Si la política fuera una carretera, Donald Trump conduciría un Cadillac Eldorado de cuarta generación a velocidad imprudente con la mirada puesta en el ocaso que se dibuja en el retrovisor. Pese a su alianza con Elon Musk, apóstol del automóvil eléctrico, el trumpismo se identifica con los autos de consumo desaforado de gasolina. Por años, el Cadillac fue emblema de la producción de la General Motors en el cinturón industrial de Detroit, sede histórica también de Ford y de Chrysler. Es, además, uno de los coches de mayor valor simbólico en el imaginario del American Way of Life. Héroes de la cultura de masas y arquetipos del macho alfa, como Elvis Presley, Harrison Ford, Tom Cruise o Brad Pitt pilotearon en momentos icónicos de sus carreras este vehículo. El Cadillac es un referente por antonomasia de la añoranza por los buenos “grandes” tiempos.

La nostalgia es un instrumento poderoso en la narrativa política del trumpismo. Recurrentemente mira hacia un retrovisor que refleja el pasado en función de los intereses del presente. Como sucede con otras expresiones de las nuevas derechas radicales, que Enzo Traverso define como posfascismo, la principal promesa de Trump no es un futuro utópico, sino el retorno a una quimérica época dorada, libre de las amenazas al estilo de vida estadounidense: la inmigración, la globalización y la agenda de derechos humanos de la ideología woke. La consigna “Make America Great Again” (MAGA) apela a un idílico pasado, en el que los estadounidenses de “bien” prosperaban generación tras generación.

La fe del trumpismo no se limita al bienestar interno, sino que aspira a recuperar el papel estelar de Estados Unidos en el mundo, que no es otro, de acuerdo con su visión, que el de sheriff planetario. La realidad es que el país del norte fue lo más cercano a una potencia hegemónica solo por corto tiempo: de la caída del muro de Berlín en 1989 a la crisis inmobiliaria de 2008 y aún en ese periodo su liderazgo fue puesto a prueba por el extremismo islámico. Si bien, el ascenso fue constante desde fines del siglo XIX, su elevación a potencia internacional, más allá de un alcance regional, se consolidó hasta finalizar la Primera Guerra Mundial, dentro de la lógica de un mundo multipolar con varios actores principales: la Unión Soviética, Japón, Alemania, Francia, Inglaterra. La conclusión de la Segunda Guerra Mundial significó su ascensión a superpotencia, aunque tuvo que compartir escena durante la Guerra Fría con sus rivales soviéticos. Para el trumpismo, sin embargo, las precisiones históricas son nimiedades: Estados Unidos debe recuperar su papel como primer poder mundial, que ocupó prácticamente desde la independencia de las 13 colonias en el siglo XVIII, no importa que entonces fuera un diminuto país restringido a una porción de la costa atlántica, sin acceso al Golfo de México.

¿Cómo se vislumbra la política exterior del segundo gobierno de Trump? A diferencia de los albores de su primera toma de protesta, en los que se especulaba si sus promesas de campaña eran meras fanfarronerías, hoy contamos con el antecedente del mandato previo. De entrada, hay que considerar la necesidad del trumpismo por instrumentalizar la política internacional en favor de su legitimidad interna. Consciente de la relevancia de mantener alineados a sus partidarios más radicales y de poseer la atención mediática, no debe sorprender que en sus primeros meses ejecute medidas extremas, como restricciones migratorias y elevación de aranceles. En 2017, primer año de su primera administración, firmó ordenes ejecutivas para ampliar el muro fronterizo, restringir la entrada de viajeros de países musulmanes y congelar la llegada de refugiados sirios. Echó para atrás la apertura iniciada por Obama hacia Cuba, retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico, renegó en el G7 en contra del Acuerdo de París para reducir las emisiones de carbono y anunció el fin del programa DACA, que puso en riesgo de deportación a miles de dreamers, inmigrantes que llegaron siendo infantes. A la larga, varias de sus acciones fueron apaciguadas por la intervención del Congreso y del sistema judicial, sin embargo, para Trump fue secundario, ya que logró desde el inicio afirmar su compromiso con la agenda de campaña.

