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Una voz construida para hablar de los suyos y narrar un matriarcado fragmentado, incisivo, doloroso. La enfermedad mental y los trastornos del alma como magma de relaciones complejas. La cercanía con la muerte como estado permanente. En Las huérfanas (Seix Barral, 2024) la periodista y narradora colombiana Melba Escobar hace la fotografía de su familia, entre ficción y realidades, buscando llenar los espacios en blanco para intentar “restaurar algo roto, incompleto” de esa vida que, juntos, intentaron edificar.
De su madre, esa mujer española a quien le gustaban las plantas, la cocina, las semillas, los hijos y la vida congelada en gestos minúsculos, una madre que se le aparece cuando está en duermevela, que toma el mando tras la muerte de su esposo, revolucionaria y conservadora, sádica y masoquista, madre que fue guerra y fue paz, Escobar hace una narración que al final la redime a ella y las redime a todas.
Las huérfanas narra la familia como el lugar de lo no idílico sino, además, ese donde se esconden la culpa, los secretos, los reproches, el suicidio, la depresión, una madre recia… ¿Cómo trabajó la familia como cuerpo y como personaje?
Creo que todos tenemos historias muy importantes de la familia, que es el microcosmos, el primer universo que conocemos como seres humanos, donde se establecen las reglas del mundo. Al final los papás son esos seres semidioses que nos van a decir: esto no se hace, esto sí se hace, esto está mal, esto está bien. Creo que quizá no le hemos dado el valor y la importancia que tiene en términos de hasta dónde nos define como seres humanos. Venimos de ahí, luego vendrá todo lo demás, pero ese es el origen del mundo, y en ese sentido creo que siempre lo he visto de esa manera. Siempre he creído que todos −algunos seguramente con más orgullo, otros con más vergüenza− hacemos parte de una primera tribu que es la familia y, curiosamente, a menudo hay algo vergonzante en aceptar las heridas que tienen esas familias, los errores, las vergüenzas, pero creo que no hay nada más sanador que, de cierta manera, exponerlo, aceptarlo y seguir. Fue también un ejercicio de catarsis que quiero compartir porque creo que a todos nos viene bien hacerlo.
Especialmente con temas que siguen siendo tabú, como el suicidio. ¿Cómo se escribe sobre la depresión, el suicidio, la muerte, sin caer en el morbo o en lo fácil?
El detonante, que es el punto de partida y con lo que esta empieza, y el momento donde sentí que tenía una novela, fue cuando pude escribir ese capítulo donde cuento que, cuando me llegó la menstruación, mi mamá, por alguna lógica muy inconsciente, decidió que es el momento de contarme que ella tuvo un intento de suicidio. Yo tendría doce años y ya en ese momento pensaba: esto que está pasando tiene un poder simbólico brutal. Claro, en ese momento me sobrepasaba, pero es algo que se quedó siempre conmigo, como si siempre hubiera necesitado encontrar el momento de hablar de eso, porque sí creo que hay una relación entre la vida y la muerte que está atravesada por la maternidad…
Y hoy hay muchas discusiones al respecto…
Es que finalmente la maternidad es la continuidad de la vida, pero lleva implícito el hecho de que uno se va a morir y por eso busca que se continúe. Me parece enormemente poética y a la vez salvaje esta relación. Leí ese hecho como: ahora puedes ser madre y eso significa que te vas a morir; es un poco como lo entendí. Me pareció brutal y todavía creo que incluso cuando decidí ser madre, y ahora que soy madre, entiendo mucho más claramente que así es. Me parece que ese tejido de la vida y la muerte en mi caso personal siempre ha estado muy latente desde la preadolescencia. Darle una forma, darle estructura a la novela fue lo más difícil. Hubo momentos en los que esto llegó a tener doscientas páginas más, salieron muchas cosas.
¿Cuáles salieron?
