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Princeton fue un refugio para Mario Vargas Llosa: un oasis borgesiano de bibliotecas, libros, estudiantes y profesores, muy lejos del trajín del mundo real. Fue allí donde decidió pasar varios meses de silencio y escritura después de haber perdido la campaña presidencial en 1990 y fue allí donde terminó de escribir El pez en el agua, quizá su libro más personal, un ejercicio casi freudiano de auto-análisis que intenta darle sentido al torbellino de emociones y vivencias de ese año terrible que culminó con su derrota electoral.
En Princeton Mario encontró un mundo ideal en donde podía dedicarse a leer, a escribir y a hablar de literatura con estudiantes y profesores. Y a consultar su propio archivo, que está en el fondo reservado de la Biblioteca Firestone, junto con los de Carlos Fuentes, José Donoso, Guillermo Cabera Infante, Reinaldo Arenas, Elena Garro y los de muchos otros intelectuales latinoamericanos.
Incluso antes del Nobel, Mario tenía que luchar cada vez más por encontrar espacios de concentración y de anonimato. En las calles de Madrid o de Lima no podía dar un paso sin que lo abordaran sus admiradores y uno que otro detractor. En el campus de Princeton era un profesor más y podía usar la biblioteca, almorzar en la cafetería, pasearse por el campus como cualquier otro académico. Nadie lo reconocía y si lo reconocían no lo abordaban. Además, allí estaban sus amigos escritores: el poeta irlandés Paul Muldoon, la novelista Joyce Carol Oates, el pícaro Edmund White.
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En el otoño de 2010, Mario había venido a pasar un semestre en Princeton y estaba impartiendo un seminario sobre la obra de Borges. Le interesaba leer sus cuentos con ojo de escritor y analizar las técnicas literarias que le permitían crear todo un mundo en dos o tres páginas. Lo acompañaba todas las semanas un grupo de quince estudiantes de literatura, todos muy jovencitos — el mayor no tendría 20 años — que seguían sus clases con gran entusiasmo. “Son excelentes — me dijo un día Mario — y han visto cosas de Borges en las que nunca había pensado”.
El semestre avanzaba con su ritmo pausado y un día, a las cinco y media de la mañana, me despertó el teléfono: una funcionaria de la universidad me hablaba atropelladamente sobre una ceremonia y la organización de algo que no alcanzaba bien a entender, hasta que pronunció dos palabras — “premio Nobel” — y luego el nombre de Mario. Colgué y fui corriendo a la Calle 57. Mario y Patricia estaban viviendo en una torre de apartamentos cerca de Central Park, en Nueva York, desde donde él hacia su commute, como muchos otros profesores, al campus universitario. Cuando llegué al edificio me topé con una muchedumbre: periodistas, camarógrafos, curiosos, peruanos y latinoamericanos. Logré abrirme camino entre los centenares de personas que se habían congregado en la acera de la Calle 57 y por fin pude hablar con el portero y subir al apartamento.
Allí me encontré una escena delirante: cámaras de televisión, micrófonos, reporteros que anunciaban “tres, dos, uno, estamos al aire”; periodistas con libretas y grabadoras que decían “Don Mario, una pregunta más”. Sonaba el teléfono fijo, sonaba el interfón, sonaban los celulares de los periodistas y todo era una cacofonía: la música del Premio Nobel.
En un momento de calma, Mario me contó que ese día se había despertado muy temprano, como de costumbre, para leer. A las cinco de la mañana sonó el teléfono y Patricia respondió. Se le acercó con el auricular en las manos, pálida, sin poder hablar. “Lo primero que pensé fue: una mala noticia… una muerte en la familia”. Mario atendió la llamada y una voz lejana le explicó que le llamaban de la Academia Sueca, que había ganado el Premio Nobel de Literatura, que lo felicitaban, que en cinco minutos harían pública la noticia. “Si desea usted que hacer una llamada personal o quiere hablar con un familiar, hágalo ahora. Después todas las líneas quedarán saturadas”.
