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Ricardo Hinojosa Lizárraga
Periodista
@santoschilcano
“Hace treinta años que tengo este barcito en Quilca y, como puede suponer, aquí lo he visto todo”. La frase es de Don Tito, propietario del bar que será escenario principal de La lealtad de los caníbales. Desde su barra ha visto caer una dictadura y volver a ser erigida, pero de otro modo. Ha visto derrumbarse el poder, negociarlo, reconstruirlo, alterarlo. Ha visto la alegría y la muerte. En sus mesas transcurren la capital y el país. Por eso, es uno de los personajes principales de una colmena –como el mismo autor la llama, en tributo nada velado a Camilo José Cela- que incluye a policías corruptos, sacerdotes con oscuros secretos, exiliadas que temen por su vida, mujeres que sueñan con ratas o camareros que anhelan venganza. En este lugar se reinventa la célebre frase de Abraham Valdelomar sobre el Palais Concert y el Jirón de la Unión: en La lealtad de los caníbales el Perú es Lima, Lima es el jirón Quilca y el jirón Quilca es el bar de Don Tito. El centenario Queirolo, para mayores señas, pero con un nombre ficticio que lo libere un poco de realidad y lo deje volar bajo los designios de la literatura, en un fresco que transmite con estremecedora realidad la aspereza urbana del Perú de hoy, ante una crisis política que lleva ya ocho años y que parece la infección de una herida mal curada al final de los noventa.
“Cuando la novela ya me tiene agarrado, mi vida es la novela”, revela Diego Trelles Paz en un momento de nuestra conversación. Para mí es el atardecer en Lima, para él, casi medianoche en París, donde vive desde hace casi 25 años, pero con visitas periódicas al Perú, como para que el viento fresco del Pacífico que lo baña de país y de presente no cese su efecto: vive siempre pendiente de las noticias, mientras pasa sus días en familia y trabajando como profesor de español en un liceo parisino. Trelles fue finalista del premio Rómulo Gallegos por Bioy, la primera parte de la mencionada trilogía que cierra con este nuevo libro. “A mí las novelas me cuestan mucho, lo doy todo” nos dice, antes de hablarnos al detalle del particular purgatorio al que le ha dado vida.
En La lealtad de los caníbales hay corrupción policial, un ambiente político tenso, pedofilia clerical, violencia a varios niveles en un país que sigue sucediendo mientras se carcome por dentro. ¿La lealtad de los caníbales habla del Perú de hoy o del Perú de siempre?
Si hablamos en términos de corrupción es una cosa endémica que arrastraremos por mucho tiempo. La novela la hice en el 2022, así que, lamentablemente, cuando la he publicado y ha llegado al Perú tenía más vigencia que entonces. En el Perú no solo hay una profunda decepción de los ciudadanos, sino una impotencia general enorme. Creo que la idea del canibalismo cala perfectamente con lo que está pasando. Es un país que está yendo cada vez más bajo, que es ingobernable porque estamos en una dictadura parlamentaria responsable de todas las cosas que tú conoces. Es un grupo pequeño de personas que está cambiando la constitución a su antojo para perpetuarse en el poder sin permitir que el resto de la población tenga una participación en eso. Lo más terrible es que han anulado a punta de balazos un derecho ciudadano que es el de la manifestación, el de la protesta, el del desacuerdo. Y por eso y muchas otras cosas la gente no está saliendo a marchar, porque tiene miedo. Este es el Perú en el que se ha ido formando el proyecto fujimorista que llegó a nuestras vidas para arruinarlas y que hoy ha recobrado fuerza. En un momento en el que la extrema derecha vive un auge en todo el mundo, el fujimorismo se asume como lo que es, como lo que siempre fue. Hoy parece que todas las instituciones están tomadas por ellos. Y esto lo dicen varios personajes a lo largo de la novela. Me parece muy triste, porque no solo estamos acostumbrados a la corrupción, sino también a la violencia y a gobernar con ella.
¿Puede decirse, metafóricamente, claro, que vivimos en tiempos antropófagos?
