En Vermiglio (Italia-Francia-Bélgica, 2024), refinado film ficcional 2 de la autora total y documentalista italiana de 49 años Maura Delpero (primer film: Maternal 19; documentales largos: Señores profesores 08 y Nadea y Sveta 12), Gran Premio en Venecia 24, el patriarcal maestro canoso de pueblerinas clases únicas para niños o para adultos Cesare Graziadei (Tomaso Regio dignísimo) vive al lado de su aún atractiva mujer multiparidora-amamantadora a perpetuidad Adele (Roberta Rovelli) y rodeado de sus numerosos vástagos de todas edades, cinco brillantes hijas y dos hijos medio inútiles, en la aldea alpina de Vermiglio hacia el invierno de 1944 en plena Guerra Mundial, pero la súbita irrupción del analfabeta exsoldado siciliano Pietro Riso (Giuseppe De Domenico) que le ha salvado la vida al silencioso hijo mayor malherido Attilio Graziadei (Santiago Fondevila) parece trastornarlo todo con su calma distante, desde la escarpada casa en la colina donde se han alojado los dos combatientes desertores, pues la narizoncilla hija mayor Lucía (Martina Scrinzi) se ha enamorado de ese desarmante Pietro a quien el viejo Graziadei está enseñando a leer y escribir en su escuelita, y prácticamente la rústica chava lo obliga a casarse con ella para ofrendarle su doncellez, y cohabitan felices, ella se embaraza (compitiendo con las pérdidas de hijos y nuevos partos de su madre), mientras el anciano mentor decide que su favorita hija puberta Flavia (Anna Thaler) sea el único miembro de la familia que pueda seguir estudiando, pero la diáspora del minúsculo Vermiglio continúa, Pietro debe retornar a su natal Sicilia y su ausencia sin cartas se prolonga, hasta recibirse noticias de que ha sido acribillado a causa de su bigamia por su primera esposa siciliana Anna Pennisi (Sara Serraiocco), la infeliz Lucía cae en depresión posparto al parecer irrecuperable, hasta aceptar a su bebé y mudarse a Trento para asegurarle un futuro, por encima de cualquier originaria perturbación elemental.
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La perturbación elemental se ejerce e impone por la fuerza de un estilo liso y evidente, tranquilo y pausado, sin prisas ni sacudimientos, a través de bellísimas imágenes habitualmente plasmadas en planos únicos, cual si se tratase de una colección de viñetas de época, pletóricas en sí mismas e inmarcesibles, duras en su duración pura, y sin embargo introspectiva, merced sobre todo a la destellante fotografía esteta del veterano moscovita Mijail Krichman (tersas landas nevadas, ascéticas casas-agujero, interiores esculpidos a contraluz encandilante), la música transida de Matteo Franceschini, la edición laxa de Luca Mattei y la estructura perfecta de ese guion autoral que no retrocede ante el recurso de los diálogos infantiles rellenando oquedades anecdóticas, ante los inextricables acentos y dialectos italianos, o ante los grandes saltos por insinuaciones elípticas apenas señaladas.
La perturbación elemental moviliza como sencillos aunque inusitados apoyos expresivos el pueril escondite de la onanista-penitente hermana segunda Ada (Rachele Petrich) detrás de un armario, la fascinación filial por los mapas plegadizos que ilustran evocadoramente a Sicilia mediante naranjas y leones, los decimonónicos poemas a la gloria familiar que fungen como ejes de las lecciones alfabetizadoras, el irresistible embeleco de Las 4 estaciones de Vivaldi en el gramófono por el que ha sacrificado sus ingresos el incansablemente arrobado maestro, el fetichismo ideológico de las cartas extraviadas (aunque reaparecidas en poder de un cura) o que pueden tardar demasiado tiempo en llegar, el milenario peso de la religión tanto aglutinante comunitario como quasi milagroso sublimador sacrocotidiano, o el apego a la recóndita ternura viril de ese paterdeleznado hermano Dino (Patrick Gardner) que omnisucedáneamente sostiene la mano de su hundida hermanota Lucía.
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La perturbación elemental convoca entonces en la paradoja de la pluridimensionalidad dramática y genérica del relato, a la vez una austera saga nórdica que involucra el destino de todos y cada uno los miembros del clan Graziadei y coetáneos que erizadamente lo acompañan, una fantasía folk con reparto anual de juguetes entre antorchas por una Santa Lucía en burro y nupcias en una cumbre restallante a la mejor manera supratradicional del minimalista prodigioso georgiano Shanguelaia (Pirosmani 75), una severa pieza de posneorrealismo degenerado vuelto a regenerar (¿otra Crónica de los pobres amantes de Pratolini-Lizzani 54 mendigando sus vehementes Dos centavos de esperanza de Castellani 52), una pieza de falso documental meramente observacional pero con paso a la viveza de disciplinados niños en clase avispada o a la rareza de partos en espacios fractales o detrás de la puerta extrañante, una relectura feminista de la autoridad incuestionable del padre-patrón de los hermanos Taviani (Padre padrone 77), pero también ante todo, un repertorio-vaciadero de trayectorias vitales de jóvenes mujeres enmarcadas por las contingencias sociales de su época, aunque en ardua lucha afirmativa de la sensualidad y el deseo, como la vecina Virginia (Carlotta Gamba) que se encierra en un establo a fumar desaforadamente cigarrillos prohibidos tras quitarse la blusa para evitar que su madre la olisquee, como la repudiada hija adolescente Ada lidiando contra culpas imaginarias, o como la propia Lucía que se tiende a pernoctar con su vientre inflado en un pesebre para sentirse acompañada de las bestezuelas franciscanas, sus semejantes, sus otras hermanas.
Y la perturbación elemental se cruza sin identificarse en un parque trentino con la mismísima viuda/autoviuda Anna de su marido Pietro, y recibiendo una incógnita solidaridad de ella, en vista de que ambas han conquistado la indecible dicha de ser madres y autónomas a la vez, como de una fábula finalmente existencialista extrema, porque “Quien es auténtico, asume su responsabilidad, y es libre de ser lo que es” (Sartre).