Un segundo factor relevante es la curva de aprendizaje del trumpismo a partir del primer gobierno. Será central la relación que el presidente establezca con su gabinete, toda vez que el protagonismo de Trump arrojó ya experiencias catastróficas. Su primer secretario de Estado fue Rex Tillerson, directivo de la petrolera Exxon. Aunque su experiencia en el servicio público era nula, su designación obedeció a sus vínculos con Rusia, relación de importancia para Trump. Si bien, en el primer semestre del mandato materializó un primer encuentro con Putin, la interacción entre Tillerson y Trump pronto entró en crisis por los modos atrabancados del segundo. La prensa ventiló las discusiones plagadas de insultos mutuos que terminaron con la remoción del primero, un año después de ser designado. Algo similar vivió James Mattis, experimentado militar que fungió como primer secretario de Defensa, y que presentó su renuncia en 2018 al oponerse al retiro de tropas en Siria y Afganistán ordenado por el presidente.

Para su segundo mandato Trump como eligió secretario de Estado al cubanoamericano Marco Rubio, la cara inversa de Tillerson. Otrora estrella del ultraconservador Tea Party, Rubio es un halcón político: senador por Florida desde 2011, ha sido miembro de los Comités de Inteligencia y Relaciones Exteriores. Aunque en el pasado tuvieron desencuentros, Rubio y Trump se acercaron en los últimos años. Su principal divergencia radica en la relación con Europa. Trump es un crítico de la Unión Europa, que en su momento celebró el Brexit, y ha amagado con abandonar la OTAN por la falta de compromiso de los europeos. Rubio, por su parte, defiende la necesidad de fortalecer la OTAN. En otros espacios sus coincidencias son plenas. Ambos son defensores a ultranza de Israel, consideran a China la principal amenaza para Estados Unidos y creen que ha llegado el momento de que Ucrania acepte un acuerdo con Rusia que lleve a la paz. Su principal convergencia está en la importancia estratégica que otorgan a las relaciones interamericanas. Comparten la nostalgia del viejo lema decimonónico “América para los americanos”, angular en la cultura política del país del norte.

El Cadillac del trumpismo ansía recuperar para sí la vieja ruta de la carretera panamericana, que cruza desde Alaska hasta Tierra del Fuego. En su visión geopolítica, América, o las Américas si se prefiere, es el espacio vital para que Estados Unidos recupere las posiciones perdidas en el tablero internacional. En primer lugar, los territorios americanos son ricos en recursos naturales y en materias primas que se requieren para competir en la economía global, asimismo, las zonas industrializadas de países como México o Brasil ofrecen elementos para aspirar a controlar cadenas de producción estratégicas. En segundo, la juventud de los mercados de consumo, principalmente latinoamericanos, es atractiva para colocar productos estadounidenses, no solo tradicionales, sino también de empresas de Silicon Valley como Tesla o Meta; es una alternativa frente al envejecimiento de los consumidores europeos y para hacer frente a la competencia china en otras latitudes. Finalmente, por sus condiciones geográficas que le mantienen aislado por tierra, es clave para garantizar la seguridad de Estados Unidos. Ni la Primera ni la Segunda Guerra Mundial llegaron a extender sus escenarios bélicos al continente gracias a las alianzas panamericanas.

Pese a que los pregoneros del trumpismo evocan siempre a una edad dorada, históricamente los intentos por tener el dominio económico absoluto sobre el continente no han sido exitosos. Las iniciativas de Estados Unidos por crear un mercado común para las Américas, por ejemplo, fracasaron rotundamente: la Unión Aduanal de 1890 propuesta en el auge de la primera globalización; el proyecto de liberalización comercial planteado en la Conferencia de Chapultepec de 1945, en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, y el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), impulsado en los años 1990 al cobijo del neoliberalismo. Si bien, desde el siglo XIX los estadounidenses han enfrentado la competencia europea, hoy su principal rival son los chinos, con un alcance inédito. Paralelo a su ascenso como potencia global, China multiplicó sus inversiones y su presencia en América Latina, al grado de tener enclaves territoriales. La apertura hace unos meses del megapuerto de Chancay en Perú es una manifestación clara de su poderío y del papel que juega el continente americano en su visión global. Chancay es uno de los principales nodos de la Nueva Ruta de la Seda, con la que China busca controlar el comercio internacional. Si bien, la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua con capital chino no se ha concretado, el proyecto brindaría un importante enclave para el gigante asiático que competiría con el paso panameño.

