Más Información

La primera marcha del 8M en la era Sheinbaum; 200 mil mujeres, las mismas consignas y menos policías

Canadá y México saben qué pueden hacer para evitar aranceles en el futuro: Kristi Noem, secretaria de Seguridad Nacional de EU

Servicio Secreto de EU disparó a un hombre armado cerca de la Casa Blanca; Trump se encontraba fuera

Reportan muerte de Isabel Miranda de Wallace; ONG Alto al Secuestro no confirma y desactiva cuenta en redes
Por supuesto, el título de este artículo es una provocación y ni siquiera es original. En el prefacio de Altazor (1931), Vicente Huidobro dejó escrito que «Los cuatro puntos cardinales son tres: el sur y el norte». Posteriormente, Nicanor Parra transformó la frase en la que quizá sea la reflexión más memorable sobre la literatura chilena jamás escrita: «Los cuatro grandes poetas de Chile / son tres: / Alonso de Ercilla y Rubén Darío».
La versión de Parra destaca por su juego intertextual, poniendo la estructura e irracionalidad iniciales al servicio de un tema nuevo: el cuestionamiento del canon literario y los considerados cuatro grandes de la poesía chilena, una lista en la que solían figurar Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha… Y el propio Huidobro.
Sin embargo, su verdadera genialidad reside en el tercer verso ya que, como es sabido, ni Ercilla ni Darío eran chilenos. El primero fue un militar español del siglo XVI que luchó en la guerra colonial contra los mapuches, hecho que inspiró su poema épico La Araucana. Darío nació en Nicaragua y vivió en numerosos países latinoamericanos a lo largo de su vida.
El argumento implícito resulta fascinante. La obra de Ercilla ha sido considerada durante mucho tiempo el punto de partida de la literatura chilena, gracias en parte a sus admiradas descripciones de los líderes mapuches Caupolicán, Lautaro y Colocolo, decisivas para la construcción de una identidad nacional allí. Darío no vivió más de tres años en el país, pero llegaría a convertirse en la figura más importante del modernismo, un movimiento literario clave en todo el mundo hispanohablante, incluso más allá.
En apenas tres versos, Nicanor Parra desestabilizó para siempre la noción de literatura nacional. Su poema sigue suscitando preguntas relevantes hoy en día.
La idea de que cada nación tiene su propia literatura sigue muy extendida, perpetuada por los sistemas escolares de numerosos países en todo el mundo. En España, desde hace generaciones, millones de estudiantes continúan memorizando listas de autores españoles y títulos de obras significativas —a menudo, sin siquiera leerlas— bajo la premisa de que una parte de su identidad reside, de algún modo, ahí. Dicha experiencia probablemente resulte familiar a lectores de diversas procedencias.
Tan ingeniosa forma de tortura pedagógica se remonta hasta el filósofo alemán Herder y su noción del Volksgeist, utilizada por los románticos en el siglo XIX para defender que la literatura era la expresión de una nación. Consecuencia de ello fue la creación de cánones literarios, es decir, listas de autores considerados los mejores de sus respectivos países de origen. En el proceso, algunos escritores fueron canonizados para la posteridad; otros, completamente olvidados. En ocasiones, los criterios respondían más a factores biográficos que a la propia producción artística. Los discursos nacionalistas favorecían la homogeneidad: a menudo, se excluía a autores de origen extranjero o pertenecientes a minorías étnicas, mientras que las escritoras eran ampliamente ignoradas.
