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Era sábado. Miraba por la ventana de mi departamento, en el piso seis, en la colonia San Judas Tadeo, mejor conocida como La Judas. Limpiaba con un cotonete y alcohol la máscara de payasito de Jordán. Antes había limpiado una de conejo aterrador, blanca, de peluche, con las orejitas rosas, los ojos verdes y unos colmillos todos chuecos como de piraña. Era su máscara favorita (¿o todavía puedo decir «es»?). No sé, chica, todavía tengo la esperanza de que regrese, de que un día me llegue una llamada de un número desconocido y sea él, que me diga que está bien, que me extraña y que viene pronto.
Pero ya son cuatro meses.
La última vez que lo vi me trajo todas sus máscaras y tres uniformes de trabajo, me pidió que los uniformes los tirara a la basura y que las máscaras las limpiara en una chancecita que tuviera. No tuve chance. El embarazo me tuvo frita el primer mes. Luego no vino en su fin de semana de descanso, chica, una ansiedad. No sé si era un mal presentimiento o qué. Él tenía que llegar un viernes por la noche, pero no llegó. Desde el jueves al mediodía dejó de responder mis mensajes. Pensé que andaba de cabrón con alguna de sus compañeras de trabajo, chica, no, no, no. Un estrés, una angustia, una desesperación. Llegó el sábado, el domingo y nada. Ni sus luces. Le llamaba y me mandaba a buzón, cosa rara, chica, porque Jordán era adicto a su celular. El último mensaje del WhatsApp le llegó el jueves a la una de la tarde. Le mandé cien mensajes, fácil trescientas llamadas y nada. El domingo le marqué al Sardis, su mejor amigo y compañero de trabajo, y, chica, tampoco me respondió. Eso me trajo la certeza de que no andaba de cabrón. Un frío recorrió mi cuerpo, me solté a llorar.
Le mandé un mensaje al Teniente de Chocolate, mi papá, ese man es subteniente del Ejército Mexicano, chica, pero le digo el Teniente de Chocolate porque ser sub de algo es como no serlo, es de chocolate, ¿sí ubicas cómo? Le mandé un mensaje y le pregunté si tenía noticias de Jordán, le dije que desde el jueves no sabía de él y estaba muy preocupada. Me respondió mamón, ojete, mierda de perro como es él: Ya se chingaron a tu pollito de colores, te dije que tres meses y era abono para la tierra, comida para los gusanos, pinche muchacho cagón. Ruégale a Eleguá, la Santita, san Judas o a Satanás que esté en el Consejo Tutelar o refundido en el cerro tragando Maruchans y no sepultado en una fosa clandestina. Avísale a su familia para que levanten el boletín de búsqueda. Te puedo conseguir información para saber si está detenido, pero si está muerto les va a tocar a ustedes buscar su cadáver.
El papá del año, si me lo preguntas.
Era sábado y miraba por la ventana esperando el operativo policial de cada fin de semana: «Tu Barrio Seguro». Era, como los policías, pura mamada. Básicamente, levantar a punta de putazos a morritos cricosos de las esquinas.
Limpiaba la máscara de calavera de Jordán con un cotonete: tenía sangre y tierra. Limpié diez máscaras en total y todas tenían sangre y tierra. No me daba asco y tampoco me gustaba pensar en el origen de la sangre, chica, no, como para qué. De repente vi algo raro en el cielo, un objeto volador no identificado, una bola de fuego, la envidia de Jaime Maussan, di. Pensé que me habían visto la cara de estúpida y que las gomitas de CBD que consumía sí tenían THC; dejé la máscara de calavera sobre el sillón y me asomé con ganas, como una garza estirando la cabeza por la ventana. Sí, era una bola de fuego. Vete a la verga, chica, una bruja. La bola de fuego se transformó poco a poco en un Jetta, de esos generación cuatro, color verde militar. Ya quedé en el avión de tanta mariguana, pensé. Yo, la más trastornada. El embarazo me dio un brote psicótico. No, de verdad que sí, sí, lo vi clarito, era un Jetta con dos serpientes con alas aerografiadas en los laterales, surcando el cielo del barrio de La Judas. Tocó tierra, se estacionó enfrente del mural de la virgen de Guadalupe, se levantó una puerta hacia arriba, como Lamborghini, chica, sí, chica, bien tuneado el Jetta, y de ahí se bajó una mujer. Venía toda vestida de negro, con unas trenzas africanas muy perritas. Ella icónica, la reina del barrio. La vi entrar a mi edificio y luego de cinco minutos estaba tocando a mi puerta. Un sacón de onda. Abrí la puerta y ahí estaba. Era una doña joven de treinta y tantos años, pero muy bien conservada. Tenía unas serpientes tatuadas en los brazos y los ojos color gris. Me dijo: Me llamo Medea y estoy aquí para ayudarte. La dejé pasar y se sentó en la sala.
