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Este martes 25 asistí a la tercera función del esperado estreno en México de “una de las mayores obras maestras de la ópera del siglo XX”, Lady Macbeth de Mtsensk, con que la Ópera de Bellas Artes conmemora el cincuentenario luctuoso de Dmitri Shostakovich (1906-1975), su autor. Lamentablemente, esta partitura, estrenada el 22 de enero de 1934 en San Petersburgo, es más conocida por las vicisitudes que le procuró la censura stalinista que por su música. Su exclusión de los escenarios soviéticos propició, incluso, una versión “suavizada” (Katerina Ismailova) cuando, finalmente, fue reprogramada en 1963.
El tiempo, que todo lo cura, nos ha devuelto aquella versión que tanto incomodó al sistema, y si la trama argumental y la historia asociada a dicha censura dan material para más de una telenovela y varias películas de cine noir, los incidentes que retrasaron un lustro su presentación por estos lares bien podrían ser filmados por Juan Orol e Ismael Rodríguez, ya que van del absurdo a la tragedia; afortunadamente, no hay pandemia ni Lucinazo que dure cien años, ni espectadores que lo resistan y, finalmente, hemos vuelto a tener ópera con todas las de la ley. Ópera en el más anhelado sentido wagneriano de presenciar una obra de arte total, como la que hoy, domingo 30, llega a su fin tras cinco funciones a teatro lleno.
¿Pues qué fue lo que sí vimos ahora? De entrada, un montaje urdido cuidadosamente para narrar una historia de manera coherente y congruente. Que no incurrió en la pretensión de querer pasar por vanguardista o de escandalizar gratuitamente, y vaya que el libreto da para ello, considerando cuántas escenas sexuales incluye y que fueron resueltas con inteligencia y sin falsos pudores. En cuanto a los crímenes… ¡ay! los tenemos ya tan normalizados que, como leí hace unos días, “hoy nos indigna más Emilia Pérez que lo ocurrido en Teuchitlán”.
Firmada por Marcelo Lombardero, esta puesta estaba contratada para verse en el Blanquito mucho antes de que le fuera propuesto el cargo de director de la Ópera de Bellas Artes, precisión que traigo a colación pues no ha faltado el xenófobo que le acuse de incurrir en la autocontratación, una falta que fue muy recurrente en la administración de nuestro compatriota Ramón Vargas. Considerando la trayectoria internacional de Lombardero como director de escena, quedó dentro de las cláusulas de su contrato que, además de su trabajo como funcionario, dirija un título al año “por el mismo boleto”, como decimos coloquialmente. Privarnos de ello, habría sido una inadmisible torpeza.
Tras itinerar exitosamente por varios países desde 2009 que se estrenó en Chile, esta Lady Macbeth llega a México enmarcada por una moderna escenografía, descriptiva y funcional de Diego Siliano, quien durante los interludios instrumentales y otros puntos de la trama incorpora proyecciones entre las que destaca un fragmento de “Caos, no música”, aquel artículo publicado en Pravda el 28 de enero de 1936 que desató la campaña contra este título que, si por algo sorprende, no es por el “torrente de sonidos voluntariamente caóticos y carentes de armonía”, ni por su “naturalismo soez” en el que “todo es grosero, primitivo y vulgar”, sino por el brillante resultado que alcanzó su muy joven compositor al transitar del verismo al expresionismo gracias a una fluida partitura en que es notoria su experiencia como pianista ilustrador de películas mudas.
Hablando de lo que escuchamos, no sé qué me sorprendió más: si la corrección con que sonó la Orquesta del Teatro bajo la dirección de Migran Agadzhanyan –con algunos momentos de inusual virtuosismo, como la participación de los metales que suben al proscenio durante el tercer acto-, o el inédito desempeño del Coro, logrado por Andrea Faidutti: no solamente cantaron afinadamente y con un amplio rango dinámico, ¡hasta se desplazaron sobre el escenario sin atropellarse!
Imposible pormenorizar en los diecisiete cantantes que conforman el elenco. Destacaron tres de los coprimarios, Rosa Muñoz (Sonietka), Tomás Castellanos en su rol del Sargento, y José Luis Reynoso en su rol del Pope (preciso, porque ambos doblan roles), pero me limitaré a los bien elegidos protagónicos: empiezo con los dos tenores, Sergei Radchenko (Serguéi) y Evanivaldo Correa (Zinovi), que, como ha esclarecido en uno de sus imprescindibles textos ese apóstol de la ópera del siglo XX que es Santiago Martín Bermúdez, deben ser opuestos “por su volumen, línea, alcance y timbre”. El primero “es sencillamente un depredador de mujeres en un mundo en el que reina la represión sexual, incluso en el que escasean las mujeres” y Radchenko está como pez en el agua en dicho rol, tanto actoral como vocalmente, en tanto que Correa se queda corto en ambas vertientes, y no sé si sea deliberadamente, considerando las características de su personaje, “sometido a la voluntad de su padre e íntimamente insatisfecho consigo mismo por su impotencia ante todo”.
Como en todo culebrón que se respete, quien se roba la escena es el malvado, el antagonista, que en esta historia es Boris Timoféyevich Ismáilov, el suegro abusador, espléndidamente encarnado por el bajo Hernán Iturralde. Memorable su monólogo del cuarto cuadro del segundo acto, dicho con toda la gracia y lascivia imaginables. Queda el último personaje. Aquél en torno a quien gira toda la historia, esa Katia Lvovna que es víctima, verdugo y trágicamente analfabeta, y que recae en la soprano Lada Kissy, quien más allá del tour de force vocal, atrapa desde aquel primer monólogo, en el que “sola, se duele de su hastío, su insatisfacción y su vida de soltera” para cautivarnos, más adelante, durante su despertar sexual, gracias al mimetismo con que se funde con su personaje, al grado que se le perdona que su voz sonara cansada al llegar a la escena final.
Hago votos por que le asignen recursos al Maestro Lombardero para mantener el nivel de lo que ahora ha presentado. Hacía mucho tiempo que no salía tan dichoso del Palacio de Bellas Artes, tanto por esta ópera, como por ver que, tras casi dos décadas, le han realizado una buena limpieza a sus candiles y, con la muestra de Impresionistas que recién ha abierto al público, regresa al circuito de las exposiciones internacionales.
Tristemente, nunca falta algo que lamentar: los carteles promocionales de la ópera siguen igual de feos y rudimentarios, al parecer, todavía no hallan un buen diseñador, y la exposición “Testigos mexicas bajo un Palacio”, anunciada hasta el día de hoy, cerró anticipadamente y se pierde ese maravilloso espacio que era el Rincón del Tiempo, ubicado a la derecha del vestíbulo, para dar paso a una tiendita de souvenirs. ¿Será tan necesaria, considerando que ya hay una, justo enfrente?