Sí, pues. Hay que pensar lo que los políticos les han hecho a las personas. Alan García llamó despectivamente “ciudadanos de segunda clase” a los que siempre fueron relegados, acentuando esa postergación. Pero ahora, incluso los que nunca se sintieron así, porque se creían parte de algo, se dan cuenta de la importancia de ver cómo tiran abajo toda la institucionalidad en el Perú. Son castas de empresarios y narcos a los que parece no haber manera de combatir legalmente. No sabemos ya dónde quedó la Marca Perú o la idea de país modelo dentro del mundo neoliberal. Creo que eso se lo tumba el Covid, ya que fuimos los más afectados en el mundo. Una deshonra que fue a la vez una manera muy dura de quitarnos la venda de los ojos. Creo que somos antropófagos, de alguna manera, obligados. Hay una parte de la novela en la que un personaje, una colombiana, se pregunta qué queda de gente que no tiene agua potable, seguridad, a la que le roban todo el tiempo, con políticos que hacen promesas eternas que nunca cumplen ante demandas que son colectivas. O se quedan fuera o se montan a la ola de un capitalismo salvaje, la idea latente de que uno tiene que trepar encima del otro para llegar a algo. Porque, ¿Qué es menos solidario que hacerse el loco ante más de 50 muertos? Yo hablo con gente aquí en Europa y no pueden concebir que el gobierno haya matado a 50 personas y no pase nada.
Sé que Latinoamérica, y específicamente el Perú, alimenta diariamente la ficción, no solo desde sus sucesos cotidianos, sino desde el actuar de nuestros políticos. Dentro de todo lo que hemos hablado, ¿Cuál fue el detonante para escribir esta novela?
Como sabes, esta novela forma parte de una trilogía que empecé el 2008 con Bioy, que se publicó el 2012 tras ser rechazada tres veces en España a causa de su violencia. Felizmente ganó un premio y salió. Entonces, yo sabía que quería terminarla en el presente. Si te das cuenta, en la novela no hay un presente. La cronología se ve por los sucesos que se van nombrando, que a veces son medio difusos. Yo quería que fuera así, no tan preciso, porque mi idea era abarcar el arco de todo lo que nos había pasado. Se mencionan hechos como la Matanza de Putis, ocurrida en la época de Belaunde. Y los asesinos no fueron terroristas, sino militares. El nivel de violencia cuando no había estallado aun formalmente la Guerra Civil era ya de una crueldad terrible. Organicé cronológicamente que Bioy avance por la Guerra interna, la dictadura fujimorista, y que llegue a una suerte de presente que habla de narcotráfico. La procesión infinita, la segunda parte, habla de post dictadura, cuando cae aquel régimen. Pero la idea general es: la dictadura cayó, pero no se fue. Nunca se fue. Toda la estructura que estaba ahí estaba presente, estaba a punto de salir para que ocurra lo que ocurre ahora. Esta trilogía sobre la violencia es un proyecto sobre la memoria en tiempos en que el fujimorismo sigue empecinado en reescribir la historia y poner a Alberto Fujimori como héroe. Todo en ellos se trata de falsificar la historia: la memoria, por un lado, y el trauma, por otro. Antes pensaba que iba a ser difícil un proceso de reconciliación nacional, pero hoy es más difícil aún. En La lealtad de los caníbales sabía que iba a hablar sobre Lima, pero como representación del Perú.
Un tema presente en tus libros son los manejos oscuros de las fuerzas del poder. El ejército, la policía, el clero, el servicio de inteligencia. ¿Qué es lo más te atrae de convertir sus perversiones o crímenes en literatura?
Creo que uno escribe de aquello que lo conmueve, que lo conmociona, que le molesta. La política es una parte importante de mi vida. No soy un 'escritor comprometido' ni nada por el estilo, pero sí me interesa mover la memoria. Me gusta mucho eso y me gustan los policiales, las películas de delincuentes, no sé, me siento fascinado por esa vida de gánsteres y por humanizarlos. El Suboficial Manyoma de La lealtad de los caníbales es uno de mis personajes más excéntricos y raros. Tiene toda la onda del tipo que te debe dar miedo, pero no sabes si temerle o cagarte de risa. A algunos les recordó al Anton Chigurh de No Country for Old Men. Creo que lo que más me interesa, más allá de si son de una u otra manera, es capturar la complejidad de su esencia humana. A mí me generan repulsión, literalmente, algunos de mis personajes que aparecen en este libro que me costó mucho escribir. Pero veía su riqueza y me interesaban. Incluso desde lo más terrible, desde lo más miserable, no dejaban de ser personajes que me generaban no tanto inspiración, sino atracción hablando de construcción literaria. En la novela es difícil encontrar quien no tenga algo que está un poco chueco o que está completamente distorsionado o que es una desgracia.
