En el último año LGBT, es decir desde el pasado último sábado de junio a éste, vi dos series de televisión que impactaron mi vida emocional como no recuerdo antes. Es probable que la sensibilidad a flor de piel debida al encierro, a no tener un hombro al lado con quién llorarlas mientras las veía, contribuyeran a la forma en que me llegaron. Pero al menos sé que no soy el único; cada persona a la que se las recomendaba y la veía, me compartía mucho del mismo sentir, cada vez fueron más amplios los círculos donde me daba cuenta de que se hablaba de ellas (es decir, fuera del nicho lgbt), y ambas lograron traspasar el impacto personal y comunitario al social e incluso político en –al menos– los países donde se produjeron.

Me refiero a It’s a sin, de Russell T. Davies (creador de la también icónica Queer as folk, y del relanzamiento de Dr. Who), y Veneno, de la pareja madrileña conocida como Los Javis (Javier Ambrossi y Javier Calvo, creadores también de Física o Química y del musical La llamada). Ambas están en HBO, pero fueron transmitidas primero por la BBC y ATresPlayer, respectivamente.

Aunque sólo Veneno es una biografía, ambas retratan fielmente momentos y contextos históricos de los lugares en los que ocurren sus hechos: una cuenta la historia de Cristina Ortiz “La Veneno”, la famosa transexual de la televisión española en los 90 y está basada en la biografía suya escrita por la periodista Valeria Vegas, y la otra, aunque es un tanto autobiográfica, es un retrato desde la ficción de un grupo de jóvenes que vive en Londres el inicio de la crisis del vih/sida en los 80.

Aunque en muchos sentidos podría decirse que se trata de dos universos totalmente distintos a los que vivimos hoy: la mujer trans española ha pasado en veinte años de ser la rareza fetichizada que aparecía a la medianoche en pantalla a ser la protagonista de la serie de televisión más vista en su país, por un lado, y, por otro, en cuarenta años hemos pasado de la presencia del virus como sentencia de muerte a la vida longeva y saludable con una tableta diaria o a la adopción del tratamiento como prevención (popularizado con el lema indetectable=intransmisible) y al uso profiláctico de antirretrovirales (popularizado como PrEP), ambas han sido vistas como una llamada de atención.

“No nos debemos permitir verlas sólo como una pieza histórica, sino tomar el desafío y estar preparados para el llamado a las armas”, recuerdo que dijo más o menos un actor.

Y es que ambas luchas, el respeto y el reconocimiento a las personas trans y el fin de la otra pandemia, así como del estigma alrededor de ella, tienen mucho camino por delante y la posibilidad de retroceso siempre está latente: anoto así, de botepronto, los episodios de violencia de feministas radicales transexcluyentes hace apenas dos meses en varias ciudades de nuestro país, o los dos episodios de violencia serofóbica que se vivieron en Quintana Roo (un asesinato) y en la Ciudad de México (la criminalización de la Fiscalía General de Justicia a una persona seropositiva) hace apenas dos semanas.

Siempre he pensado que cierto activismo velado en productos del entretenimiento (y dejaré para otra ocasión el debate de si ambas permanecen en ese ámbito o son piezas con miras y logros artísticos) es igual de efectivo que el de la calle. Políticamente, me alegro del impacto documentado que ambas han ido acumulando desde sus respectivos estrenos. Pienso en dos notables, surgidos a partir de la conversación que propiciaron: el apoyo cada vez más generalizado entre legislatura y ciudadanía a la llamada ley trans en España (que podría aprobarse finalmente este mes) y el récord de pruebas realizadas en Reino Unido (en un día, anteriormente habían sido 2 mil 800; ahora fueron 8 mil 200).

De cualquier modo, si se ven como meros productos televisivos son impecables. Y si está de moda hablar de historias gay para público heterosexual (el filme Call me by your name encabeza siempre la lista) e historias hetero para públicos gay, encontraría que la clave de ambas está en que, aun fieles a sus estéticas historicistas y estilizadas, clásicas de los lenguajes y las poéticas audiovisuales de ambos creadores, supieron armar sus narrativas de manera universal, presentando a sus protagonistas con autenticidad y sin concesiones, logrando cautivar con ello a bugas y gays, a trans y cis.

No es necesario haber vivido la crisis de los 80 para llorar junto a la madre que pierde a su hijo, y a toda una generación, o para conmoverse con el acompañamiento de una aliada desinteresada que la cuida durante sus últimos días; ni pertenecer al paraguas trans para verse en el espejo de Cristina y reconocer el peligro que representaba, que seguimos representando, al excluirlas y violentarlas. Al excluirles y violentarles, desde nuestro mundo cis.

Así que podemos ver estas historias como un par de piezas de nuestro pasado, pero al que, y del que, todavía debemos responder.

Hubo otras historias LGBT que no me pasaron desapercibidas estos doce meses, porque tuve tiempo de sobra y porque, aunque no sean épicas de héroes y heroínas de nuestro pasado, la representación importa: culminó la tercera y última entrega de Pose, la otra serie que rinde homenaje a precursoras trans, quizá menos elaborada que la primera temporada, pero igual de emotiva y fiel a su contexto histórico; Love, Victor, que recién lanzó su segunda temporada, y donde todo adulto que esté cercano a un adolescente en proceso de descubrir su sexualidad encontrará el camino para acompañarle; Saved by the bell, relanzamiento del popular programa de los 90, ahora con una protagonista trans; y Feel good, comedia autobiográfica de Mae Martin, comediante canadiense en el espectro no binario

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