A Antolín Sánchez, con un abrazo solidario.
A Antolín Sánchez, con un abrazo solidario.
La película Tardes de soledad presenta al torero peruano Andrés Roca Rey ante la inminencia de una corrida: se viste, ora y se encamina a la plaza. El filme comienza con una res aún en el campo; el trasfondo es más bien azul oscuro y ayuda a exhibir la mayestática cercanía de uno de los mamíferos más imponentes, más admirados, más consentidos.
El director, el catalán Albert Serra, logra un equilibrio ético entre el sufrimiento del torero y el sufrimiento del toro. Tardes de soledad no es una apología de la fiesta brava y tampoco es una descalificación. Muestra, eso sí, el creciente castigo del animal y tiene la cuidadosa virtud de llevarnos durante la faena y la lidia a la cercanía extrema en la que viven el torero, la cuadrilla y el toro a lo largo de esos diez, quince minutos que quieren salirse del tiempo. Tanto la dirección de cámaras como el manejo del sonido y la edición son, a mi juicio, impecables: no es el espectáculo, es el empeño por crear formas y figuras memorables en el límite entre la vida y la muerte. Serra, por cierto, no escatima un hecho que muy pocas personas entre el público alcanzarán a advertir: en por lo menos dos ocasiones el toro sigue vivo cuando se le corta la oreja y cuando sufre el arrastre hacia las entrañas del coso. La cámara focaliza la escena de modo tan próximo que vemos moverse los ojos y la lengua del cornúpeta y percibimos un resuello cada vez más apagado y doliente, signos de una agonía que se prolonga.
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No hay, sin embargo, voz en off. No hay juicios: juzgue el espectador y decida cada quien según su cada cual en estas sociedades contemporáneas que el agudísimo pensador Niklas Luhmann (1927-1998) analiza más desde la perspectiva de la diversidad que de la unidad.
Estoy hojeando, de Luhmann, el capítulo “Complejidad y sentido”, dentro del volumen Complejidad y modernidad (Madrid: Trotta, 1998, edición y traducción de J. Beriain y J. M. García Blanco). Luhmann critica el concepto de intersubjetividad, pues no logra sostener ni al “inter” ni al “sujeto”: “Cuando uno, como hacen [Jürgen] Habermas y otros, recurre a la noción de intersubjetividad como indicadora de un nivel de validez, con ello lo que hace es disolver sus componentes –‘inter’ y ‘sujeto’–. De este modo, en un mismo movimiento, se está anulando el concepto de sujeto y apelando a un fundamento teórico que de ningún modo se ofrece, sino sólo se insinúa” (p. 32).
Tardes de soledad nos ofrece, acaso, una perspectiva en estos sistemas donde, según Luhmann, nos movemos siempre: conciencia, vida, sociedad. Como él señala, los sistemas son tan dinámicos que no pueden ofrecernos a la vez certidumbre y estabilidad. O lo uno o lo otro. (El conservadurismo del que se nutre el populismo parece ser un deseo inconsciente de poseer ambas cosas, aunque sea en las promesas de campañas cada vez más manipuladoras.) El sujeto torero y el sujeto toro interactúan en tal cercanía que sus vidas penden la una de la otra en una lucha fáctica y simbólica, y allí están los dos sujetos y allí están el inter, el interactuar, el negociar formas y figuras que llegan y tratan de plasmarse en fotografías, películas, imágenes mentales, conversaciones. El toro, por lo demás, si muestra nobleza y bravura, es indultado y curado y regresa a las plácidas pasturas de donde llegó. No debería llamarse “matador” al torero, sino “quien indulta”.
En un mundo carente de formas como el de hoy, un mundo gobernado por amorfos, la búsqueda de “la presencia y la figura” de la que habla San Juan de la Cruz es un recordatorio de que cualquier empeño artístico que aceche una y otras (forma, presencia, figura) merecerá siempre algún reconocimiento.