Mario colgó y se sentó en el sofá, contemplando la vista de los rascacielos de Nueva York y pensó en muchas cosas: en su infancia, en sus inicios como reportero a los quince años, en su primer viaje a París, en las dudas que lo atormentaban — ¿lograría dedicarse a la literatura? —, en las desilusiones y depresiones que había sufrido, pero también en las alegrías y en los libros y en los viajes y en Patricia y en sus hijos y se preguntó en qué momento se había convertido, de verdad, en un escritor, y en eso pensaba cuando sonó el teléfono y después tocaron a la puerta y vibró el Interfón y se apareció el primer periodista y empezó ese tumulto que duraría años y que tampoco se sabe cuándo terminó.
La tormenta llegó a Princeton también: la pequeña oficina de nuestro programa se vio invadida por periodistas y curiosos. Cuando Mario entró al salón donde impartía su seminario — sus estudiantes le habían preparado un pastel —, lo encontró invadido por cámaras de televisión. “Don Mario, cuénteles a los espectadores cómo es una clase suya”. Empezaron a llegar decenas, luego cientos de sobres y el cartero de la universidad tuvo que conseguir un carrito para transportar la correspondencia que llegaba de todas partes del mundo. El fax — ¡aún existían los faxes! — no dejaba de escupir hojas.
Muchas de las cartas consistían en pedidos descabellados. Un día Mario me mostró una. “Mira esto”, me decía mientras soltaba una carcajada. El sobre venía dirigido a “Mario Vargas Llosa, Premio Nobel, Princeton” y así había llegado hasta la oficina del programa. “Es un ayacuchano, que me felicita por el Nobel, y me cuenta que es propietario de una fábrica de helados que heredó de su padre. Me aconseja que invierta el dinero del Nobel en su empresa para que en cinco años multiplique mi capital por tres.” En otra carta, enviada desde la India, el remitente contaba que necesitaba una operación del estómago y le pedía a Mario que tuviera la bondad de financiarle el tratamiento.
Mario se divertía mucho con la lectura de esos pedidos descabellados y pasaba un buen rato en su despacho abriendo los sobres con timbres de todas partes del mundo. Desde allí se escuchaba su risa y a veces llamaba a la secretaria: “Rose, mira esto”. Recuerdo haber pensado que aquella correspondencia extraña daría para una novela.
Como consecuencia del Nobel, Mario perdió el anonimato que tanto disfrutaba en Princeton. Una de las cosas que más le gustaban era pasar toda la tarde en la biblioteca y luego ir a cenar algo ligero, él solo, en Teresa’s, un restaurancito junto al campus. A veces llevaba un libro; otras una libreta. Y pasaba una hora comiendo en silencio, mirando a los estudiantes y profesores pasar por la calle, imaginándose las conversaciones que sostenían los otros comensales.
Pero eso se acabó con el anuncio del Nobel. Cuando Mario volvió a Teresa’s con su libreta, se aparecieron junto a su mesa los cocineros y los camareros. “Yo soy peruano”, decía uno. “Yo de Guatemala pero lo vi en la tele”, añadía otro. Mario conversaba con todos pero nunca más pudo volver a cenar en soledad. “Permítame decirle que usted ha puesto el nombre de los latinoamericanos en alto, es un gran honor hablar con usted, don Mario”, declamaban, conmovidos, sus paisanos. Nunca antes había imaginado que tantos peruanos vivieran o trabajaran en Princeton.
El semestre siguió su curso y todos — estudiantes, profesores, la secretaria del programa — nos adaptamos a ese nuevo ritmo estrepitoso y aprendimos a lidiar con los curiosos y pedigüeños que se aparecían en Princeton buscando a Nobel. Llegó diciembre y se acabaron las clases y Mario y Patricia volaron a Estocolmo para la ceremonia del Nobel.
Después de la partida de Mario, llegaban cada vez menos cartas, faxes y cazadores de autógrafos hasta que, casi sin darnos cuenta, volvimos a la normalidad, aunque nos quedó a todos un vacío. El vacío del Nobel, el vacío de Mario.
Ahora, cuando me encuentro comiendo solo en un café o leyendo en la biblioteca, pienso que ese espacio de anonimato y concentración es un lujo, algo que Mario encontró en Princeton y que después del Nobel le costó cada vez más esfuerzo recrear. En la vida todo tiene sus bemoles, hasta el premio más prestigioso del mundo.