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A sus 20 años, Silvia Labayru fue secuestrada por la dictadura argentina. Fue trasladada a un sótano de la Escuela Superior Mecánica de la Armada (ESMA) por su militancia con el grupo Montoneros. En una sala, que llamaban “La avenida de la felicidad”, fue torturada. Poco importó sus cinco meses de embarazo. Pero eso sólo sería el inicio del terror que vivió a manos de los militares.
La periodista Leila Guerriero retrata el caso de Labayru en La llamada (Anagrama, 2024), un libro de no ficción que reconstruye uno de los episodios más oscuros de la historia argentina a través del testimonio de Silvia, que durante el año y medio que estuvo retenida en la ESMA fue violada, torturada y forzada a fingir ser la hermana de Alfredo Astiz, militar que se infiltró en la organización Madres de Plaza de Mayo.
Con una mirada rigurosa, la periodista busca descifrar el pasado y el presente de Silvia. A través de entrevistas con familiares, amigos y excolegas de Labayru, documenta la efervescencia de la militancia, el infierno de las víctimas en la ESMA y el repudio que recibió durante el exilio, pues sus excompañeros la acusaron de traidora.
El trabajo de Guerriero se aleja de los juicios premeditados y de trazar estereotipos. La llamada es, como el buen periodismo, la oportunidad de rescatar la memoria de estos sucesos y, también, cuestionar a los propios protagonistas.
No es la primera vez que los sobrevivientes de la ESMA cuentan su testimonio. ¿Por qué fue tan peculiar para ti el caso de Silvia?
El caso de Silvia tenía muchas singularidades. Era una militante muy joven de Montoneros, trabajaba en inteligencia, que no es un puesto para cualquiera; luego, el hecho de que fue secuestrada y torturada con cinco meses de embarazo. Otra peculiaridad fue que su hija, Vera, nació en la ESMA, pero no fue apropiada por los militares sino que la entregaron a sus abuelos. En general, los niños eran apropiados por los militares y criados como hijos propios, de hecho todavía las Abuelas de Plaza de Mayo están buscando nietos apropiados. Otra singularidad que tenía Silvia es que la obligaron a hacerse pasar por la hermana de (Alfredo) Astiz, que era un marino que se había infiltrado en la organización de las Madres de Plaza de Mayo, muy incipiente en ese tiempo. El marino necesitaba una historia más profunda, más verosímil: él se hacía pasar por un hermano de un desaparecido y obligaron a Silvia, que era físicamente a fin con este hombre, rubio y de ojos celestes, a hacerse pasar por hermana de Astiz. Esto terminó en uno de los hechos más amargos de la dictadura, que fue la desaparición de tres madres de Plaza de Mayo, dos monjas francesas y siete familiares de desaparecidos, que causó una repercusión internacional enorme. Cuando finalmente es liberada por los marinos, la embarcan en un avión a Madrid, ella piensa que después del año y medio que pasó secuestrada en la ESMA la pesadilla había terminado, pero se encuentra con un enorme repudio de sus excompañeros de militancia y de exiliados argentinos en España. Ese secuestro le fue arruinando muchas instancias de su vida posterior.
La llamada es un retrato brutal de lo que Silvia pasó en la ESMA, pero también su vida anterior a este suceso. ¿Cómo fue acercarte a ella con temas tan dolorosos? ¿Cómo fue este equilibrio entre el respeto a su persona y evitar la condescendencia?
Para hablar de todos estos temas difíciles, tuve muchísimo tiempo. Pasé un año y siete meses entrevistando a Silvia, desde mayo de 2021 hasta noviembre de 2022. Siempre hubo lugar para hacer preguntas difíciles sin necesidad de ser intempestiva. Al contar con mucho tiempo, que es lo que siempre hago en mis trabajos, no me sentí presionada. Por otro lado, Silvia es una mujer de mucho temple, de mucho aplomo y, desde el principio, me di cuenta de que con ella podía hablar de cualquier cosa, porque era ella misma quien sacaba temas complejos. No soy una persona condescendiente, no tengo el prejuicio de que una víctima es una persona que debe estar quebrada, sufriendo, llorando, hay gente que no está así y eso no la hace menos víctima. Si la realidad me está mostrando a una mujer que puede hablar absolutamente de cualquier cosa, a pesar de haber sido víctima de todas esas brutalidades y que rehizo su vida: tuvo otro hijo, se casó, estuvo 30 años con otro hombre, tiene un presente venturoso, se reencontró con un amor de la adolescencia, cultiva amigos, sus amigos sienten devoción por ella, ¿por qué tendría yo una mirada condescendiente?