En estas últimas horas, la fiesta brava ha perdido en México, como otras disciplinas y prácticas, buena parte de su seriedad, de su impacto social (ir a la Plaza México en los años cuarenta y cincuenta era someterse a la sanción colectiva), incluso de su transparencia.
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Al ir bosquejando los párrafos anteriores recordé un hermoso texto de Mario Vargas Llosa acerca de los toros, precisamente. Luego me enteré de la desaparición del novelista. Y me pregunté hasta qué momento estuvo consciente del estado actual del mundo. No lo sé. No lo sabré nunca. En cambio, sí puedo decir que no se habrá despedido muy satisfecho: algún genocidio en esta tierra o en aquella otra (donde agonizan más niños y madres y abuelas y periodistas que cuantos toros de lidia hayan muerto en las plazas desde el nacimiento de las actividades taurinas, allá hace unos dos mil años; agonizan conscientes de que están muriendo, como parece estarlo el toro), un Estados Unidos de América que se encamina alegremente hacia la “dictadura perfecta”, un nacionalismo imperialista cada vez más disfuncional en términos económicos y humanos, una conciencia de que tras la caída del Muro de Berlín en 1989 y de la Unión Soviética en 1991 acaso se perdió la oportunidad de consolidar esa suerte de liberalismo social del que hablaba don Jesús Reyes Heroles, un liberalismo social que combinaría los buenos efectos del libre mercado con los avances del Estado de bienestar en el marco de una economía sana. (Me topé con un libro colectivo de Oxford: Welfare and The Great Recession, de 2019; veo que va comparando las soluciones en países como Dinamarca, España, Grecia tras la “Gran Recesión” de 2008, fruto en buena medida de la codicia especulativa fomentada por Ronald Reagan y sus seguidores.)
¡Estados Unidos! ¡La dictadura perfecta! Sí. Hacia allá vamos si no lo remedian Dios y Bernie Sanders, el sentido común y el periodismo crítico, la conciencia y el trabajo diario de los miles de millones de personas sensatas aquí y allá.
Me dicen que las corridas de toros desaparecen en la Ciudad de México tal y como se practicaban. Quizá se alcance una negociación en que se evite el sufrimiento sin que se pierda la conciencia de que todos los espectáculos son canalizaciones de la crueldad humana y son búsquedas de formas modélicas para la existencia.
Desaparecerán, quizá, las corridas. Ello no impedirá que la vida siga siendo una corrida, esto es, un empeño permanente por sobrevivir guardando las formas e incluso creándolas. (Después de todo, ser peatón en la Ciudad de México es ser torero anónimo e involuntario; hace un par de viernes una señora y un servidor toreamos sin saberlo una motocicleta que pasó a gran velocidad entre nosotros y casi nos rozó muy intersubjetivamente, mientras cruzábamos por Universidad y Copilco aprovechando el hombrecito verde de nuestro semáforo para peatones; las cebras estaban casi ya desdibujadas y aun así eran nuestra zona legal.)
La vida es una corrida. Sí. Y el planeta es un campeonato mundial de futbol. Desde Reagan, los partidos de la economía global se juegan casi sin árbitro y casi sin reglas. Las deformidades que hoy vivimos –lo amorfo– les deben mucho a aquellos años ochenta con recetas y con efectos muy similares a los de hoy: cortes de impuestos a las capas más favorecidas, cortes de servicios básicos a las capas menos favorecidas, aumento en el gasto militar, caudillismo mediático, votantes hipnotizados, codicia desbocada y recesión (hubo una en 1981-1982, durante el primer año de Reagan). Todo ello causó –obviamente– un feroz endeudamiento, y en muy pocos lustros “América” transitó de ser el mayor acreedor a ser el mayor deudor.
Suele citarse la famosa frase de Marx: “La historia se repite primero como tragedia y luego como farsa.” Los años ochenta ya tenían mucho de farsa. ¿Y entonces? Bueno. Siempre nos quedará seguir trasteando la vida y elevando una plegaria, ahora que estamos en Pascua.