Debo confesar que tuve mucha expectación por el lanzamiento de Las muertas, serie basada en la novela de Jorge Ibargüengoitia que lanzó Netflix, bajo la óptica del controvertido cineasta Luis Estrada, y debo aceptar que el interés venía por el hecho de recordar cuánto me gustó y divirtió la lectura de la novela, así como, ¿por qué no decirlo?, me marcó como escritor, siendo yo un adolescente de 17 años. Y creo que debo haber sido de los primeros en verla y me la eché de cabo a rabo durante toda la primera madrugada de su estreno en la plataforma. Y si bien la lectura que hace el cineasta es literal en grado sumo, también es cierto que su puesta en imagen contempla muchos yerros. ¿Por qué? Principalmente porque no encuentra Estrada el tono adecuado, ni formal, ni visualmente hablando, de lo que pudo haberse construido como “miniserie”. Desde luego, la factura es “impecable” en lo que a técnica se refiere, desde la fotografía que parece reproducir un comic con coloridos tonos; pasando por el vestuario, muy bien realizado, así como los sets acertadamente perfilados. Todo esto hace ver a Las muertas como un producto muy “limpio”, acaso demasiado aséptico, para una historia donde el deshecho y los despojos humanos son inevitablemente la tónica. Y, por otra parte, desluce la homologación actoral cundida de tonos prefijados por el cliché (que arranca desde la primera aparición de Alfonso Herrera emulando a Pedro Infante, aun antes de que se diga que, a una de las protagonistas, el personaje del actor le gustó porque “se parecía a Pedro Infante”, vendiendo trama, como quien dice, y haciendo que el personaje de Herrera pierda toda gracia de ahí en adelante). Desde luego, no era nada fácil enfrentarse a Ibargüengoitia. No lo ha sido; de hecho en el cine, salvo Dos crímenes (Roberto Sneider, 1994) películas como Maten al león (José Estrada, 1977) y Estas ruinas que ves (Julián Pastor, 1979) no lograron alcanzar ni mínimamente el humor del autor de Cuévano, un humor que se ha definido en nuestro corpus literario, como humor negro, pero que sea del color que sea, es un humor que nos arranca la risa incrédula, acre, en todo momento, aun cuando se trate del tremendo escándalo propiciado por Las Poquianchis, las lenonas que levantaron vuelo en la nota roja de los años 60, y cuya historia retrata Ibargüengoitia con maestría literaria, suspicacia crítica, y deliciosa, cuan delirante ironía. Pero, ¿por qué no conmueve o mueve a hilaridad la puesta en imagen de Estrada? ¿Por qué, si leemos cualquier pasaje de Las muertas, la novela, no podemos dejar de reír con agridulce sabor de boca, y con la serie de Netflix no quedamos esperando a que pase algo más de lo que ya se sabe? Por una sola razón: Ibargüengoitia retrata la estupidez humana, lo irracional de los crímenes cometidos por Las Poquianchis y sus cómplices. Estrada, se engolosina con su cinematografía y se olvida de ir al fondo humano.
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Octavio Paz, al referirse a Las muertas escribió que los personajes de Ibargüengoitia “…están lejos de tener la complejidad de los de Dostoievski o Proust. Son personajes simples y, en apariencia, de una sola pieza. Ninguno de ellos duda, ninguno reflexiona, ninguno se pregunta quién es o por qué es como es. Sus actividades mentales están al servicio de sus pasiones y necesidades inmediatas. Su religión se reduce a unas cuantas supersticiones, su moral a unos pocos prejuicios. Pecan con frecuencia y con la misma facilidad se absuelven. Sin embargo, estos rústicos, no son menos enigmáticos que un Raskólnikov o una Odette de Crécy”. He citado en algunos artículos referidos al teatro de Ibargüengoitia estas reflexiones de Paz, porque, aunque se dirigen en exclusiva a Las muertas, revelan en mucho la estética literaria de Ibargüengoitia y el porqué de su humor y visión del mundo y la literatura. Y esto es precisamente lo que no da color en la propuesta de Netflix, convirtiendo Las muertas en una convencional telenovela, con ribetes soft porno, que se reiteran para lucimiento de la actriz Paulina Gaitán (Serafina Baladro), quien está totalmente fuera de personaje, además de poco ayudada por un vestuario que parece de niña bien, más que de una mujer de pueblo, “rústica”, para usar el término de Paz, como son los personajes de Ibargüengoitia y como lo fueron los personajes reales tamizados por el novelista a través de la parodia y del absurdo. En este contexto, Serafina Baladro es convertida por Estrada casi en una heroína, una santa o algo más que una mártir del desamor. Falta credibilidad a Serafina, bautizada así por el autor como otro gesto de escarnio; Serafina, Arcángela… ¿pueden dos mujeres llamarse así y ser las asesinas brutales que fueron? Porque, aunque Ibargüengoitia utiliza mucha ficción, es ineludible que el lector no se detenga en recordar al menos, a las reales asesinas seriales y, si tiene curiosidad, asomarse a los verdaderos rostros de las fotos acuñadas por la prensa amarillista de su época, y por los libros publicados en los años 70 por la periodista Elisa Robledo.