Más allá de lo que le compete al Perú, al concebir La lealtad de los caníbales ¿Pensaste que nuestra realidad puede representar también la de otros países de Latinoamérica? ¿Que un mexicano, un chileno, un argentino o un guatemalteco pueden sentirse perfectamente identificados con lo que ahí ocurre?
Perfectamente. Y si vemos cómo se ha desarrollado la historia política de muchos de esos países, hay cosas que se quedan cortas. No es que la novela sea un paralelo exacto del presente, pero sí sirve para ver el pasado histórico de todos esos países. América Latina ha vivido procesos dictatoriales continuos, ¿no? Unos más aberrantes o más violentos que otros. Como te comenté antes, estamos como muy acostumbrados a la violencia. Hemos sido acostumbrados a la violencia.
Uno de los protagonistas de La lealtad es un viejo cocinero desencantado del Perú, pero que cree en el poder de la literatura. Un personaje que ya había aparecido en Hudson El Redentor. ¿Se puede decir que Don Tito representa tu propia voz dentro del elenco de personajes del libro?
Creo que todos los personajes que he creado tienen algo de mí, aunque hay algunos que están mucho más cerca. Evidentemente, el personaje del Chato que sale en Hudson o La procesión infinita si es mi alter ego, alguien que está envejeciendo conmigo. Y Tito sí, dice muchas cosas en las que yo creo, y otras en las que no, porque cuando está borracho empieza a imaginar por otro lado. Pero de filosofía es antifujimorista y yo también. Me siento más cercano a unos que a otros, evidentemente, e intento darle a cada uno toda la preponderancia del caso para hacerlos personajes creíbles, humanos, verosímiles.
¿Tú eres así de pesimista con la actualidad y el futuro? En una entrevista dijiste que este era “Un tiempo casi de monstruos” y en otra que el país “Está en constante derrumbe”.
Digamos que no me gustaría serlo, pero sí, sí lo creo. Sí soy así de pesimista. De hecho, creo que como persona pública la mayoría de veces he dejado de lado la distancia que podría tener el escritor para organizarme con otros artistas para evitar lo que supimos evitar, que llegara otra vez democráticamente el fujimorismo luego de una dictadura de 10 años. Entonces, no soy de las personas que rehúyen ni por interés personal ni por salvar mi carrerita, nada de eso que pueda afectarme allá. Soy muy genuino en eso y voy con todo, e intento siempre separar mi literatura de mis opiniones como persona pública. Por eso siempre remato que no soy un escritor comprometido, porque mis novelas no te exigen pensar de una manera, no te dicen qué es lo bueno y qué es lo malo, lo muestran y está ahí.
Hubo una tendencia por la autoliteratura –“autoficción”- en el Perú de la última década. ¿Nunca sentiste la debilidad de unirte a esa movida?
No, porque no me gusta la autoficción. La autoficción nació en Francia, existe hace muchísimos años, incluso habría que ver qué límites hay, porque finalmente un alter ego podría ser también autoficción. Yo no tengo problemas con la autoficción como género. Incluso le acaban de dar el Premio Nobel a una escritora francesa que solo hace libros sobre ella. A mí lo que me molesta es cómo haberlo convertido en una moda literaria impuso una forma de escribir que empobrece la literatura, porque al tener mucho éxito y al vender la idea de que este libro está trayéndonos toda una historia real sobre el sufrimiento de un autor, falsifican el hecho de que esta es la nueva literatura. Porque si llego al supermercado y quiero que todos los lectores lo lean y lo entiendan, está claro que el lenguaje no puede ser complicado, tiene que ser amable, acercarlo más al periodismo de crónica y vender, al mismo tiempo, que la última moda de la literatura es esto. Y yo creo que no debe ser así. Hacer una suerte de sicoanálisis de la literatura que termine siempre con el triunfo tras la caída de una persona que logra sobreponerse y vence, es lo que no me gusta. La fórmula hollywoodense me parece empobrecedora. Felizmente se desmoronó.