No te voy a decir que mi embarazo fue planeado porque fue totalmente inesperado, chica. Yo la más sorprendida, pero cuando vi la prueba positiva sí se convirtió en deseado. El primer mes lo pasé terrible. Un vomitar, un desmayarme, un dormir todo el día, pero mucha ilusión. Yo estaba feliz. Pero conforme fue pasando el tiempo y no había noticias de Jordán empecé a dudar. Una parte de mí se aferraba a la idea de un bebecito, pero la realidad me superó. Hace dos meses, cuando yo tenía tres meses de embarazo y Jordán dos meses desaparecido, su mamá lo dio por muerto. No había datos de que estuviera detenido ni lesionado y era un hecho que no estaba en operativo en el cerro. Entonces su mamá empezó a buscar un cuerpo, un cadáver. En estado de negación, seguía aferrada a marcarle todos los días. Le mandaba mensajes con los ultrasonidos de nuestro bebé, un niño; le mandaba fotos de la ropita que le compraba, pura ropita bellaka. Yo, la más maternal, chica. Pero un día, mi papá llegó de visita sin avisar, quería hablar conmigo, según era tan grave que no podía hacerlo por teléfono. Me abrazó y luego me la soltó: había recibido información de varias ejecuciones a civiles desarmados por parte del Ejército. Todas habían sido «extrajudiciales», fuera de operativo, por eso no había certezas. Una de ellas fue en San Miguelito, donde Jordán estaba trabajando. No tenía más información. Me quedé en shock como diez minutos, mi papá me sacó del trance con dos cachetadas y me dijo: Entiende, verga, entiende, tu mugroso está muerto. Tienes que avisarle a su mamá para que sepa dónde buscarlo. Me advirtió que ni una palabra, que lo estaba haciendo porque, después de todo, soy su hija. ¿Cómo buscar un cadáver con un bebé creciendo en mi vientre? ¿Cómo escarbar en la tierra mientras mi útero era la tierra fértil de una nueva vida? No me sentí capaz, chica. Entonces decidí abortar.
El Teniente de Chocolate nunca ha sido ejemplo de paternidad, pero desde que empecé a salir con Jordán, se atacó. Verdaderamente no soportó. Me dio tremendo discurso de que por culpa de gente como «mi mugroso» el país estaba como estaba. Cada que tenía oportunidad me enviaba videos que jóvenes reclutados por el crimen organizado subían a TikTok, burlándose con comentarios mamones como: «Los guaraches tácticos, operativos para dar risa, carne de cañón, mano de obra barata, pollitos de colores, tres meses y están muertos. Se creyeron el corrido y los tienen tragando sopas instantáneas en el cerro, les quedan las máscaras de payaso, risa es lo que dan». A veces se ponía amable y me decía: Dile que se ponga a estudiar para que ande armado de a de veras, para que mate, pero con charola. La audacia. A veces también me terroreaba bien feo y me mandaba TikToks de grupos de sicarios cometiendo crímenes. Yo no le respondía, pero contraatacaba con videos de elementos del Ejército pasándose de verga con civiles, presumiendo armas de alto poder, la cara tapada con máscaras de calaveras y rap malandro de fondo, videos de militares grabando cómo acribillaban pollitos de colores.
