La abuela tuvo el mal tino de morirse en el cumpleaños de su única hija. Era uno de esos días de calor inmundo justo antes de la temporada de lluvias, cuando la ciudad no se parece a sí misma: a los árboles se les nota menguados, en las jardineras brotan hierbas amarillentas y se mueren las plantas que crecen en las fisuras del asfalto. La ciudad se parece a sí misma, decidió Ele, sólo durante las lluvias, especialmente en esos aguaceros de las cinco de la tarde que empapan transeúntes y desmadran el tráfico, especialmente después de esos aguaceros, cuando el mundo despejado refulge a su pesar, cada hoja verde y limpia y como recién creada, cada cable brillante y negro, la calle casi vuelta espejo y el olor del asfalto húmedo. Antes de la lluvia, la ciudad pesa menos, es como un recuerdo borroneado, difuso, cubierto por una tenue capa de polvo.
El día del cumpleaños de su madre y de la muerte de su abuela, Ele salió a conseguir las velas para el pastel de chocolate del Costco que compraban cada año. A pesar del calor. Caminó siempre del lado de la sombra. Cuando volvió, la casa estaba transformada. Su madre había cerrado las cortinas del cuarto de la abuela para que no entrara el insidioso sol de media tarde y Ele, en el umbral, tardó un rato en acostumbrar sus ojos a la oscuridad. El cuarto parecía habitado sólo por la voz de su madre, vuelve, mamá, vuelve y el olor penetrante a medicamen tos se intensificaba por el calor. Poco a poco emergieron, como de un agua oscura, los movimientos, los cuerpos. Ele aún tenía las velas del pastel en la mano. Pasaron muchas horas. Pasaron meses y años. Ella guarda todavía, en su casa, esas velas. Como si no se hubiera cumplido ese cumpleaños, como si su madre, a partir de la muerte de la abuela, hubiera dejado de avanzar en el tiempo o su nacimiento se hubiera anulado del todo.
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Ele se convirtió en una coleccionista de ruinas. Los domingos por la tarde salía a caminar por la ciudad después de la lluvia, deteniéndose frente a casas a punto de desplomarse, edificios a medio derruir, terrenos arrasa dos. Les tomaba fotos y se las mandaba a Perla, su mamá. Era un juego. O algo parecido.
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El día en que su madre desapareció, Ele le había enviado una foto de la casona sobre Cozumel. Venida abajo casi por completo, conservaba intacta sólo su fachada espléndida, que parecía mantenerse en pie gracias a un improbable acto de equilibrismo. La luz del atardecer la volvía dorada y dibujaba sobre ella la sombra de un árbol. A través de sus ventanas abiertas, que de milagro retenían sus marcos blancos, se veía directamente un cielo azul oscuro, crepuscular. A Ele le extrañó que su madre, atenta hasta la compulsión a su WhatsApp, no abriera el mensaje, pero no pensó demasiado en ello.
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Cuando era niña, vivían frente a una casa abandonada: una construcción de los años cuarenta cuya reja, barroca y floral, estaba oxidada por completo. Siempre que caminaban de ese lado de la calle, Ele se asomaba con curiosidad mientras repasaba los bucles de la herrería con el índice, que quedaba manchado de un color ocre, similar a la sangre. Un domingo, su mamá notó que la puerta de metal no estaba cerrada con llave y la miró con media sonrisa.
Cuando la miraba así, era como si fueran hermanas. La ilusión duraba poco, pero hacía a la niña inmensamente feliz. Una vez dentro, recorrieron el patio, observaron la hierba que crecía entre los bloques de concreto y se asomaron al charco formado en una esquina, amplio como un lago, donde se reflejaban las nubes. Ele rompió el cielo con sus botas para la lluvia. Luego se acercaron a la puerta principal, cuya madera se había hinchado tanto por los ciclos anuales de tormentas y sequías que la cerradura estaba botada. Así que entraron. Las recibió primero ese olor vivo a madera empapada y luego la sala, vacía con excepción de unas pilas de periódico en una esquina, un montón de basura junto a la ventana y fragmentos de un espejo roto esparcidos por el piso, que reflejaban por trozos a la niña y a la mujer. Un ojo, una mano, el cabello, la rodilla. Sus cuerpos atomizados. Entonces las recorrió un hedor a podrido y otro más bajo y punzante, algo que no sabían reconocer pero que no era bueno. Años después, Ele pensaría que no fueron sólo ellas quienes entraron en la casa sino que ésta, a su vez, entró en ellas.
—Aquí huele a epilepsia —dijo su mamá mientras tomaba la mano pequeña y pegajosa de su hija—. Vámonos.
