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Creo reconocer en el libro de Fernando Fernández la tenacidad preliminar y propicia a la obsesión que suele adornar a un biógrafo. Hace tantos años que explora la obra de Gerardo Deniz que estos ensayos, Mar en turco, constituyen la antesala a una biografía. El mismo Fernando Fernández advierte: “Frecuentaba al poeta de manera asidua desde 1989; había estudiado su obra al detalle, al grado de escribir una tesis universitaria sobre el tema; fui su editor no pocas veces; comí, bebí y conversé largamente con él ya para entonces hacía más de veinte años. En lo que eso pasaba, en infinidad de ocasiones me referí por escrito a su vida y a sus libros, con frecuencia ayudado por él mismo.” Una biografía se antojaría necesaria no únicamente para redondear los géneros que el ensayista ha visitado hasta ahora, sino también para rescatar la personalidad sibilina y seductora que fue Juan Almela, un verdadero “raro” en la modernidad mexicana.
Gerardo Deniz se parecía, escribe Fernando, a “la personalidad del capitán Nemo, aquel enigmático individuo que vivía sumergido en los fondos marinos, ajenos a novedades y noticias, dedicado a sus múltiples curiosidades y empresas íntimas”. María Luisa Puga lo hizo caber en el adjetivo “escueto” y, sin embargo, los paseos de Mar en turco cumplen un demorado viaje por el mar sigilosamente navegado por el poeta destacado por Octavio Paz como “el poeta más original entre los aparecidos, en América y España, durante los últimos años”, es decir, en los sesenta del siglo pasado.
Fernando Fernández apostilla dos correspondencias: la primera con Octavio Paz cuando Gerardo Deniz se atrevió a enviarle sus poemas a la embajada de la India, y la otra con Georges Dumézil que Juan Almela tradujo para los lectores de lengua española. ¿Por qué el ensayista opta por comentar los intercambios epistolares en lugar de editarlos como se acostumbra? Tal vez, para seleccionar lo que mejor pinta a su personaje, agregar su propia visión de los hechos y no limitarse a una acumulación de notas no siempre muy amables para el lector.
La doble personalidad de Juan Almela/Gerardo Deniz se evidencia claramente en el primer epistolario: Juan Almela corresponde al corrector y al traductor, y Gerardo Deniz al poeta. Él mismo le explica a Paz la razón del seudónimo: “No es por imitar a Perse, ni tampoco que quisiera despistar a mis inexistentes admiradores y detractores. Es que tengo mi pequeña doble vida y me daría un telele si media docena de personas -no más- vieran casualmente algo por ahí y me llegasen con lo que ‘Yo no sabía que tú/ usted…’ No me disgustan los teleles, pero siquiera que tengan un buen motivo”. Por su lado, el corrector de Libertad bajo palabra le promete al autor: “Eso sí: le traduzco un poema de Mayakovski al sánscrito por cada errata que encuentre”. El humor irradia las cartas y, en general, el trato de Gerardo Deniz con Octavio Paz de una manera bastante excepcional con respecto a los otros epistolarios del poeta. Por lo demás, Gerardo Deniz se expresa con una franqueza que tal vez provenga de su origen español, y la soltura de quien conjuga la audacia con la timidez. Acerca de la renuncia de Octavio Paz a la embajada de la India a raíz de la matanza de Tlatelolco, Gerardo Deniz opina: “No sé si estará bien pensado o no, si sea contraproducente o luminoso. No importa. No sé de esas cosas, pero sé que ‘bien pensado’, ‘contraproducente’, etc. no son expresiones que quieran decir gran cosa en muchas ocasiones.” La franqueza también se vislumbra en la descripción que le hace del Fondo de Cultura Económica: “En el Fondo no hay más que mierda, y aparte de esa abundante sustancia, yo (que todavía me salvo un poco) y tres o cuatro Mujeres (con mayúscula), como en cualquier lugar donde haya 30 o 40 mujeres (con minúscula). En vista de que ninguna de ellas intervino en la edición (Libertad bajo palabra), el espléndido soy yo.”
Reconforta al lector que lidia con la poesía de Gerardo Deniz, leer que Octavio Paz le pide aclaraciones acerca de palabras que desconoce: “Taquipnea es la respiración acelerada, jadeante. El ditisco o dítico es un escarabajo acuático; es maravilloso verlo surgir de las profundidades silenciosamente, como un personaje de otro mundo -lo es. Un alifrit es un genio, como el de la lámpara de Aladino, ni más ni menos. Qotar es un topónimo imaginario; soñé la palabra a los trece años.”
