Basada en hechos reales, Amelio, mi coronel es una novela histórica que cuenta la vida de quien probablemente es la primera persona transgénero reconocida en nuestro país: el coronel Amelio Robles Ávila. Hablamos de un personaje cuya trayectoria —llena de momentos significativos— resulta al mismo tiempo un retrato de la convulsa época que le Emiliano Zapata y Heliodoro Castillo, y cuyo valor le ganó el respeto no sólo de capitanes y generales, también de las tropas, pues las crónicas de la época revelan que en su momento estuvo al mando de más de quinientos hombres. El autor de este libro, Ignacio Casas, no es ajeno al ejercicio de narrar el pasado en clave de ficción: con su primer libro, La esclava de Juana Inés, obtuvo el Premio Grijalbo de Novela Histórica. Se trata de un apasionante relato que se remonta al siglo XVII y que explora la vida de Yara, muchacha que, tras vivir pasajes en que las constantes son la discriminación y la violencia, termina en un convento al servicio de una mujer a la que los demás personajes se refieren como “la madre poeta”.

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Crédito: Gobierno del Estado de Guerrero
Crédito: Gobierno del Estado de Guerrero

Pero volvamos a Amelio, mi coronel. Forjada con capítulos breves con títulos como “Lunas”, “La Culpa” y “Veterano”, la novela recuerda por momentos la estructura fragmentaria y el tono intimista de Cartucho, obra clave de la Revolución Mexicana escrita por Nellie Campobello. No se trata de una casualidad: si Jorge Aguilar Mora señala con acierto que Campobello escribió en aquel libro la crónica de lo que casi nadie quería escribir, es decir, del período más funesto y oscuro de la lucha revolucionaria en el norte del país, la segunda novela de Ignacio Casas hurga en otro aspecto silenciado de nuestra historia: la negación de las minorías sexuales. En ese sentido, Amelio, mi coronel retoma y amplía un tema abordado en la narrativa de la Revolución Mexicana, específicamente en obras como Al filo del agua, de Agustín Yáñez: el conservadurismo, la rigidez moral y la resistencia frente a ideas nuevas.

La novela comienza el 3 de noviembre de 1889 en Xochipala, Guerrero, cuando la pareja formada por Casimiro Robles y Josefa Ávila recibe a una bebé. Él está empeñado en llamarle Malaquías, mientras la madre prefiere llamarle Amelia. Tras un rato de forcejeos en donde salen a relucir las armas, la bebé es bautizada con ambos nombres: Amelia Malaquías de Jesús Robles Ávila. Si es verdad que nombre es destino, el sino de Amelia Malaquías comienza a forjarse desde la pila bautismal. Otro momento clave ocurre cuando Amelia tiene apenas tres años de vida, pues su padre muere en un accidente.

Conforme crece, Amelia va descubriendo sus intereses: no disfruta de coser ni de bordar ni de las demás tareas impuestas por su madre, su abuela y su tía. En la capa del niño Jesús, Amelia borda caballos y una carabina. El resultado es que los habitantes del pueblo comienzan a tildarla de “machorra” y “hombrada”. En el capítulo “Hijas de María” somos testigos de cómo, intentando acallar esos rumores, Amelia es inscrita en un internado para niñas y señoritas en Chilpancingo. Será en ese mismo espacio, montando un caballo gris del encargado del internado, que a la joven Amelia le venga la regla por primera vez, en un pasaje que la asusta y la pone en alerta.

Central en el relato es La Casimira, pistola que fue de su padre y que funciona como símbolo de una masculinidad que Amelia va asumiendo de manera libre y consciente, aunque en un primer momento ese reconocimiento se da sólo en su fuero interno.

En paralelo a los cambios individuales e internos del personaje, hay cambios en el plano colectivo y social: a punta de machete, rieles y chapopote, el discurso del progreso ha ido abriéndose paso. Pero se trata de un progreso desigual, que no alcanza los rincones más apartados del país: como telón de fondo de las escenas domésticas protagonizadas por Amelia, se escucha cada vez más fuerte el rumor de la lucha revolucionaria, hasta que en el capítulo titulado “La Bola” vemos cómo a los veintiún años Amelia se une al Ejército Libertador del Sur.

No obstante, los conflictos internos del personaje llegarán a su apogeo en el capítulo titulado “Mi nombre”, cuando alguien le pregunte a Robles su nombre de pila y él no pueda responder. Será otro compañero de lucha quien confronte a Amelia con las siguientes palabras: “Sé lo que traes dentro. Lo que te falta, lo que te sobra. Cuáles son tus luchas. Las que haces a caballo y las otras, las que te resuenan entre las orejas”. Es en ese punto cuando Amelia se asume definitivamente como Amelio, pues “nombrarse es lo primero que hay que hacer” para sosegar ese enemigo que se agazapa dentro de uno. No es revelar demasiado adelantar que así, como Amelio, vivió los siguientes 70 años, es decir, hasta su muerte.

Conviene en este punto retomar los aspectos formales de la novela: además del tono intimista ya mencionado, Casas construye un andamiaje tan sencillo como efectivo, pues permite narrar en simultáneas las luchas internas del personaje y las batallas de la gesta revolucionaria. En vez de decantarse por una sola voz narrativa, el autor reproduce un diálogo nostálgico entre Amelio Robles y su pareja, Ángela Torres, a quienes les gusta “sacar la memoria de paseo” mientras juegan lotería y beben mezcal. Se sabe que Robles y Torres sostuvieron una relación que se prolongó por más de una década, y que incluso criaron juntos una hija adoptiva.

Y sin embargo, al margen del emotivo final que propone la novela, no se trata de una guerra concluida del todo: si bien tras quince años de trámites Amelio Robles logró ser reconocido por la Secretaría de Defensa como veterano de la Revolución gracias a un acta de nacimiento apócrifa, lo cierto es que su lucha sigue, pues tras su muerte fue inaugurada en su pueblo natal la Casa Museo Coronela Amelia Robles Ávila, espacio que desde el nombre le niega al Coronel su triunfo más preciado.