Tenido por poca cosa por los historiadores del arte moderno en su calidad, solamente, de primera vanguardia y apestado por la contribución al fascismo de Filippo Tommaso Marinetti (1876–1944), su fundador, el futurismo es mucho más importante de lo que los interesados solemos admitir, como cuenta Maurizio Serra en Marinetti et la révolution futuriste (2008), recientemente traducido al español. Digamos que al confluir con el fascismo –no todos los futuristas fueron fascistas y Marinetti adujo que el fascismo se volvió futurista y no al revés– aquellos primeros vanguardistas italianos, perdieron los privilegios de su evidente progenitura –el Manifiesto futurista apareció en 1909– sobre el cubismo, Dadá, el ultraísmo, el surrealismo y tantas otras tendencias, modos y aspiraciones.

 Y no sólo eso. El siglo XX fue futurista: no se necesita llegar a J.G. Ballard para confirmar que la imagen del choque de un automóvil se identifica más que ninguna otra con la centuria pasada y su –hoy lo sabemos– desgraciado amor por la fuerza, la velocidad y el propio futuro. Curiosamente, entre los primeros en condenar al futurismo, además de los burgueses asustados adrede por su pasión por las bofetadas, estuvieron los marxistas.

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 A Trotski –el futurismo acabó por ser más ruso que italiano y durante los años veinte, bolchevizante– le pareció curioso que fuesen ultramodernos los escritores de países tan atrasados como Italia y Rusia. Debió simpatizar con esa “revolución permanente” en el arte, pero no lo hizo, y a Antonio Gramsci, quien en todo se fijaba, definió a los futuristas como “un grupo de colegiales que escaparon de un colegio de jesuitas, hicieron un poco de algaraza en el bosque vecino y fueron reconducidos bajo la féruja de un guardia campestre”.

 Serra –más tarde biógrafo de un maestro de Marinetti, Gabrielle D’Annunzio y de uno de sus discípulos, Curzio Malaparte– dice que la personalidad un tanto empresarial del fundador del futurismo no lo ayudó mucho como escritor. Fue un poeta bastante malo porque nunca dejó de ser un declamador de provincias, pero siendo un organizador concienzudo y generoso, careció del mal genio del jefe de secta, al estilo de André Breton, y contrataba y descontrataba futuristas, sin anatemas de por medio, como puede leerse en los testimonios recogidos en Marinetti entre los futuristas (1978).

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 Compartió cárcel y camorra con Benito Mussolini, quien, si a D’Annunzio “lo sepultó en oro como a una muela podrida”, a Marinetti lo hizo ingresar en la Academia de las Letras, para escándalo de viejos y nuevos vanguardistas. El Duce toleró el “arte degenerado” y permitió, con olfato político, un fascismo neoclásico e imperial, y otro provocador, elitista y minoritario. Los antiguos futuristas, que combatieron con él, tenían derecho a faltarle el respeto. Alguna vez Mussolini acompañó a Marinetti a una exposición de Giorgio Morandi, famoso por pintar botellas y le preguntó al futurista por qué ese amigo suyo no se había dedicado, más bien, al oficio de tabernero.

 Más que en literatura, lo mejor del futurismo quedó en las artes, con un genio como Umberto Boccioni (1882–1916), autor también de una Estética y arte futuristas, por mucho la mejor de las poéticas dejadas por esa vanguardia, donde también destacó el arquitecto Antonio Sant’Elia. Fue el proyectista del futurismo y cayó en la Gran Guerra, como Boccioni.

 Ateo, anticlerical y a su manera feminista (odiaba en la mujer a la esposa e idolatraba a la amazona del porvenir), hasta su muerte, tras participar como voluntario italiano en el frente oriental, del cual regresó moribundo, Marinetti se había ganado su derecho a incomodar al régimen: condenó el concordato con el Vaticano lo mismo que las leyes antisemitas de 1938, sin renunciar jamás al carácter revolucionario del futurismo, su odio al pasado y en cuanto a hacer de la guerra “la higiene del mundo”, el Duce, al cual respaldó hasta en la farsa de la República de Salò, no le quedó mal. Murió Marinetti sin conocer el desenlace. Dice Serra que la germanofobia de los futuristas fue una incoherencia: si un país era hipermoderno en 1914 ese era el tecnificado Reich, reino, creían, del automatismo.

 Y en Marinetti et la révolution futuriste, el historiador italo–francés (nacido en Londres escribe en ambas lenguas) afirma que no fue una casualidad que los manifiestos futuristas fueran contemporáneos de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, quien murió en 1936 aterrado ante el nacionalsocialismo. Marinetti, sin saberlo, estaba más cerca de Lenin cuando definió un tanto esquemáticamente a su nueva sociedad como la electricidad más el poder de los Soviets.

 Marinetti ilustra el camino de las vanguardias que se bifurcan: la política se deja estetizar por el arte y éste renuncia a su propia e imposible revolución, quedando la vanguardia (eso pensaba Gramsci y con él muchos otros) en una nueva versión del romanticismo. Como Stendhal un siglo atrás, Marinetti creía que, en el arte, lo romántico primero, y lo vanguardista después, eran resultado de una actitud ahistórica y diacrónica. Si todo arte es, en su esencia, futurista al luchar contra los prejuicios de su tiempo, volvemos a la primera casilla.

 El elogio de la Gran Guerra en las narraciones de Marinetti es tan escandaloso y brutal como los panfletos antisemitas de Louis–Ferdinand Céline, escritos veinte años después, pero a Marinetti lo salva del oprobio la naturaleza, digamos que conceptual, de sus escritos. No odia a nadie en particular, sino festeja, el futurista italiano, que esa nueva clase de guerra abolirá la noción tradicional de la historia. No le indignaba, en efecto, como al anticuado Charles Maurras, que los cañonazos alemanes desfigurasen la catedral de Reims porque toda obra de arte –dice Serra– es por excelencia un chantaje de la tradición contra la modernidad.

 El pintor Boccioni, más articulado y radical que Marinetti, condenaba a todos los héroes y heroínas de Richard Wagner, a Paolo y Francesca en Dante, a Cristo junto a Juana de Arco, a Wotan, a Prometeo y hasta al mismísimo Lucifer. Dioses, personajes y demonios que le parecían unos “violadores montaraces y unos libertinos libidinosos, pederastas activos o pasivos e incestuosos de la mitología y la leyenda. ¡Asco! ¿Sabéis qué le provocan todos ellos al futurista? ¡Vómito!”

 Boccioni exigía a todos aquellos necrófilos que iban a la búsqueda del “país del arte” en Italia, que se largaran para no volver. Queda por saber si Marinetti, habitante de una casa romana decorada al exquisito gusto de sus odiados simbolistas y quien más de una vez fue sorprendido tarareando arias de Giuseppe Verdi, compartía, en el fondo, ese ardor iconoclasta. Su ansiedad de italianizarse era un tanto postiza porque nació en El Cairo, hijo de un gran abogado italiano, egresado de un colegio jesuita (de allí la broma de Gramsci) y presumía de haber tenido a una negra sudanesa como nodriza, orgullo incompatible con el racismo en vigor.

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