Decía Rodolfo Walsh que en el trabajo de investigación se abren inmensas posibilidades artísticas. ¿Qué tanto de Walsh permeó esta obra?
Walsh es un referente periodístico importantísimo, su tono, la manera en la que él mira. A los 29 años publicó Operación masacre, que es un libro impresionante, sin haber ejercido nada que se pareciera a la investigación pura y dura, a la escritura de un tema tan difícil porque es sobre fusilados por parte del Estado. Walsh siempre está ahí, tiene una prosa que a mí me enciende, me fascina, una prosa parca, pero no pensé en Walsh cuando escribí La llamada; me parece que es una influencia que tengo incorporada, como muchas otras.
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Estos jóvenes militantes estaban entusiasmados por construir “una sociedad mejor”, pero lo buscaban, en algunos casos, desde la violencia. ¿Fue la violencia de los Montoneros lo que sirvió de pretexto para que la dictadura se perpetuara en el poder?
No puedo darte mi opinión sobre eso, prefiero mantenerme prescindente: no soy una opinóloga de la dictadura y de los Montoneros, yo me especialicé en Silvia Labayru. Sí puedo decirte que, por lo menos, tres personas entrevistadas creen que se equivocaron, que fue la violencia lo que de alguna forma abrió las puertas, como excusa, a que la dictadura hiciera las barbaridades que hizo, como en nombre de unos adalides que venían a salvar al país de los Montoneros. Esa es una de las autocríticas que están en La llamada. Silvia Labayru es bastante crítica con la actuación de Montoneros en esos años.
Algo que me llama la atención es el uso de las palabras del régimen militar. Por ejemplo, utilizan “procesos de recuperación” en lugar de violencia física o psicológica. ¿Se tergiversan las palabras para banalizar el mal?
Sí, en una parte del libro dice “todo esto va a terminar siendo un problema semántico”. Por supuesto, las palabras tienen un peso enorme. Hubo una utilización de ese campo semántico perverso por parte de los militares: “acompañó”, “fue con…”, en lugar de decir que las personas fueron obligadas; otras veces sucedió de manera más liviana en testimonios de algunas declaraciones de las causas judiciales y de la prensa. Las palabras tienen mucho peso y hasta el día de hoy a Silvia le pesa mucho cuando, en alguna nota de prensa, salen publicadas estas palabras que conceptualmente son erróneas. Incluso, cuando a Silvia se le exculpa de todo vínculo que ella pudiera tener con los marinos, se dicen estos términos, que parecen menores, como “Fue la persona que acompañó…”, “Fue la persona que estuvo con…”, cuando ella no tenía ninguna posibilidad de elegir ni hubo ningún tipo de consentimiento. Esto la sigue lacerando como si todo hubiese sucedido ayer. Las palabras tienen un peso enorme porque crean conceptos, crean mundos, crean significados. Es muy conveniente construir un sentido desviado para ciertas maneras de acomodar la realidad.
La apropiación de las palabras parece una herramienta común para los regímenes totalitarios… para construir una realidad impuesta.
Sí, las palabras construyen realidades. En Argentina no es lo mismo decir, en relación a la dictadura, guerra que terrorismo de Estado. Una guerra es un enfrentamiento entre dos bandos en igualdad de condiciones, y eso no fue lo que sucedió. Uno emplea una palabra u otra y estás en un mundo completamente distinto.
Como comentas, para Silvia el infierno no acabó en su liberación de la ESMA. ¿Cómo fue para ti inmiscuirse en las huellas, las heridas, de la memoria?
Los periodistas trabajamos con la memoria, hay una palabra que está muy enraizada en nuestra profesión que es “reconstrucción”. Investigamos para reconstruir cosas que no vimos, hechos que no vimos. Además, miramos en el tiempo presente y vemos cómo ese pasado reconstruido juega con nuestra realidad, en ese vaivén entre el pasado y el presente, uno observa muchas cosas que tienen que ver con las fallas de la memoria de las personas, la cristalización de la memoria. La memoria también tiene una especie de sistema de obturación que tapa, difumina, las cosas demasiado traumáticas. De hecho, había circunstancias que Silvia no recordaba, por ejemplo, cómo fue el viaje en el momento que entregó a su hija. Cuando contrastaba la visión de Silvia con otros entrevistados había discrepancias, tenían distintas visiones, contaban lo mismo pero lo veían de forma distinta. Me parece que ese trabajo con la memoria, mostrar esas memorias deterioradas, pérdidas, traumatizadas, es uno de los rescates que hace el libro.
