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Hay, en el más reciente libro de la colombiana Piedad Bonnett, una consciencia de la parcialidad que implica la escritura autobiográfica. “Aunque mucha gente cree que al escribir uno se desnuda, en realidad uno se disfraza”, reza el epígrafe tomado de Margarita García Robayo. “En forma deliberada he dejado muchos aspectos de mi vida en la sombra”, advierte la autora en su nota “Al lector”. El relato personal se vuelve así una máscara. Luego, la voz apunta: “Lo subjetivo, lo íntimo, sólo me interesan en el marco de la experiencia colectiva, del yo dentro de la circunstancia social e histórica”. A la novelista y poeta, pues, no le interesa dar forma en La mujer incierta a una narración exhaustiva de su vida, sino elegir, al estilo de sus admiradas Annie Ernaux y Vivian Gornick, momentos trascendentales en los que escribe de sí misma pero para escribir también de otras y con otras: tías, amigas, autoras favoritas...
La consciencia de la pertenencia a una generación no implica, sin embargo, el desconocimiento de su singularidad: su nacimiento en 1951 en Amalafi, Antioquia, en el seno de una familia de clase media y católica; el pronto traslado junto con sus padres y su hermana a Bogotá; la educación conservadora en un internado de monjas; el deslumbramiento ante la literatura durante la adolescencia y en la universidad; el matrimonio y la maternidad tempranos; la búsqueda de un espacio para la escritura en medio de las tareas domésticas y laborales; el suicidio de su hijo Daniel o la muerte inminente de sus padres.
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En este libro, nacido durante la pandemia, Bonnett reflexiona sobre su relación con la enfermedad y la muerte, y pondera por contraste lo que ha sido su vida. La escritura de estas páginas significó un sumergimiento en el territorio escurridizo de la memoria y un “re-conocimiento” de sí misma. Este último consiste en la constatación de ser muchas mujeres en una, por los diferentes roles que se desempeñan a un tiempo (hija, novia, estudiante, madre, esposa, académica, escritora…) y por la transformación que necesariamente conlleva el paso de los años. Como si la galardonada con el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana 2024 se situara en una casa de espejos y éstos le devolvieran su imagen reiterada pero con variaciones. O, siguiendo su comparación, como si ella misma encarnara una matrioshka: “La que me ha pedido aparecer en estas páginas es sobre todo la mujer incierta, una que sigue existiendo dentro de mí, debajo de todas mis capas. […] Pero hay otras, algunas de las cuales no aparecen aquí o no aparecerán jamás”.
En este imperativo de escritura, la autora repasa etapas cruciales de su existencia a la vez que explora algunos temas con insistencia: el tabú y el placer corporal; la enfermedad mental -no sólo su hijo Daniel padeció esquizofrenia, como ha narrado ya en el espléndido Lo que no tiene nombre, ella misma ha sufrido hipocondría y ansiedad-; la violencia en las relaciones amorosas o el machismo en el mundo académico. Asuntos de los que escribe abiertamente, con los que vuelve al pasado pero siempre desde la mirada aguda del presente. Así, por ejemplo, comenta en referencia a los cambios de la pubertad: “Mi cuerpo era un total misterio para mí. Ni siquiera podía nombrar ciertas partes con alguna precisión”. O recuerda cómo uno de sus primeros novios pretendía invalidarla llamándola loca: “Y una frase que una vez oí, incrédula: si yo no lo oí fue que no lo dijiste”. De sus ataques de pánico describe: “Cuando tienes angustia te vuelves solo cuerpo, un cuerpo que tiene miedo de sí mismo”. Mientras que define su hipocondría, esa preocupación constante por la enfermedad y sus síntomas, como “Una consciencia abrumadora de que somos cuerpo, y una rebelión amarga frente a la muerte”.
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En medio de toda esta angustia -y de la tristeza desconocida en que más tarde se convierte la consciencia de que nunca más verá a Daniel- la escritura aparece como un asidero: “La hipocondría se fue para siempre de mi vida a mediados de los años ochenta, cuando se desató por fin el chorro creativo que yo misma había cerrado, y volví a escribir poesía de manera obsesiva y dichosa, libre de cualquier expectativa de publicación y de éxito”. Luego, la voz sostiene: “ser escritora […] es enfrentarte a ti misma, a tus miedos, a tus carencias”. De modo que escritura, angustia y obsesión se conjugan.
En la simultaneidad de facetas que la narradora nos presenta de sí misma o, dicho de otro modo, dentro de ese abanico de mujeres que habita en ella, la de madre resulta fundamental, aunque no por ello exenta de desasoseigo. Esa “partida en dos” en que consiste tener un hijo representa para la protagonista una despedida de quien era. Entraña asimismo soledad: “Como en la muerte, en el parto estás sola”, expresa a propósito del nacimiento de su primera hija, Renata.
La mujer incierta (editado por Alfaguara) reflexiona en los acontecimientos de una vida, pero presta atención también a la manera en que se configura ese relato. En las últimas páginas, la autora abunda en su concepción de la escritura autobiográfica, fiable únicamente en tanto artificio de la memoria: “inevitablemente, a lo largo de nuestra vida vamos tejiendo pequeños mitos o fantasías sobre nosotros mismos […] que terminamos por adoptar como verdades, sin serlo”. Además, admite, la creación de esta narración siempre será insuficiente para revelar una identidad: “Somos inaprehensibles. […] No hay relato que diga quiénes somos”.
La mujer incierta no se erige como el relato monolítico de una existencia -ni siquiera su estructura, de carácter fragmentario como la memoria, lo es-, sino desde la consciencia de las fisuras del tiempo y de la identidad. La mujer que ahí se narra, como sugiere el título, se difumina en otras.