Se ha señalado que buena parte de la obra de James Joyce deriva de la relación entre el artista y la ciudad. Harry T. Levin, uno de los mayores expertos en el legado del irlandés, juzga tan importante esa conjunción que comienza uno de sus estudios rastreando la presencia de ambos elementos en la vida del escritor, así como en las formas en que esa relación se trasvasó a sus páginas. Según el crítico, la dificultad para clasificar al novelista con un movimiento literario se debe a que Joyce constituye por sí mismo una escuela, comenzando por el hecho de que creó su propio idioma. No es aventurado decir que una ruta similar fue trazada en nuestra literatura por José Agustín. Desde 1964, año en que fue publicada su primera novela, llamó la atención por la soltura con que narra la vida de Gabriel Guía, joven de clase media alta. Construida con una prosa ágil, con altas dosis de sarcasmo, la novela representó la irrupción del habla juvenil en un terreno hasta entonces reservado a los adultos. No destacaba únicamente por la frescura del lenguaje, también por los conflictos abordados: sexo prematrimonial, aborto, divorcio, alcoholismo, consumo de drogas, incesto, suicidio…
En los sesenta años que han transcurrido, La tumba se ha mantenido en el gusto de los lectores, acaso porque resulta una magnífica puerta de entrada al universo narrativo de su autor quien, dicho sea de paso, también tiene uno de sus ejes en las complejas relaciones entre la ciudad y el artista. Desde hace algunas semanas circula bajo el sello Alfaguara una edición conmemorativa de 308 páginas que, por sus características, resulta mucho más que una reedición. Mención especial merece el diseño del libro, colmado de detalles que condimentan la lectura: réplica de notas que el autor trazó a mano sobre el original de la novela, fotos de la época, guardas y encabezados de colores.
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Puede decirse que la nueva edición de La tumba no cuenta una, sino dos historias de juventud relacionadas en forma de cajas chinas. La primera es la novela protagonizada por Gabriel Guía, estudiante de preparatoria que narra sus tribulaciones diarias y que se enfrenta al mundo con una mezcla de desparpajo, abulia y rebeldía. Si bien el soundtrack y la topografía de la novela han cambiado desde entonces, la vigencia de los conflictos resulta sorprendente: el profundo hartazgo que Gabriel siente frente a una vida prediseñada por sus padres se parece mucho al que mi generación sintió en los años noventa, y no es arriesgado imaginar que también se parece al hartazgo con que las nuevas generaciones observan el caótico planeta que están a punto de heredar.
Al leer las 120 páginas que integran la novela, es posible identificar en las aventuras de Gabriel, Dora, Germaine y Elsa algunos temas y situaciones que hoy pudieran parecer lugares comunes. Pero debe tomarse en cuenta que hace seis décadas, cuando esta novela fue publicada, esos tópicos y situaciones irrumpían con un viento de novedad en aquello que Enrique Serna llama los “cánones enmohecidos” de la época, abriendo así nuevas rutas en beneficio de las generaciones posteriores. Un ejemplo: treinta y cuatro años antes de que Roberto Bolaño publicara Los detectives salvajes, los lectores de La tumba ya leíamos cómo Gabriel ingresa al Círculo Literario con dinámicas parecidas a las que el poeta García Madero aceptaría para poder formar parte del realismo visceral.

La segunda historia que esta edición nos ofrece no resulta menos interesante, pues a través de un nutrido corpus de testimonios, fotografías, reproducciones de portadas, ensayos y semblanzas, documenta el proceso de formación de un escritor. Así, al prólogo de Brenda Navarro y la semblanza de Leopoldo Lezama se suman una serie de conversaciones con Margarita Bermúdez, Elsa Cross, Enrique Serna, Yuri Herrera, Hilda Ramírez y Margarita Dalton, entre otros personajes cercanos al novelista. Dichos testimonios, recopilados por Dalila Carreño, permiten reconstruir el arranque de la carrera literaria de José Agustín desde que, en 1961, un jovencísimo aspirante a escritor se presentó con un manuscrito bajo el brazo en el taller literario de Juan José Arreola. El cuento, titulado “Tedio”, de inmediato atrapó la atención de Arreola. Al relato se fueron sumando nuevas entregas. El 19 de agosto de 1963, fecha en que el escritor cumplía 19 años, el autor de La feria llamó por teléfono a su alumno para decirle que estaba dispuesto a publicar la serie de textos si Agustín aceptaba trabajarlos. Una vez a la semana, profesor y alumno de reunieron a pulir, frase por frase, el manuscrito que se convirtió en La tumba y que, en 1964, fue publicada en la colección Mester con un tiraje de 500 ejemplares.
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Los testimonios, además, construyen una red que conecta al volumen con otros títulos clave en la obra de José Agustín. Además del pasaje ya mencionado, que es descrito por José Agustín en Vuelo sobre las profundidades, Margarita Bermúdez nos permite atestiguar cómo el novelista comenzó a esbozar Se está haciendo tarde (final en laguna) en las envolturas de las tortas que su padre le llevaba a la prisión de Lecumberri. Para quienes crecimos leyendo las páginas de El rock de la cárcel estas conversaciones resultan invaluables, pues permiten acercarnos con nuevos ojos a pasajes ya conocidos. Elsa Cross, por ejemplo, recuerda un episodio digno del relato “No hay censura”: en 1968, durante un programa de televisión conducido por Agustín, la transmisión fue cortada abruptamente cuando la poeta comenzó a leer al aire un poema que era crítico con el gobierno. Otras de las conversaciones tienden puentes a la época en que el joven escritor viajó a La Habana y se enlistó en las brigadas de alfabetización, aportando nuevas claves a lo narrado en Diario de un brigadista.
La edición conmemorativa de La tumba confirma que José Agustín es uno de esos pocos escritores a quienes podría aplicarse una frase pronunciada por Samuel Clemens, ese clásico de la literatura universal que renegaba de serlo: “Mis libros son agua, los de los grandes genios son vino. Todo el mundo bebe agua”.