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Hay títulos operísticos que, se dice, tienen o traen mala suerte. Que tienen “mal fario”. La más conocida de todas es Macbeth, al grado de que pocos se atreven a referirse a ella por su nombre. La Fuerza del Destino, también de Verdi, es otra, y considerando todas las vicisitudes que debieron pasar para poder llevarla a escena el fin de semana pasado los integrantes del México Opera Studio (MOS), me atrevería a decir que, al menos en Monterrey, Manon, de Massenet, se ganó a pulso el también ser considerada como tal. Les cuento:
De entrada, este ambicioso título, programado para celebrar los cinco años de la creación del MOS, había sido anunciado para presentarse a finales de junio. Lamentablemente, a la inundación del Teatro de la Ciudad, propiciada por la tormenta tropical Alberto, debimos su postergación hasta este mes de noviembre, y ya cuando estaban en la recta final, la epidemia de dengue que asola la entidad y tiró en el hospital a varios miembros del coro, además de al Maestro Alejandro Miyaki, concertador y director musical del MOS y a Kathia Alejandra, soprano que encabezó la función de este sábado 14, puso a temblar a la producción.
A 140 años de su estreno en la Opéra Comique de Paris, fue un gozo escuchar este título que tenía tantos años de no montarse en nuestro país, y he de admitir que, pese a los breves cortes que se hicieron en esta producción regia, se realizaron con tal inteligencia que no dejaron cabos sueltos en la historia, lo cual no quiere decir que no haya habido más de un “detallito” a tomarse en cuenta.
De entrada, es destacable que se trata de una producción realizada por un Estudio de Ópera que, en un lustro, ha realizado más de quince títulos, con especial énfasis en la ópera mexicana, y cuyo nivel muchas veces ha superado artísticamente los montajes que se presentan en otras partes del país, empezando por la Ópera de Bellas Artes, cuyas puestas “profesionales” cometidas en la Sala Principal del Blanquito durante la última administración, dejaron tanto que desear.
A quienes han pretendido minimizar los resultados del MOS, señalando que, “lo que pasa, es que en Monterrey les sobra la lana” he de decirles que, en este mismo período, en que “la lana” faltó más que nunca a nivel federal para el sector cultura, lo que distinguió al MOS fue que, tan pronto fue echado a andar, su Consejo Directivo respondió con rapidez a los tropiezos que se tienen en todo inicio: Maestro que no daba el ancho –porque no es lo mismo ser un gran artista que tener aptitudes pedagógicas… o la paciencia necesaria para compartir sus conocimientos-, Maestro al que le daban las gracias de inmediato.
Todavía más importante: dieron muestra de una refinada sensibilidad para elegir becarios con las características vocales idóneas para llevar a cabo los títulos que tenían en mente, lo cual no es cosa menor. Ya ven cuántas veces hemos padecido “miscastings” en la Ópera de Bellas Artes, no por ignorancia de quienes la dirigen, sino por el afán de estos de quedar bien con alguna agencia. ¿Habría moche de por medio?
Para esta Manon, el regista Rennier Piñero y Alejandro Miyaki convocaron a algunos egresados del MOS para redondear un elenco que, entre otros cantantes, encomendaron a Isaac Herrera como Lescaut, Juan Carlos Villalobos, un bajo-barítono que a pesar de su juventud abordó con gran solvencia el rol de Le Comte Des Grieux, el tenor Jaquez Reyes, quien sacó un inmenso provecho actoral al detestable personaje de Guillot de Morfontaine y el barítono potosino José Manuel Caro, como Monsieur de Brétigny.
Las sopranos Belén Marín y Zyanya Domínguez alternaron como Pousette; Daniela Cortés y Mayela Yépiz, como Rosette, quienes con la mezzo Mayela López como Javotte, conformaron al trío de amigas de Morfontaine, que, dado el trazo y la gestualidad que les fue marcado, ¡vaya que me recordaron a The Supremes!, particularmente durante su simpática intervención en la escena del juego de cartas del cuarto acto.
Asistí a un par de las tres funciones realizadas: el sábado 23 escuché a Osvaldo Martínez y Kathia Alejandra como la pareja protagonista. Eduardo Niave y Carolina Herrera fueron la del domingo, y aunque los cuatro cumplieron cabalmente, me habría encantado escuchar una función en que la vehemente Kathia alternara con ese espléndido Des Grieux que fue Niave.
Musical y actoralmente, no tengo quejas: Miyaki acompañó cuidadosamente a sus cantantes y logró de la Orquesta Sinfónica y del Coro del MOS un sonido redondo, pleno de dinámicas y sutilezas que enmarcaron de manera ideal este “telenovelón” que es la puesta en música realizada por Massenet del libreto que Meilhac y Guille desarrollaron con base en la novela de Prévost, imaginativamente escenificado por Piñero, quien lo ilustró con gran riqueza de recursos. Particularmente bien logradas estuvieron sus escenas “en cámara lenta” y el apasionado encuentro entre Manon y Des Grieux en la iglesia, sin embargo, ¿cuál fue el gran “pero” de este montaje, que no me terminó de convencer?
Indudablemente, la escenografía. Un horrendo armatoste con ocho brazos curvos realizados con varillas soldadas, que aunque no faltó un alma condescendiente que llegó a visualizarla como la base deconstruida de la Torre Eiffel, a mí me hacía pensar en un gigantesco pulpo que, además de distraer visualmente y no venir al caso, asfixiaba el desarrollo de la trama. Si acaso, medio funcionó en la escena de la iglesia, donde transcurre el cuadro final del tercer acto, presentado aquí como cuarto acto. No fue el único detallito visual que restó mérito a lo escuchado: Adieu, notre petite tablefue inmejorablemente cantada por Carolina Herrera, pero, ver que la mentada mesita parecía sacada de casa de Los Picapiedra, fue de risa loca.
Haciendo un esfuerzo de abstracción para borrar la imagen de tanto fierro, me quedo con el dramatismo logrado durante la escena final del cuarto acto, con el desgarrador dúo final logrado por ambas parejas y con la gloriosa interpretación que realizó Kathia Alejandra de Obéïssons quand leur voix apelle, pero, sobre todo, con la gratitud hacia el ingeniero Alejandro Pérez Elizondo, fundador, alma y apasionado motor de este paradigmático proyecto que es el MOS.
Dice la Biblia que “por sus frutos los conoceréis”, y basta ver cómo se pelean en distintos teatros del mundo a los becarios que egresan del MOS para aquilatar la amplitud de miras de Don Alejandro, quien, al término de la función dominical, hizo público que cedía la estafeta al licenciado Jorge Vázquez González, que lo comprometió a no hacerse a un lado y seguir asesorándolos, pues deja unos “zapatos muy grandes para nosotros.”
¡Y vaya de qué talla! Gracias a seres humanos extraordinarios como él, tan apasionado, sensible, generoso y visionario al apostar por la Cultura, que es lo mejor que tenemos, México sigue siendo grande, a pesar de los esfuerzos oficiales por mantener al pueblo ignorante y sometido.