Un día se pasó de verga y me mandó un video fuertísimo y me preguntó: ¿No te da asco cogerte a una lacra de ese calibre? A pesar de que Jordán no aparecía en ese video se me calentó el hocico, chica, y le escribí: Si me diera asco cogerme al Jordán, me daría también asco ser su hija. Los dos matan, los dos traen sus pinches máscaras ridículas de calaveras, los dos traen armas y pecheras. Él lo hace por su organización y usted «por la nación». Usted lo hace con charola y él por criminal, pero son la misma mierda, así que cállese a la verga.
Devoré. Y nunca me volvió a decir nada.
Y es que mentiras no le dije, y evidencia hay mucha. Si te metes al submundo del TikTok de los integrantes del Ejército y al de los malandros, es difícil distinguir quién es quién si no les ves los logos. Ambos traen armas exclusivas, ropa negra, camuflajeada o verde olivo y máscaras de calaveras o pasamontañas; presumen de su buen adiestramiento y lo chingones que son para matar. Sí, ambos dicen estar orgullosos de ser aztlanteanos, de venir de abajo. Cuentan estar bien entrenados y preparados, hablan de matar enemigos, traer tostones, cincuentones, granadas y arsenales. Presumen ser los más bravos para los topones. Artillería. Terror. Armas cortas. Armas largas. Operación cumplida. Tenerlos bien puestos, los huevos. Listos para los putazos. Adrenalina. Son amigos de la muerte. Son los más jefes, los más leones, los más duros. Defienden la bandera, defienden la organización. Patrullan el territorio. Se la rifan. Se la fletan. Cuidan territorios. Llenan de plomo a los contrarios. Bien empecherados. Son guerreros. Mente de ganadores.
Medea me pidió que me acostara en un sillón, empezó a tocar mi vientre y me dijo: Esto ya no es un aborto, es un parto prematuro. Tienes unas veintidós semanas de gestación. Me explicó que habría dolor de parto, sangrado abundante y que el feto nacería vivo pero no sobreviviría, que sería un proceso duro y doloroso tanto física como emocionalmente, pero que ella estaría conmigo. Le dije que sí, que estaba segura de mi decisión. Un día antes había donado todas las cosas de Eliot, mi bebé no nacido, en un grupo de futuras mamitas.
Medea abrió su bolsa de Carnicería La Bonita y sacó un montón de hierbas, frascos y medicamentos; caminó hacia la cocina, la seguí y me senté en un banco de la barra desayunadora. Tomó un cazo de peltre, sirvió un poco de agua, empezó a vaciar bigotes de dragón, hierba de ruda, aliento de Hades. Todo lo decía en voz alta, muy performática, muy teatral. Ella, vedette 360 grados, chica. Cantaba y bailaba mientras vaciaba no sé qué tanta cosa en el cazo. Finalmente lo puso en el fuego y empezó a cantar: Isis, Astarté, Diana, Hécate, Deméter, Kali, Inanna, una y otra vez, como poseída giraba mientras cantaba, pero era como con un tono de rap, el nuevo hit, di.
No sabía si reírme o llorar.
Todo era muy surrealista. Crecí escuchando La mano peluda y todo el folclor que hablaba de brujas que se transforman en bolas de fuego o lechuzas. En Aztlán matan un chingo de lechuzas en los ranchos porque las confunden con brujas, chica. Crecí con historias de nahuales que se convierten en perros y de chaneques que te cuidan tus terrenos; pero de pronto tener a una bruja en la sala de mi casa, sí estaba muy locochón. Me imaginé mandándole mi historia a las Morras Malditas: Vino a mi casa una bruja en su Jetta tuneado y me ayudó a abortar.
No sabía si reírme o llorar.