Mi prima Myriam no estaba presente en las primeras versiones, pero como yo volví a vivir a Barcelona, me encontré con Verónica, su hermana, y nos hicimos muy cercanas. La única cosa que no es 100 % real de la novela es que mi prima Myriam se suicidó, pero eso pasó hace diez años. Lo que me costó trabajo llegar a entender y a armar era que necesitaba que eso ocurriera en un presente que estoy narrando, que justifique de alguna manera el flashback hacia otras muertes, hacia la lógica entre las dos Myriam, etcétera, entonces ahí hay un elemento que es más temporal −no factual, porque todo es cierto−; es decir, la temporalidad no coincide con la de la novela. Ese fue el elemento de montaje que más me costó. Myriam fue muy importante y cercana para mí, vivimos juntas, tuvimos una muy buena convivencia hasta un momento en que ella la perdió y para mí fue también toda una revelación de la locura, la cuestión de hasta dónde la locura puede ser una enfermedad que duerme en ti y que un día se despierta, y que de pronto no reconoces a la persona que tienes enfrente tuyo, que fue lo que pasó con ella. Toda esta indagación sobre qué llevó a Myriam al suicidio y cuál era esa realidad familiar de estas niñas que hoy son mis contemporáneas, es reciente. Todo eso pasó ahora en mi investigación para hacer la novela, en mis conversaciones con Verónica, en mi acercamiento a ella, y en ese sentido sí lo he sentido, lo he vivido muy de cerca porque todo eso que me llevó a entender qué fue lo que le pasó a mi prima, lo descubrí mientras trabajaba para la novela.
Justo ahí están la Melba escritora de ficción y la Melba periodista. ¿Cómo fue su trabajo de investigación? Aunque se vale mucho de los recuerdos, también hizo entrevistas, habló con el resto de la familia, hay fotos…
Fue una cosa muy errática. Al principio yo quería hacer una novela mucho más ambiciosa en el mal sentido de la palabra. La familia Escobar Navia es un universo absolutamente rico, es como los Buendía; ahí hay material para una novela de realismo mágico. Primero indagué sobre todo eso, le metí mucho trabajo, busqué archivos y esas son las doscientas páginas que salieron. Ahí tuvieron mucho que ver mi editora, Alejandra Algorta y mi agente, ambas muy buenas. Las dos me dijeron: Se siente que hay dos novelas compitiendo por figurar y al final uno se pierde porque no sabe a cuál de las dos ponerle cuidado; tienes que decidir si estás contando la historia de los Buendía o la historia de tu madre. Por supuesto, fue una decisión muy dura y muy difícil porque le había trabajado mucho a lo otro, pero en el momento en que decidí eso, saqué todo el novelón de los Buendía −que algún día espero escribirlo− para concentrarme en el tema de mi madre. Ahí vi que había que indagar más sobre la vida de mis primas, mi abuelo, su trabajo sobre el suicidio... Me tomó tiempo e hice quizá mucha más investigación de la que se refleja ahí.
En la novela están presentes esos dos espacios que la representan, Colombia y España, lo bárbaro y la herencia −como usted los llama−, los ires y venires.
Como también lo digo en la novela, en Colombia, siendo un país tan cerrado, con tan poquita migración, siempre somos los mismos; no es como en otros países de América Latina, donde la migración europea fue gigantesca. Eso genera una atención especial sobre el hecho de tener una mamá española o ser española. Mi mamá siempre tuvo una atención por eso, digamos, porque además nunca perdió el acento y a la vez era su manera de reivindicar su pasado, su identidad, también en contraposición a los Escobar Navia. Uno a veces sentía que en la casa había dos nacionalidades en pugna, incluso a la hora de comer. ¿Quién dice que esto es horrible? Pues no, ¡vamos a comer esto! Y entonces eso también le da a uno un sabor mucho más intimista que la camiseta de la selección.
Pensando y viviendo eso desde los afectos de otras personas…
Uno está pensando España desde los afectos de mi mamá. Para mí, España siempre era un tema de sabores, de olores, del pan con tomate, la cazuela de mariscos, la paella… Lo asocio con una cantidad de cosas, dichos de mi mamá, frases, canciones. Es bonito porque, ahora que estoy viviendo allá −igual siempre la idea ha sido devolvernos en unos años a Colombia para darles a los niños esa posibilidad−, yo siento a veces en frases, en cosas que le dice uno a una señora… por ejemplo, allá todas las mujeres mayores llaman hija a las jóvenes. Mi mamá hacía eso siempre; ella iba a una tienda y decía: Hija, ¿qué precio tiene esto? A mí una mujer mayor me dice hija y siento un calor en el corazón; hay cosas que me saben a hogar. Es una relación que no está ni politizada ni intelectualizada, sino que es completamente afectiva.