Shakespeare e Inglaterra, Cervantes y España, Goethe y Alemania, Dante e Italia… La lista sería interminable. Al pensar en literatura estadounidense, los primeros nombres que vienen a la mente probablemente sean los de Poe, Whitman, Twain o Faulkner, lo que pinta un panorama bastante limitado de la sociedad estadounidense y su supuesto espíritu nacional. Una lista más representativa incluiría, por ejemplo, a Gloria Anzaldúa, cuyo Borderlands/La Frontera: La nueva mestiza (1987) sigue siendo uno de los libros más singulares y fascinantes jamás escritos en los Estados Unidos. Sin embargo, ¿querría Anzaldúa verse en semejante compañía? Parece dudoso tratándose de una autora —identificada como chicana y mestiza— en cuya literatura se entremezclan inglés, español y náhuatl con el fin de desmantelar la separación nacional entre México y Estados Unidos.
España ofrece dilemas similares. La primera vez que leí el poema de Parra fue en un discurso de Roberto Bolaño, quien nació en Chile pero pasó su juventud en México y media vida en Cataluña. ¿A qué país debería ser adscrito? La cuestión se complica aún más si se tiene en cuenta que Bolaño consideraba literatura y exilio «las dos caras de la misma moneda» y el nacionalismo como algo «nefasto».
Tales preguntas nos acechan cada vez con mayor intensidad. Y es que, tras varias de las obras más aclamadas y vendidas en España en los últimos años, se encuentran autores nacidos en otras latitudes. Gabriela Wiener —autora de Huaco retrato (2021)— es de Lima pero vive en Madrid, ciudad donde también residen las escritoras de origen ecuatoriano María Fernanda Ampuero —Pelea de gallos (2018)— y Mónica Ojeda —Mandíbula (2018)—, así como el poeta y activista Yeison F. García López, de Cali, quien se identifica como afrocolombiano-español. Nacido y criado en México, Juan Pablo Villalobos —Fiesta en la madriguera (2010)— reside en Barcelona desde hace más de dos décadas. Mario Vargas Llosa obtuvo la nacionalidad española a principios de los noventa.
El caso latinoamericano resulta paradigmático: más de un millón de los residentes actuales de Madrid nacieron en dicha región. No obstante, la Península Ibérica cuenta, asimismo, con una nutrida presencia de otras nacionalidades. Autores marroquíes galardonados como Najat El Hachmi —L’últim patriarca (2010)— y Mohamed El Morabet —El invierno de los jilgueros (2022)— emigraron a España en la infancia y han adoptado el catalán y el castellano, respectivamente, como lenguas de escritura, en lugar de su amazig natal. Varios de los escritores más importantes de Guinea Ecuatorial llevan décadas exiliados en la antigua metrópoli, entre ellos Juan Tomás Ávila Laurel —Arde el monte de noche (2009)— y Donato Ndongo-Bidyogo, autor del clásico Las tinieblas de tu memoria negra (1987). Chenta Tsai Tseng, quien también destaca en la escena musical alternativa bajo el nombre artístico Putochinomaricón, nació en Taiwán.
Muchos de estos rechazarían, y con razón, la etiqueta de «autor español». Sin embargo, su impacto literario aquí es innegable en numerosos aspectos, incluido el reciente auge de la autoficción y de debates pendientes a propósito de la descolonización. ¿Cómo afectará el paso del tiempo a estos nombres? ¿Cuántos serán recordados o canonizados en los libros de texto del futuro?
Tal vez haya llegado el momento de abandonar definitivamente la noción tradicional de «literatura española» y empezar a hablar, en su lugar, de «literatura en España». Este cambio implicaría un enfoque diferente, uno que preste atención a todos aquellos textos producidos, distribuidos y leídos en esta parte del mundo, al margen de la nacionalidad de su autor o incluso la lengua en que fueron escritos (no olvidemos, por cierto, el papel de los traductores literarios en todo este asunto). Editores y lectores parecen poco preocupados por tales divisiones artificiales al tiempo que las instituciones avanzan en una dirección similar, como se vio con Sandra Gamarra en la pasada Bienal de Venecia.
He resistido la tentación de concluir con una nueva versión del antipoema de Parra, puesto que supondría un esfuerzo inútil. En un futuro no tan lejano, nadie se preguntará ya quiénes son los cuatro grandes poetas de Chile… Ni de España.