Ya había llorado mucho, chica. Llevaba cuatro meses llorando sin parar, vomitando de tanto llanto; rezándole a todo el panteón Yoruba, a todos los santos de las causas imposibles y a la Santa Muerte que me regresara a Jordán con vida. Prometí que lo iba a traer al buen camino, que ya no lo iba a dejar andar de malandro, bélico, alucín, como me decía el Teniente de Chocolate. Pero nadie me escuchó. Lloré días enteros sin descanso. Duré hasta cuarenta y ocho horas sin dormir, marcándole una tras otra vez. Llené la ciudad y las redes sociales con su foto. Tuve que ahogar mi grito bajo la almohada cada vez que leía en los comentarios de su ficha de desaparición, que un «santito» no se veía, que seguro andaba en malos pasos, que se lo merecía por malandro. Ya no quería vomitar, ya no quería llorar, ya no quería gritar. Quería reírme un ratito, darle un funeral de alto impacto a mi bebé no nacido y buscar el cuerpo de Jordán para sepultarlo. Quería jalarle la banda, quería hacerle una tumba mamalona del tamaño de su enorme corazón, quería mandarle hacer otro corrido. Pero ahora uno bélico, con un chingo de trompones y bajo sextos. Quería que su corrido se hiciera viral en TikTok y que todo mundo lo cantara y honrara lo que mi Jordán fue en vida. Quería luego rehacer mi vida.
Así que me reí.
Miré a Medea con una sonrisa y le dije: Estás bien cagada. ¿Te puedo decir tía?, le pregunté también. Ella me sonrió, me tomó la mano, la apretó. Tomó el cazo del fuego y lo puso frente a mí, junto con dos pastillas. Me pidió que me las tragara y tomara todo el té lentamente. Así lo hice. Mientras, me contó sobre su infancia como hija de un rey, de lo estresantes que eran las reglas para las niñas, hijas de ninfas y reyes. Y lo mucho que odiaba a los dioses, incluido su abuelo Helios. Los odiaba por entrometidos en los asuntos humanos. Cada vez que pudo, huyó de la vida familiar. Pasó casi toda su infancia y adolescencia refugiada con su tía cool, la Circe, en una isla.
La mayor parte del tiempo estaban solas, pero a veces llegaban vatos todos pendejos a vivir con ellas, chica; vatos de esos que no te sacan un perro a pasear, vatos que quieren que una les resuelva todo. Vivían en un palacio de piedra en medio del bosque, comían frutas y vegetales que Circe sembraba y hacía crecer con magia y palabras bonitas. La tía de las plantas, di. Había animalitos nativos de la isla y dos que tres marranos que anteriormente habían sido hombres, pero hicieron enojar a la tía y la tía salió perrita, chica, perrita, y los transformó en cerdos. Ella, la más vengativa. De vez en cuando la Circe se enculaba de algún gañán y terminaba resolviéndole la vida, y entonces Medea volvía a su casa y esperaba la eventual ruptura amorosa para regresar a la isla. La tía Circe le enseñó a mi tía Medea todo lo que sabe sobre hierbas mágicas, brujería, magia y amor por los chacales. Ay, no, mis tías, de puro malandro se enamoraban, de puro vato que parecía que, además del amor, te iba robar la cartera. De puro fugitivo. Sí soy, di.
