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En Sueño mexicano (Mexican Dream, RU-México, 2024), distendida ópera prima narrativa de la artista visual e internacionalizada documentalista mexicana en Londres radicada Laura Plancarte (documentales largos: Tierra caliente 15, Hermanos 17, Non Western 20), con guion suyo y de su protagonista María Magdalena Reyes Male, la cual ni tarda ni perezosa y enfocada por un confidente plano cenital, se tiende de entrada sobre una plancha médica para que un ginecólogo le revise los ovarios con ayuda de un dispositivo de ultrasonido (“Un poco de gel para que no le moleste tanto”) y pueda averiguar si todavía puede embarazarse por el avanzado aunque muy costoso método de fecundación in vitro (FIV), pues la señora pueblerina mexiquense próxima a la cuarentena desea concebir otro bebé a pesar de haberse ligado las trompas luego de rebelarse contra los abusos conyugales, separarse de su marido, residir emancipada fuera del hogar y haber perdido en ardua lucha legal la custodia de tres hijos hoy ya mayores y resentidos contra ella: el emigrante Diego, la desbalagada rencorosa Fátima y el sumiso estudiante de secundaria Jhonatan, todos con apellidos Godoy Reyes y crecidos al cuidado de sus severos abuelos tradicionalistas patriarcales Eloísa Mayo y Guadalupe Reyes, ya que según éstos Male había decidido tardía y malignamente ser libre, independiente y autónoma, lo que equivalía a irse a putear (como “hija de la mala vida”), valiéndose de su humilde trabajo como empleada doméstica al servicio de damas acomodadas en la Ciudad de México y ahora estar concentrada en la edificación de una modestísima casa pueblerina de sus sueños, bien apoyada por su desenfadada amiga vecina Carla Islas y el buenaondísima esposo de ésta Juan Bosco Guzmán Juanito que todas las mañanas lleva en su automóvil hasta su distante trabajo a esa invulnerable Male que de pronto quiere engendrar el hijo ansiado por su nueva pareja, el rústico albañil virilista de violento ánimo cambiante Édgar Lozano ya al generoso cargo de un sobrino Tito de 3 añitos, un feraz vínculo viviente que funge prácticamente como condición indispensable para proseguir la relación amorosa con él, si bien habrán de cruzarse en su camino de la mujer un sinnúmero de hechos, encuentros y roces cotidianos, entre los que figuran la entrada de Male a una terapia psicológica entre mujeres solas, las desavenencias constantes con Édgar, la inauguración de la flamante casita colorida cual futura tienda de regalos y un acercamiento afectuoso de súbito posible entre Male y el distante pero cariñoso hijo puberto Jhonatan que sin embargo la bloqueaba en su whatsapp, tanto como con la fiera hija adolescente Fátima que la repudiaba, todo lo cual irá provocando que la inseminación in vitro de Male para satisfacer los caprichosos anhelos del macho pelón Édgar se relegue cada vez más, cada día considerada menos urgente para calmar y colmar los designios sensitivos de su sostenido apremio fertilizante.

El apremio fertilizante se deja articular, de la manera más desencantada, anticlimática y realista, sin pretensión de vuelo ni lirismo alguno, por medio de segmentos y más segmentos casi desprendibles y carentes de progresión dramática pero narrativa por acumulación, menos reveladores y epifánicos que significativos, tales como la consulta tranquilamente inquietante con el facultativo del tratamiento fecundador por una cifra exorbitante de la que nadie del estrato social de Male puede disponer o colectar con facilidad, la sesión de acogida a la terapia grupal que se convierte en afable palinodia generalizada, la comida dominical con las nuevas amigas bajo el signo de la burla irreverente a los métodos de concepción al uso ignorantazo (“Yo fui al temazcal, fui a las sobadas, fui con la bruja, hice calistenias, por indicación del jefe de mi esposo volteé la cama con dirección al sol”), la quejosa reunión de anacrónicas señoras para jugar naipes pero de las que sólo se muestran atisbos en espacios fractales o fragmentos de cuerpos femeninos decapitados por el encuadre (al estilo terrorífico del Veneno para las hadas de Taboada 84) al lanzar jeremiadas con voz en off (“Quieren que seas la mujer perfecta, la que pueda presumir, la que trabaja, que tenga buen cuerpo, la más inteligente, y para las relaciones sexuales estar lista cuando él quiere”), las sordas y agrias confrontaciones latentes de Male con los abuelos en persona y con Fátima por mensaje grabado en celular vuelto imparable retahíla de reproches (“Siempre me has rechazado, nunca has pensado en mí desde que nací, eres una egoísta, prefieres irte a México, nos has dejado en vergüenza, te vas de puta, siempre diciéndome que no me embarace como tú, pero no quiero ser como tú, ya no me busques“), la convivencia seudoamorosa con el áspero Édgar reducida a caricias torpes en el lecho de latón o los perfiles gratuitamente enfrentados en un plano abierto con mesa de por medio (“¿Qué me ves?”?).
El apremio fertilizante tiene mucho de calculada autoficción transferida, con invasora fotografía de Franklin Dow y una edición al escalpelo de Andrea Chignoli, pues de lo que se trata, incluso asistiendo a la evidente denuncia antimachista de condición femenina al equiparar a las desahogadas señoras de clase baja con patronas ociosas (“Lo que tiran los ricos lo recogen los pobres”), es violar lo menos posible la íntima dignidad conductual de la hermética y mutable heroína indecisa en someterse a la FIV, salvo en un momento secuencial único, de prolongada y ambulatoria inquietud manifiesta, en un asomo de abandono de sí misma, rápido conjurado.
Y el apremio fertilizante culmina en plena euforia de Male con sus fieles amigos confidentes Carla y Juanito cantando en un desangelado tugurio multicolor una programática balada ranchera hechiza que repite y repite a modo de estribillo en desafío impenitente “Valió la pena”, cual si afectuosa y libertaria proclamara: “Valió el apremio ¿y qué?”.