la banda Guy Chambers (Ton Bulge), en contra del cual acabará rebelándose el competitivo Robbie ya enganchado en el consumo de cocaína y gracias al misericordioso auxilio la dulce cantautora hiperexigente Nicole Appleton de All Saints (Reachelle Benno) vuelta romance desechable del héroe, para quedar a la deriva de las disqueras y de la celebridad masiva, estrechando lazos con el famoso Liam Gallagher del grupo Oasis (Leo Harvey-Elledge), sufriendo el deceso de su crucial abuela, siendo asaltado por atroces delirios y alucines psicodélicos que no remiten a su nunca superada niñez traumática, e ingresando a una clínica para su desintoxicación que semeja liberarlo de su caída autodestructiva como permanente e irrecuperable simio-pop abisal.
El simio-pop abisal se desarrolla con frenética alegría la vez como una biopic-autorretrato inevitable lugarcomunesca aunque representativamente original hasta el disparate irrepetible, un largo interminable videoclip que ensarta las mejores canciones del biografiado, y un desquiciante continuum brutal y salvaje de números musicales hasta la abundancia y el hartazgo abrumador con letras que van del lamento a la sabiduría de ida y vuelta sin apenas pausa y de “Feel” o “I Found Heaven” y “Rock Dj” a “Better Man” y “Forbbiden Road”, en molto legato de shows y bailes juveniles llenándose de trucos encantadores donde las palabras se tornan superfluas, con encandilada fotografía rutilante de Erik A. Wilson sin cesar arrebatada por giros circulares o vértigos hipetrofiados, para lucimiento autárquico e indispensable de una edición perfeccionista sólo posible de consumar en team arrasante (Jeff Groth, Spencer Susser, Martin Connor, Lee Smuth y Patricio Correll), dejándole sin embargo algún espacio a la contrapuntística acción anárquica de la música de enlace de Batu Sener.
El simio-pop abisal se afirma así de manera rotunda e imponente, con ese carismático mono protagonista antropomórfico que parece arrancado a la saga del Planeta de los Simios, tanto una metáfora de la naturaleza simiesca de la música pop como una interpretación del profundo sentimiento de ajenidad de su inasible héroe predeterminado por su origen perturbado, una naturaleza y un sentimiento que aquí van a la par, más allá de la simple insinuación y de la flagrante ironía, a modo de una descalificación masoquista, una crítica/autocrítica acerba y un desafío cínico al final triunfante, como si celebraran que el infeliz empático/antiempático asaltado por paranoicas visiones delirantes estuviese reconociendo pública y espectacularmente su condición enferma, la de los seres que, según el profeta de la psicopatía criminal o integrada Clockley (en La máscara de la cordura), no pueden acceder a “la sustancia común de la emoción o del propósito a partir de los cuales se forman las diferentes lealtades, metas, compromisos y el honor y la responsabilidad de las personas y los grupos”.
El simio-pop abisal arranca con un prólogo demasiado brillante al describir soberanamente la entrañable infancia de Robbie, contradictoriamente apapachada y felizmente reivindicable resignificada pese a la predeterminación suburbial y clasista, cuya tesitura dramática y cuyo arrastre lírico, ambos muy marcados por sus dolly-backs de abandonos en la inmensidad, resultan difíciles de sostener, si bien el flujo narrativo podrá equipararse a ese comienzo en trozos tan inspirados como el encuentro melancólico que da inicio al romance con la galana efímera Appleton, los psicodélicos asaltos del pasado contra el presente que culminarán en el irrefrenable héroe matando al pequeñito que fue (a lo Papini), o el arduo proceso de rehabilitación doliente, rumbo a tambor batiente hacia un final climático/anticlimático, el cual, más que suceder, sin piedad siquiera ante sus propios asomos de autoconmiseración, irá poco a poco desgajándose, desentendiéndose y desgarrándose.
Y el simio-pop abisal se reconcilió con el mundo entero, para entonar a dúo con el padre emanaoptimismos un purificador retorno al origen.