La infancia de Medea me recordó a la mía. Un peregrinar, chica. Un rodar de aquí para allá, un subir y subir de clase social. Sé que el oficio de mi papá no es tan glamuroso como el de un rey, pero se parece en lo protocolario. Mi papá nunca pudo poner en orden a los soldados y cabos a su cargo pero qué tal a nosotras, su familia. Se casó con mi mamá cuando apenas se había enrolado en el Ejército. Al año, nací yo. Año 2006, hija de la guerra. Si te digo que he visto a mi papá doscientas cuatro veces en toda mi vida, me estoy arriesgando. Lo veía una vez al mes, si corríamos con suerte. A veces vivía en el Campo Militar, a veces se iba de «misión» y durábamos hasta tres meses sin verlo. Hasta los doce años viví en unidades habitacionales militares. Nunca he tenido que seguir un protocolo real, pero sí que sé de protocolos. Las unidades habitacionales son estrictas, chica. Estrictas. Una vez a la semana el encargado revisa tu casa, entra y verifica que todo esté en orden, que esté limpio, que no haya drogas, ni alcohol, ni mascotas en mal estado, ni comida chatarra. Las visitas después de las cinco de la tarde están prohibidas. Jugar en las áreas comunes después de las ocho de la noche y antes de las seis de la mañana, prohibido. Las fiestas, prohibidas. Llegar después de las once de la noche, prohibido. No tuve una infancia normal. Vivimos en tres ciudades distintas, siempre en unidades habitacionales, siempre con la ansiedad de que desvivieran al casi teniente, siempre con depresión de dejar a mis amigas. Todo esto solas, porque el Ejército da trabajo y prestaciones, pero nada de amor, comprensión y ternura.
Hasta los doce años mi vida giró en torno a las necesidades de mi padre. Mi madre, mi hermana y yo no existíamos, su prioridad era la patria, la nación. La familia era un accesorio, una carga. Nosotras nos teníamos que adaptar a su vida, a sus cambios de horario, a sus cambios de ciudad, a sus ascensos. Pero también a sus miedos, a sus traumas y a sus fobias. Mi papá fue entrenado para enfrentar amenazas nacionales, para mantener la soberanía nacional, para accionar en caso de una invasión o una guerra. Pero no para cuidar de civiles, aunque esos civiles fuéramos su familia. Jamás nos dijo hijas, nos decía cabos. Sí, cabos, porque ni a sargentos llegábamos. El Ejército le enseñó a usar armas exclusivas, a no tener miedo, a obedecer sin cuestionar. Pero no le enseñó a ser vulnerable, a quebrarse, a llorar. El Estado agarró a un chamaco pobre, moreno sin oportunidades, le prometió un sueldo «competitivo» y prestaciones superiores a las de ley, le puso un uniforme y lo deshumanizó.
Mi papá nunca estaba en casa, pero cuando estaba nos tenía una bitácora de actividades en un pizarrón: lavar los trastes, sacar nueves y dieces, aprender inglés, aprender francés, aprender italiano, aprender chino, lavar la ropa, leer tres libros en una semana, comer saludable. Y nos ponía «insignias» por cada logro que desbloqueábamos. Ni dios se atrevió a tanto, ni dios les da esas batallas a sus guerreros más jóvenes. Al inicio de que andábamos de acá para allá con él, sí lo veíamos un poco más los fines de semana. Y él tenía un control casi total de su régimen de vigilancia, obediencia y recompensa. Mi hermana y yo competíamos todo el tiempo para tener acceso a los «privilegios» que nos daba acumular más insignias: golosinas, refrescos y una habitación con cama. Ajá, dormíamos en colchones en el piso a menos que nos ganáramos dormir en camas con bases. Nunca nos pegó, pero nos decía inútiles, poco aptas, estúpidas y débiles. Mi papá no es malo, simplemente no sabe lidiar con civiles, con la vida fuera de la caja, del reglamento.
Empecé a sentir cómo la panza se movía, se ponía dura de repente. Medea me dijo que eran contracciones. Me preguntó si tenía trapos limpios y alguna tina gigante donde pudiera meterme. Saqué del clóset una alberca. La inflamos entre las dos y la acomodamos en la recámara que había asignado para Eliot. Ahora estaba totalmente vacía. Arrojó en la alberca vacía algunas hierbas y acomodó unas toallas a un lado. Regresamos a la sala, me sirvió más té y me dio más medicamento. Me frotó la panza con un ungüento para el dolor.