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De tal manera que uno se descontrola. ¿Hizo Ibargüengoitia el argumento de una telenovela que para los tiempos de El señor de los cielos, El Chema y La reina del sur cae como anillo al dedo de la comercialidad más absoluta y descarada? Desde luego que no. Sorprende que Estrada haya manifestado en todos lados su pasión por la novela de Ibargüengoitia y que incluso lo haga aparecer al final del último capítulo (interpretado por Juan Carlos Vives), pues indudablemente, no entiende la novela sino como una bitácora de aconteceres en apariencia “macabros”. Y eso no es Las muertas.
Sigue siendo insuperable la versión de Felipe Cazals al suceso con su película Las poquianchis (1976), que originalmente se iba a llamar Miserere y que –se dice falsamente- no tiene nada que ver con Ibargüengoitia, pero lo tiene, pues un personaje aparece ahí un par de veces con el apellido de Ibargüengoitia (interpretado por el actor Sergio Calderón), homenaje necesario del guion de Tomás Pérez Turrent y Xavier Robles. Y haciendo una pausa en el filme de Cazals, uno no puede dejar de recordar la atmósfera turbia, sórdida, el dolor y la angustia de las mujeres esclavizadas sexualmente, martirizadas, asesinadas… que tan bien se ven retratadas en las actuaciones de Pilar Pellicer, María Rojo, Diana Bracho, Tina Romero… que llevaron en su histrionismo el dolor de las mujeres, el absurdo de sus vidas. Aquí, en Las muertas de Estrada parece que a las asesinas seriales se les ríe la gracia. No hay perspectiva del tiempo, tampoco; no hay un hondo análisis social del suceso tristemente histórico que Las muertas narra. Y sigue uno recordando a las grandes actrices del filme de Cazals: Malena Doria, Leonor Llausás (sus gestualidades malignas, sus rictus de odio) y Ana Ofelia Murguía, insuperadas en sus hiperrealistas interpretaciones
Claro, se ve un enorme esfuerzo de Arcelia Ramírez, estupenda actriz, por llegar al fondo de su personaje, su manera de caminar, su botarga, su caracterización toda, la ayudan a dotar de cierta credibilidad a Arcángela, aunque el director la lleva por otro lado: el del cliché, el del arquetipo de villana de telenovela que no logra conmover, pero esa no es falla de la actriz, que quede claro, ella hace su mejor esfuerzo, al igual que Mauricio Isaac, arremetiendo en un personaje femenino con estupenda histrionización, que dota de congruencia a su “Calavera”, admirable. Otras buenas actuaciones, Yessica Borroto Perryman, El Cochi Loco, Joaquín Cossío, Leticia Huijara, Paloma Woolrich, Tenoch Huerta, Carlos Aragón…
Así, los seis episodios de Las muertas, nos enfrentan a una lectura anecdótica, lerdamente literal, pero poco trabajada, filmada ni con humor, ni con firmeza discursiva. Termina el televidente viendo una burda versión telenovelesca y nada más de la gran obra de Ibargüengoitia. Falta suciedad, sí, mugre, y no esa “limpieza” escenográfica que no lleva a ningún tópico ni siquiera de terror amarillista. Falta mugre, sí, a las batas con las que las secuestradas aparecen, que ni una pátina de mole presentan, sino al contrario, parecen todas recién planchaditas y limpiecitas. Falta verdad, falta dolor, falta humor, falta indignación, falta una resurrección real de Jorge Ibargüengoitia que, por desgracia Las muertas de Estrada no obran.
Después de seriales de Netflix tan punzantes y sólidamente dramatizados como Monsters (2024) o Dahmer (2022) de Ryan Murphy e Ian Brennan, Las muertas resulta de una banalidad abrumadora… ¿Que “entretiene”?, sí. ¿Que “está bonita”? ¡Sí, tal vez, “bonita”! Pero la novela de Ibargüengoitia no es eso, es un chingadazo al alma, una denuncia descarnada, agridulce, un tratado del crimen como estupidez… de la corrupción y de la maldad.