¿Qué esperar a corto plazo de la política continental de Trump? Su interés inmediato está en la zona geográfica aledaña: Norteamérica, el Caribe y América Central. Más allá de distraer la atención mediática sobre su condena por el escándalo con la actriz Stormy Daniels, las declaraciones expansionistas sobre Groenlandia y Panamá deben leerse en dos sentidos. Por una parte, es un mensaje que busca hacer eco entre sus seguidores apelando a la nostalgia imperialista de fines del siglo XIX y principios del XX, cuando los marines ocupaban territorios para “salvaguardar” los intereses estadounidenses. Es el “American First” a punta de bayonetas que tanto encanta a sus fieles. Por la otra, se trata de espacios estratégicos: Groenlandia es rico en recursos, como el codiciado litio, mientras que el Canal de Panamá es uno de los principales ejes del comercio internacional, por donde cruzan anualmente 13 mil barcos. ¿Qué tan lejos está dispuesto Trump a llegar? Si tomamos como referente su primer mandato, se puede prever que apuesta por forzar algún tipo de negociación que le favorezca, como un acuerdo privilegiado con Dinamarca para la explotación del litio, en el caso groenlandés, o un endurecimiento tarifario para los navíos chinos en el paso panameño. Aunque Trump puede ser descabellado, ver marines desembarcado en esas latitudes luce lejano.

Las presiones hacia México y Canadá repiten la película del primer mandato, cuando elevó los aranceles para las importaciones de acero y aluminio bajo la acusación de que favorecían a China. El objeto fue forzar una renegociación del tratado trilateral de comercio. De la capacidad política de canadienses y mexicanos dependerá el rumbo que tome este acuerdo y si se mantiene de manera trilateral o se transita a entendimientos bilaterales. Si bien, las acciones de Trump tendrán respuestas de sus vecinos, es poco creíble que aspire a una guerra tarifaria sin cuartel. Las amenazas, además, tienen otros intereses. En el caso canadiense dar un empujón al movimiento conservador que, por lo pronto, ya cobró la cabeza de Trudeau. En cuanto a México, ganar posiciones en las negociaciones de otros temas sensibles: migración y narcotráfico. Algunos analistas ven como mal augurio inédito para la relación bilateral la designación como embajador de Ronald Johnson, un exagente de la CIA. Sin embargo, hay un antecedente cercano: John Negroponte, que encabezó la embajada entre 1989 y 1993, en momentos en los que se vivía una crisis en temas migratorios y por el narcotráfico. Aunque de oscuro pasado, resultó un hábil negociador para distender la relación y transitar hacia la firma del TLCAN. Al tiempo.

Venezuela es una incógnita mayor. Discursivamente Trump es enemigo de Maduro, pero no es claro su compromiso con la oposición. En su primer mandato, apoyó moralmente el simulado interinato de Guaidó, pero hizo oídos sordos a la exigencia de una intervención armada. De manera reciente, fue notorio que evitó reunirse con Edmundo González, actual líder opositor, durante su gira estadounidense. Llamativo también fue que el senador Bernie Moreno, estrella ascendente republicana, declarara disposición a trabajar con Venezuela, argumentando ventajas: contener la migración, atacar el narcotráfico y restar a China y Rusia un aliado. Le faltó añadir que además es un rico productor de petróleo. Lo cierto es que el pragmatismo respecto a Venezuela y también la posición hacia Cuba dependerá del papel que asuma el copiloto Marco Rubio.

El Cadillac de Donald se enfila a una loca carrera que sacudirá al mundo los próximos 4 años. Y más allá de no soltar el retrovisor, su rodada encierra una serie de paradojas que permiten dimensionar la complejidad del fenómeno del trumpismo versión 2.0. La aplastante victoria del 5 de noviembre fue posible por el apoyo de latinos, afrodescendientes y musulmanes que vieron en el hombre del bronceado naranja un líder esperanzador, pese a ser estos grupos el alimento de sus discursos de odio. El MAGA encierra añoranzas por pasados mejores que todavía no logramos descifrar.

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