Afuera, en mi barrio, luces azules y rojas y un sonar de sirenas. El operativo «Tu Barrio Seguro» había comenzado. El dolor y las contracciones se hacían cada vez más frecuentes, así que, para distraerme, Medea me preguntó sobre mi vida. Le conté que mi papá era militar, me dijo que ella se enamoró del Jasón pero que terminó mal: un héroe desde su perspectiva; desde la mía, un cabrón. Explicó que los héroes y los militares son muy parecidos, son capaces de hacer cualquier estupidez para demostrar que son los más machos, los más hombres. En Aztlán se dice competir por quién la tiene más hedionda, le dije. Le dio mucha risa. Me contagió y, por primera vez en meses, pude reír con soltura, a carcajadas. Le conté que mi vida siempre giró en torno a los deseos y necesidades de mi papá. Él cuidaba a la patria, pero ese cuidado a la patria era a costillas de nosotras, su familia. El cuidado a la patria está sostenido por el sacrificio de las mujeres, la gloria de los héroes está sostenida sobre el sacrificio de las mujeres, le dije. Le confesé que a mí también me gustaban los malandros, que mi Jordán trabajaba para una organización multicrimen pero que era buena onda. No me juzgó.
Mi vida dejó de ser un sacrificio para sostener al Heroico Ejército Nacional cuando cumplí doce años. Mi mamá no quería que atravesara la pubertad y adolescencia de aquí para allá, pues entendía algo que mi papá, no, que necesitaba estructuras, no un régimen. Lo obligó a comprar la casa en el coto residencial. Lo veíamos una vez al mes, a lo mucho, pero todas fingíamos que seguíamos con su régimen militar. Mi mamá rentó la casa de al lado, la amueblamos a nuestro gusto, adornamos nuestras recámaras según nuestras personalidades, chica, yo inventadísima. Yo gótica, bellaka; mi hermana la princesa minimalista; mi mamá de señora hippie. Llenamos la alacena de golosinas, el refrigerador de refrescos y botellas de Moët para las mimosas. Y solo íbamos a la otra casa cuando mi papá venía de vacaciones y fingíamos que mantenía su poder sobre nosotras. La doña me compró un carrito Mercedes: viejito, pero Mercedes. También lo ocultábamos, lo teníamos estacionado en la cochera de nuestra segunda casa. Nosotras, chica, veníamos de abajo, de vivir en unidades habitacionales del Ejército, nos veíamos, sí, muy de colonia mugrosona, muy rascacazuelas. Éramos humildes, pero sabíamos que, si llegábamos como las chicas recién bajadas del cerro a nuestro coto, a nuestro colegio, a nuestra nueva vida clase media alta, nos iban a excluir. Así que extensiones de pestaña, uñitas arregladas bien perritas, las tres con el cabello teñido de rubio y pupilentes azules. Y la ropita bien aesthetic. Nosotras, las más güeras del condado. Nos adaptamos rápidamente. Mi mamá al mes ya era toda una señora Windstar con lentes Prada, labios inyectados y con mimosa en la mano todo el día. A mí me caían bien mis nuevas amistades, sobre todo mis amigas, porque los chicos me parecían medio pendejos, como desabridos, como muy niños bien. Por eso cuando conocí al Jordán, todo malandrón, todo chacalito, todo tatuado de su cuellito precioso, me encantó.
Además, era divertido, generoso, y se preocupaba por mis sentimientos. Me trataba como reina y yo me sentía soñada acompañándolo a repartir cartuchos de wax y gomitas de THC. De hecho, por eso lo conocí, porque mi mamá es bien loquita, le mama la mota y mi papá sí se daba cuenta. Tuvimos varios problemas por el olor cuando vivíamos en las unidades y en ocasiones nos llamaban la atención. El casi teniente nos daba unas regañadas, un sermonear, que si era mota manchada de sangre de sus compañeros y de inocentes. El casi teniente tenía un olfato que te cagas, cada que regresaba se ponía a olfatear la casa como perro y siempre terminaba haciéndola de pedo porque, según él, estaba impregnada de mota. Entonces tuve que hacerle el parito y muy perrita busqué cómo hacerle para que se pusiera bien loquita sin hacer «placa», como decía mi Jordán, sin que oliera, pues. Jordán era mi diler, bueno el diler de mi mamá. Me gustó desde que lo vi, ahí sentadito con su carita preciosa y su ropita negra plus size y su cachucha con cuernitos de diablo. Venía con el Sardis, traían unos patines eléctricos con luces led. Me encantó, pero cuando lo conocí me encantó más. Pienso que al inicio él nomás quería hacer realidad eso de traer puras morritas fresas a su Rubicón y de que bien fresita su beibi con su ropita de Bvlgari que se prende un porrito de Mari. Tener su fresita que le cuidara la merca, ya te la sabes, su Harley Quinn lista para la guerra. Lo engañé también a él. Pensó que era una niña fresita, pero lo estafé. Sí se sacó de onda cuando me vio muy adaptada en su barrio, no me temblaba guardarle las cortas, revendía en mi colegio la droga que le compraba. Yo sí hice realidad eso de ser su sicaria y ponerme bien fina, bien gata.