A más de 40 años de la dictadura, ¿cuál es la lectura actual de este episodio en la sociedad argentina?
Es un momento muy importante. En 1985 se hizo el juicio a las juntas, que fue un juicio civil, por supuesto no se juzgó a todos los militares sino a una cúpula determinada, pero fue algo muy difícil de hacer en un país latinoamericano porque los militares todavía ocupaban puestos de poder; a partir de ahí se hizo el informe de la CONADEP, las organizaciones de derechos humanos como Abuelas y Madres de Plaza de Mayo trabajaron mucho para concientizar, también está el Equipo de Antropología Forense que han hecho un trabajo único porque empezaron desde el 84 con la dictadura todavía respirado en las espaldas. Hay un consenso sobre determinadas cosas, un consenso de que los militares cometieron una masacre, de que fue un genocidio, de que no hubo un enfrentamiento entre bandos iguales, de que el terrorismo de Estado fue ejercido por los militares con total impunidad, que se creían los señores del mundo y que podían hacer lo que querían: torturar, matar, arrojar gente viva de aviones, fusilarlos, quemarlos, apropiarse de hijos; hay un consenso en torno a eso, sin embargo, en este momento atravesamos un tiempo muy particular, con un presidente de derecha que desde el poder está poniendo en entredicho ese consenso: se empieza a cuestionar si fue terrorismo de Estado, se empieza a hablar de la posibilidad de que la gente del otro bando también sea juzgada con delitos de lesa humanidad, se cuestiona la cifra de desaparecidos, se bromea sarcásticamente sobre la cifra de desaparecidos. Al parecer, todo este discurso desde el poder Ejecutivo y otros poderes del Estado dio en un lugar de la sociedad en el que estas ideas estaban adormecidas, en los que estos consensos en los que muchos creíamos ya indestructibles parece que no eran tan indestructibles, eso es una cosa preocupante que está pasando. En Argentina se trabajó muchísimo en el sentido de los derechos humanos y, sin embargo, ahora todo está siendo perforado por estas ideas.
Hay más de 30 mil desaparecidos durante la dictadura argentina. En México, llevamos más de 100 mil desaparecidos en plena democracia.
Hace poco escribí en mi columna de El País sobre las madres buscadoras y la bandera que colgaron en el Ángel de la Independencia, me impresionó mucho el mensaje que dan esas madres, lo que piden no es justicia sino que les digan dónde están los cuerpos de sus hijos, es el grado de desesperación por el abandono del Estado. Todas las historias que uno escucha acerca del trabajo con las víctimas, las denuncias y las fiscalías es aterrador. Hace dos años estuve en Guadalajara hablando con un grupo de personas que habían perdido a sus familiares y cada uno de los casos te rompían el alma porque era gente que estaba completamente huérfana, maltratada por la policía, burlada por la fiscalía, sin ningún tipo de respuesta del Estado. Podemos pensar en las cuestiones políticas, la guerra contra el narcotráfico que evidentemente salió muy mal, aunque la verdad es que no me meteré en la política mexicana, apenas y me puedo meter en la de mi país, pero me parece que son cuestiones que pasan cuando el Estado está ausente.
En México, Argentina, España, cada vez hay más ataques, descalificaciones, de las autoridades contra los periodistas. Ante estos embates, ¿por qué no debemos abandonar el periodismo?
El periodismo siempre ha sido un oficio de gente corajuda. En los últimos años ha sido elegido por el poder como un enemigo perfecto, es muy útil para tener un enemigo identificable. Está en la naturaleza del periodismo leer la realidad al sesgo, ser críticos, decimos cosas en voz alta en sitios que comúnmente la gente no puede decir y me parece que eso implica una responsabilidad social, aunque hay que ser respetuosos a nadie se le puede pedir un coraje o que se ponga en riesgo por amor a la profesión. Me parece que los periodistas tenemos ciertas características que tienen que ver con la curiosidad, con un poquito de arrojo, temeridad, que hacen que uno no se baje del barco en el momento difícil.