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Desde hace tiempo, la religión ha recuperado protagonismo en la vida política de México. Durante este último sexenio, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a pesar de autoidentificarse como juarista, en los hechos ha contribuido a difuminar la frontera entre el mundo religioso y el Estado.
Desde la campaña de 2018, AMLO ha instrumentalizado la retórica religiosa como un activo político. Las constantes y reiteradas invocaciones a Dios y referencias a pasajes bíblicos, durante sus conferencias matutinas, asemejan más al presidente a un predicador que a un primer mandatario. Traigo a la memoria aquel episodio, ocurrido en pleno apogeo de la pandemia (2020), en el que López Obrador echó mano a la cartera y extrajo unas estampitas de un par de santos a quienes no sólo identificó como sus guardaespaldas, sino que afirmó que esa era la mejor defensa contra el Covid-19. Aunque en aquel entonces diría que “no mentir, no robar y no traicionar” le ayudaba a no contraer del coronavirus, son ya tres veces que el presidente ha dado positivo al virus. No obstante, las consecuencias más trágicas del escepticismo e irresponsabilidad que marcarían a la estrategia gubernamental recaerían en la población mexicana tres años más tarde: México se convertiría en unos de los países de América Latina con mayor exceso de mortalidad durante la pandemia.
Típico de su discurso populista, el presidente AMLO ha convertido a la arena política en una lucha entre las fuerzas del “bien” y del mal”, donde él y su partido representan al primer bloque y los “enemigo del pueblo”, el segundo. De acuerdo con la retórica presidencial, la sociedad está dividida en dos bandos irreconciliables, entre quienes defienden los intereses del “pueblo” —portadores de valores siempre positivos: “el pueblo es bueno y sabio”— y quienes encarnan a las “mafias del poder”, como denomina el presidente a las corruptas y malvadas élites políticas, económicas y culturales, representantes del viejo régimen neoliberal.
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La “Cuarta Transformación” conforma, antes que nada, un cambio en el terreno de los valores que orientan la convivencia social y, en ese sentido, es una transformación primeramente moral, que se logrará —advierte el presidente— al “purificar la vida pública” en el que el Estado tiene un papel trascendental. Para el presidente, el remedio para resolver los grandes problemas que aquejan al país, como la violencia, el atraso y la corrupción, pasan necesariamente por moralizar a la sociedad. De ahí la importancia, por ejemplo, de la Guía ética para la transformación de México, un documento que recoge los valores culturales y morales distintivos de su movimiento, mediante el cual se alcanzaría la regeneración moral del pueblo bajo su gobierno.
Es claro que en la narrativa dicotómica y moralizante de la “Cuarta Transformación” subyace una lógica refundacional, característica de la ética cristiana, desde la cual —en las palabras del presidente— se logrará “erradicar la corrupción, las prácticas antidemocráticas, la injusticia y los poderes fácticos que aún existen en México y que en el pasado reciente llevaron al país a la decadencia”.
Sin embargo, como Blancarte y Barranco (2019) han señalado, la instrumentalización de elementos religiosos en la gestión pública distorsiona por completo la labor del mandatario en un contexto democrático, quien debe, por un lado, mantener una neutralidad respecto del mundo religioso y, por el otro, no permitir que una moral particular se imponga sobre el conjunto de la población.
Andrés Manuel López Obrador a pesar de autoidentificarse como juarista, en los hechos ha contribuido a difuminar la frontera entre el mundo religioso y el Estado"
Guadalupe Salmorán
Sin embargo, el protagonismo religioso no es sólo retórico. No hay que olvidar que el (todavía) presidente López Obrador llegó al poder, entre otras cosas, gracias a la alianza nacional que, en 2018, estableció con un partido de evidente origen religioso: el Partido Encuentro Solidario (PES; antes Partido Encuentro Social). De muy poco sirvió el cambio de nombre, la participación de ministros de culto en la (re)constitución del partido y haber recibido financiamiento por parte de asociaciones religiosas. Ni siquiera el cobijo que recibió del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación —de quien obtuvo su registro pese a los atropellos abiertos al principio de separación Estado-iglesias— fue suficiente para garantizar su permanencia política en la vida nacional después de los comicios intermedios de 2021.
No obstante, durante su vigencia como fuerza política nacional (2014-2018) se convirtió en una pieza-clave para impulsar una agenda regresiva en materia de derechos humanos, que encontraría eco en diversas entidades federativas. El PES, como sabemos, es una institución política que, además de ser un ferviente defensor de la familia tradicional, se opone abiertamente al aborto, al matrimonio igualitario y a la adopción homoparental. Actualmente, después de un atropellado intento fallido por regresar a la contienda política de las grandes ligas, el PES ha firmado una alianza con el Partido Verde para respaldar la candidatura hoy puntera para la Presidencia de la República, de Claudia Sheinbaum, con el fin de dar continuidad a los programas establecidos en el sexenio de López Obrador.