El dolor era insoportable, pero no dilataba. Medea me puso a caminar y después a bailar. Bailamos juntas electrocorridos y «Una gatita que le gusta el mambo».
Las contracciones incrementaron, Medea me dijo que la hora había llegado. Me pidió agua caliente para llenar la alberca. Le enseñé el truco de calentar el agua con una resistencia eléctrica directo en una cubeta, estaba maravillada. Qué clase de magia es esta, me preguntó. Electricidad, le dije. Vaciamos el agua caliente a la alberca de plástico, me desnudé, y Medea me ayudó a entrar al agua. Me senté y ella se metió al agua conmigo, me dijo: Puja. Pujé y sentí un chorro de agua y después sangre. Muchísima sangre. Medea empezó a cantar, invocando nuevamente a todas las diosas. Sentí que una fuerza sobrenatural me atravesaba el cuerpo. Pujé con fuerza y lo arrojé, arrojé a Eliot. Medea lo tomó con sus manos, lo puso sobre una toalla afuera de la alberca. Lo miré y me solté a llorar. Era de piel clara y tenía su cuerpecito cubierto de pelo. No lloró, no abrió los ojos, solo respiró un par de veces y luego murió. Medea me abrazó y me dijo que le haríamos los funerales correspondientes, pero que primero teníamos que terminar con mi proceso.
Pujé un poco más y arrojé la placenta. Sangré sin parar por cinco minutos y al ver que la hemorragia no paraba, Medea me dio unas hierbas agrias y secas y me pidió que me las comiera. Apenas tuve fuerzas. Vi pasar mi vida en cinco minutos. Desperté acostada en la sala de mi casa, envuelta en una toalla. Eliot estaba sobre la mesa, acostado sobre una toalla blanca, tenía una moneda en cada ojo y estaba rodeado por flores y velas con olor a lavanda. Todo se acabó, me dijo Medea. Miré mi celular y había decenas de llamadas perdidas de un número desconocido, el corazón se me detuvo, revisé los mensajes de texto y eran de mi papá: Paulina, hubo una emboscada contra miembros del Ejército en San Miguelito, fueron veintitrés soldados caídos, se la atribuyen a los Chiquilines. Se sabe que tienen sus chantes en La Judas, si estás escondiendo a tu mugroso, sácalo a la verga, te vas a meter en problemas. Borré los mensajes y las llamadas. Medea acariciaba a Eliot con ternura y lo ungía con un aceite de romero. Me despedí entre lágrimas: Te amo mucho, bebé, busca a tu papá y dile que lo amo y que no descansaré hasta encontrar su cuerpo. Un portazo me sacó del rito funerario, miré a la puerta, un hombre todo vestido de negro, con un cubrebocas de calavera y armado hasta los dientes me apuntó con la pistola, levanté las manos.
Detrás de la capucha encontré a mi papá. Medea lo miró, él no la miró a ella pero sí vio a Eliot sobre la mesa y dijo: ¿Qué hiciste, pendeja? Hice lo que tenía que hacer, le respondí. Dio la vuelta, gritó: ¡Aquí nada más está mi hija!, ¡retirada! Y cerró la puerta.