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La abuela Cecilia tuvo epilepsia, del tipo que en francés llaman grand mal. A Ele siempre le horrorizó y le fascinó a la vez ese nombre tan amplio. ¿Cómo se siente no sólo padecer el mal, sino que se trate de un mal enorme, abstracto? La abuela decía que no se sentía nada. Puro vacío. ¿Negro? No, ni siquiera negro, porque el negro está demasiado lleno de sí mismo. ¿Blanco? No, demasiado brillante. Antes de un episodio, la abuela tenía extrañas alucinaciones olfativas.
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Huele al corcho de una botella de vino.
Huele a pestañas quemadas.
Huele al cuero cabelludo de mi tío Magdaleno.
Huele a la madera de un lápiz al que le acaban de sacar punta.
Huele al óxido que crece en las orillas de un espejo.
Huele al agua podrida de un florero de tumba.
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Cuando empezaba con eso, la recostaban sobre la cama o la alfombra y le colocaban un cojín bajo la cabeza. Luego era cuestión de esperar. Perla sostenía su frente mientras la abuela se zarandeaba como si quisiera escapar de su propio cuerpo. Ya casi, mamá, ya casi. A Ele le parecía curioso que su mamá llamara a la suya siempre por su nombre, Cecilia, y sólo le dijera mamá cuando no podía escucharla.
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Aunque nunca regresaron a esa casa abandonada, su amor por las ruinas se convirtió en un terreno familiar al que podían volver cuando había problemas entre ellas.
Quizá por eso, después de que murió la abuela y Ele, harta de pelear con su madre, se fue de la casa para siempre, adquirió la costumbre de fotografiar casas abandonadas y mandarle las imágenes por mensaje. Ruinas como bande ras blancas en la batalla.
Perfekt
Entro al cuarto de mamá. Es oscuro como una tumba y tiene tres ventanas alargadas y angostas, tres ranuras pegadas al techo por donde se cuela una luz tenue y sucia. Mamá está sentada en la cómoda blanca, frente al espejo. Se coloca en el pelo, casi rojo de tan castaño, unos rulos calientes. Reconozco ese olor áspero de cabello quemado y puedo ver el vapor que se levanta en torno a su cabeza como un velo que cae hacia arriba. Me siento a su lado y observo sus manos pequeñas sostener un rulo de los extremos y colocarlo en un mechón desobediente. Intento tocarlo, liso y suave ahora, del color de la sangre en la penumbra. No me toques, me dice, me vas a descomponer. Las pestañas postizas esperan en su estuche como dos insectos de muchas patas.
La primera vez que Ele escuchó el teléfono, no contestó. Odiaba las llamadas. Dejó que el timbre del aparato temblara en el aire hasta extinguirse. Más tarde habría de preguntarse, en un arranque de superstición poco característico, si el mensaje hubiera sido distinto de haber contestado la primera vez. Un ejecutivo intentando venderle una tarjeta de crédito. Una tía lejana felicitándola por su santo. O su mamá en persona, su voz áspera, rogándole que no olvidara dejarle un balde de agua limpia a los gatos que vivían en el estacionamiento público al lado de su departamento.
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Una hora más tarde volvió a insistir el teléfono. Esta vez, el sonido rugoso la trajo de vuelta al mundo, cada timbre alumbró como una linterna de cansada luz amarilla las distintas partes del departamento. Aquí, cajas desordenadas y abiertas, con el nombre de ella escrito; aquí, en esa esquina, las otras cajas, marcadas con el nombre de él (Mateo) en la letra de ella; aquí, el piso pelado, sin muebles ni alfombra; aquí, una cafetera eléctrica sobre una máquina de coser Singer; aquí, la pecera vacía contra la pared y, junto, el viejo escritorio de la abuela, su superficie marcada por las órbitas tenues de infinitas tazas de café o quizá la misma, colocada una y otra vez durante años hasta crear un sistema solar excéntrico, desordenado. Sobre él, montañas de papeles diversos, un lápiz sin punta, libros abiertos bocabajo y una computadora de teclas desgastadas. Sentada al escritorio estaba Ele, en el centro de todo pero lejos, como una astronauta que se sostiene a su nave y a su mundo por un único cable umbilical.
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Esta vez contestó. Se levantó de su escritorio para alcanzar el teléfono, colocado sobre el piso en una de las esquinas del cuarto. Llevaba todo el día sin hablar y tuvo que rescatar su voz, dormida en las profundidades de su estómago, y jalarla de vuelta hasta su cuello. ¿Bueno? Palabra tan vacía. Del otro lado de la línea reconoció a Jeni, la novia de su madre. Al principio, sorprendida por recibir esa llamada, la atribuyó al cumpleaños de Perla, que era dentro de un par de días. Quizá su novia quería celebrarla de alguna manera inesperada...