Desde siempre, las iglesias —especialmente la católica y otras religiones minoritarias, como las cristianas y, ahora, también las evangélicas— han intentado ejercer presión para influir e imponer su agenda moral y religiosa en la definición de las leyes y de las políticas públicas de la nación. Pareciera que la aspiración de los prelados consiste en avanzar hacia una forma de Estado que, en lugar de laico, se transforme en un Estado multiconfesional, en el que el aparato estatal se limite a fungir como (una especie de) mediador entre las distintas “ofertas religiosas” (o iglesias) que reclaman para sí privilegios y favores institucionales.
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A pesar de que la Constitución prohíbe expresamente a las y los ministros de culto usar su investidura para intentar influir en la actividad política, no son raros los casos en que los clérigos en sus prédicas bendigan y pidan a sus fieles orar por candidaturas y partidos específicos. Enteras asociaciones religiosas han llegado a desplegar material propagandístico en sus templos para defender a candidaturas con nombre y apellido. Incluso ha habido casos en que los sacerdotes de la Iglesia Católica han escrito y difundido, durante los comicios, documentos eclesiásticos de la mayor jerarquía doctrinal, con el fin de exhortar a los creyentes a elegir candidaturas que cumplan un “perfil ético mínimo” coincidente con la defensa de los valores y principios “no negociables” para los católicos (Aguascalientes).
Los desafíos al principio de laicidad, sin embargo, no provienen de forma unidireccional por parte de los profesos. En las últimas dos décadas podríamos hacer un largo recuento del abanico de complicidades o —de “colaboraciones proselitistas” como les llama eufemísticamente el TEPJF— entre los actores de la política y los profesos.
En lo que va de este siglo, hemos visto participar en —o incluso encabezar— actos religiosos a quienes encabezan los tres poderes de la Unión y a las dirigencias de todos los partidos políticos de todos los colores. Quienes compiten en elecciones han asistido a ceremonias religiosas y aprovechado la oportunidad para pronunciar discursos con contenido político. Las propias candidaturas han organizado eventos religiosos a fin de celebrar el arranque de campaña. Hemos sido testigos de cómo algunas gubernaturas consagran —es decir, entregan a Dios— las demarcaciones territoriales que representan (en Chihuahua y Veracruz); a alcaldes y alcaldesas entregar las llaves de la ciudad a Jesucristo (en Baja California y Nuevo León); a los partidos políticos y coaliciones electorales pactar con la Iglesia Católica la defensa de los valores cristianos (Durango); a las candidaturas de alcaldías reunirse con los curas de la localidad para que estos últimos difundan los planes de gobierno entre sus feligreses (Tamaulipas); y hasta hemos visto al máximo poder judicial de alguna entidad federativa dedicar a Dios su responsabilidad de administrar e impartir justicia, “poniendo en práctica los valores humanos y cristianos” (Querétaro).
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Lo ocurrido durante los comicios en curso no ha sido una excepción. Las dos candidatas punteras a la presidencia de la República no han desaprovechado la oportunidad para recurrir a la fe para ganar la simpatía del electorado. Tampoco han dudado en utilizar en su propaganda política imágenes de vírgenes y santos en sus actos de proselitismo. Los reclamos por la autenticidad de las convicciones religiosas de la candidata Sheinbaum tampoco han faltado. Las tres candidaturas por la presidencia firmaron el “Compromiso por la Paz” convocado por la Conferencia del Episcopado Mexicano, a fin de que el crimen organizado no se infiltre y amenace la contienda electoral. La visita que las candidatas de “Sigamos Haciendo Historia” y “Fuerza y Corazón por México” hicieron al Papa no fue un impedimento para que también se reunieran con los líderes de diversas iglesias evangélicas. Total, se necesitan de todos para “generar conciencia social y construir paz”.
Quienes compiten en elecciones han asistido a ceremonias religiosas y aprovechado la oportunidad para pronunciar discursos con contenido político"
Guadalupe Salmorán
Como puede observarse, el principio de separación Estado-iglesias, antes que un principio identitario de la República mexicana parece un ideal sitiado tanto por la clase política como los eclesiásticos. El repertorio de prácticas antes descrito no significa simplemente una clara (con)fusión entre el poder religioso y el poder político, sino que pone en riesgo las libertades y derechos de todos.
Recordemos que el principio de laicidad no es exactamente un fin en sí mismo, es un constructo social cuyo propósito principal fue liberar el espacio público estatal de la influencia religiosa, que dio pie al reconocimiento gradual de una esfera de derechos y libertades que hoy reconocemos como fundamentales. El Estado laico surge como un instrumento político-jurídico necesario para asegurar la convivencia pacífica entre seres humanos con creencias religiosas o filosóficas múltiples (incluidos a quienes carecen de éstas) y el disfrute al máximo de sus derechos y libertades, empezando por la libertad de conciencia, la libertad religiosa y la libertad de convicciones éticas.
El arreglo institucional que constituye el principio de separación Estado-iglesias no cayó desde lo alto, responde a la experiencia concreta de un pasado no muy lejano en el que los clérigos tomaron partido en las luchas por el poder político e intentaron imponer —a veces con éxito— (cosmo)visiones o maneras de actuar en la vida pública. La laicidad constitucional es una conquista histórica, resultado de una construcción cultural, social y política que pudo alcanzarse pese a la resistencia de las jerarquías eclesiásticas. Hoy más que nunca conviene no olvidarlo.