Leí que considerabas La lealtad de los caníbales una “carta de amor” para Lima. ¿Cómo puede entenderse esto cuando desnudas muchas de sus miserias y las de sus habitantes?
Porque no creo que lo más importante sea que uno se quede solo con la parte del dolor, creo que la novela es un poco más compleja que eso. Hay algo que yo ya he dicho antes, el hecho de que yo sea limeño ha marcado mi reacción frente a muchas cosas graves de las que han sucedido en el país y que han tenido el favor de Lima. Esto me ha llevado muchas veces a sentir cosas por mi ciudad sin dejar de amarla. Es decir, no voy a dejar de ser limeño por no contar sus miserias, por hacer esta trilogía sobre lo que nos pasó. Yo no me regodeo en el miserabilismo. Más bien, lo que intenté fue acercarme a la problemática de ser limeño. Fíjate que En la procesión infinita se habla de una dictadura que nunca se fue y en La lealtad de los caníbales estamos con una democracia que prácticamente ya no existe. Es meramente nominal, es simbólica. Nos duró muy poco la democracia. Esta novela es una carta de amor porque una forma de amar es mostrar, decir abran los ojos, fíjense lo que hay acá.
Uno de tus personajes dice: “Quien te diga que el arte no es ideológico miente”. Tú sueles usar tus redes sociales para manifestarte políticamente sobre la actualidad. Si miramos atrás en la historia de la literatura peruana o en la latinoamericana, los escritores eran parte importante de la respuesta intelectual a la política. Hoy no parece ocurrir lo mismo. ¿A qué crees que se debe?
Desde ya sabemos que con la prensa en el Perú se ejerce un monopolio en la práctica y están muy poco interesados en la pluralidad. Si te das cuenta, quienes pueden opinar o tienen columnas comparten un mismo perfil, neoliberal, o liberal, pero hay pocas o casi ninguna voz disidente que pueda contrastar el discurso. En una democracia sana, le daríamos también una columna a alguien que tiene forma de pensar progresista o de izquierda o más radical, si quieres, y a otro de derecha o de centro, ¿no? En el Perú eso se fue perdiendo. Pensar que alguien como yo, o ni siquiera yo, sino pensadores mucho más inteligentes y que tienen mucho que aportar al debate público puedan tener una columna remunerada en el Perú es ciencia ficción. No tienen otro espacio que sus redes o sus libros, si es que son publicados. En vez de lo que hay ahora, la democracia se hubiera fortalecido.
Hace poco leí un comentario tuyo que me llamó la atención: “Los peruanos somos como personajes de Rulfo”. ¿A qué te refieres exactamente?
Sí, los peruanos somos como personajes de Rulfo, porque estos siempre creen que el destino los define, hay un fatalismo en ellos muy presente y que les impide en muchos casos luchar contra su destino. Y yo siento que es lo que nos ha pasado a los peruanos. No es que no haya lucha política, se la han tumbado, pero al mismo tiempo a veces uno termina pensando que nos merecemos algo de lo que está pasando, cuando no debería ser así. Los personajes de Rulfo son muchas veces gente del campo y los que siguen luchando contra este régimen en el Perú viven fuera de Lima, en provincias, y son personas que no son consideradas, que lo tienen peor. Entonces, creo que hay mucho fatalismo. No puedo generalizar, pero sí hay como una resignación. Estamos en el año 2024, no puede ser que se mate a 50 personas por manifestarse y no pase nada. Entonces, este fatalismo es impuesto. No es que la gente no quiera manifestarse, sino que tiene miedo de morir. A veces nos resigamos mucho a lo que el poder nos impone y hay razones para eso, porque la violencia está por todos lados.
melc