La segunda correspondencia con Georges Dumézil más bien da pie a evocaciones del laborioso Juan Almela. Fernando Fernández recuerda su primera visita a la casa del poeta, “un viernes de julio o agosto de 1988”: sólo dos retratos de Béla Bartok y Georges Dumézil cuelgan en las paredes y, precisa Fernando, “el único adorno era un alebrije azul posado sobre la tapa cerrada de un tocadiscos descompuesto.” La traducción constituye el meollo de este apartado. Carente de cualquier intención teorizante, el autor de unos cincuenta traslados del inglés, francés, alemán, italiano, ruso y portugués, a los cuales, más tarde, se sumaron el danés, el sueco y el holandés, advierte llanamente: “La traducción es un modo higiénico de ganarse la vida. Tiene estupendas ventajas: la hace uno a solas, cuando quiere, etc. Se vuelve algo abominable si no le interesa a uno el texto que traduce, o no lo entiende. Hasta ahora (toco madera) he conseguido evitar esta desgracia.” Y concluye sin ambages: “A traducir se aprende haciéndolo.”
Fernando Fernández acredita en su libro cualidades ensayísticas que, de seguro, habría apreciado Gerardo Deniz: ofrece una visión sin tapujos ni velos de la escasa y deficiente recepción de la obra del poeta, acerca de la que Octavio Paz había vaticinado desde el primer momento: “Usted lo sabe mejor que yo, su poesía irritará o deslumbrará, según el caso, pero pocos la comprenderán”. La excepción a la indiferencia generalizada encarna en Eduardo Milán quien “nunca dejó de atender el desafío que esa poesía le planteaba.” Y la posición contraria de detractor, de “outsiderde buena conciencia”, encarna en Evodio Escalante.
Dejé para el final dos capítulos que me parecen los más logrados e inesperados del libro: “La vida contada a María Luisa Puga” en su novela de 1987 La forma del silencio y “Almas gemelas: Gerardo Deniz y Pedro F. Miret”. Fernando descubrió tardíamente que María Luisa Puga había cumplido en la ficción lo que él pretendía lograr a través de la exploración ensayística. Nadie reconoció en su momento al personaje de la novela de María Luisa Puga, llanamente llamado “Juan”, que no era poeta, sino un hombre sin atributo aparente. “Esté donde esté, escribe la novelista, descuella sin buscarlo. Su porte es más alto que el normal. Su cuello es curiosamente rígido. Gusta llevar el pelo extremadamente corto, por lo que su nuca rasurada tiene un no sé qué de reproche”.
Ya entrada en una mayor profundidad psicológica, María Luisa Puga esboza las contradicciones del personaje: “Es plácido y hermético al mismo tiempo. Burlón y compasivo. Tímido y pudoroso. Parece un loco que anda buscando aspirar la esencia del placer y lo hace cada vez que se libera de la atención de los demás”. Gracias a su talento narrativo, así como a las largas conversaciones que sostuvieron en la editorial Siglo XXI donde ambos trabajaban, María Luisa Puga ofrece la verdad de la ficción que compite valerosamente con la verdad del investigador. Es una valiosa “mise en abîme” de géneros que ella le regala a quien, esperemos, dentro de poco se volverá el biógrafo de Gerardo Deniz.
Fernando Fernández también podría volverse novelista para desentrañar el misterio que surge en el capítulo sobre las almas gemelas de Gerardo Deniz y Pedro F. Miret. “Singulares y únicos como fueron por separado, lo normal es que su relación resultara única y singular, por cierto como pocas en la historia de la literatura mexicana.” La trama de la novela se trasluce en el resumen de la relación: “A partir de entonces y a lo largo de una década, particularmente desde 1949, fueron amigos íntimos. En septiembre de 1955, sin que mediara conflicto de por medio, dejaron de verse. En lo que les quedaba de vida no volvieron a hacerlo, con una sola excepción: una tarde de agosto de 1986, cuando Eduardo Mateo Gambarte y José de la Colina, amigos comunes que los habían conocido y tratado por separado, los invitaron a comer con el propósito de reunirlos una vez más. Habían transcurrido 31 años desde su último encuentro. (…) Los dos aceptaron que, de encontrarse en la calle, no se habrían reconocido”. ¿Qué sucedió el 16 de septiembre de 1955 cuando, tras meses de creciente lejanía, se separaron? Es el misterio que queda por desentrañar: ¿cómo dos personas que se definían a sí mismas como “almas gemelas” dejan un buen día de verse sin que medie ningún motivo? El capítulo concluye con la pregunta que podría guiar la novela que Fernando Fernández nos debe: “¿Contó Juan Almeda a Pedro Miret, la única vez que volvió a verlo, que se había vuelto un lector voraz e impenitente y un profundo conocedor de todo cuanto había escrito?”
Quizá Fernando pensaba cerrar un ciclo con la recopilación de Mar en turco. En realidad, el volumen parece ser el augurio de los dos libros que aún le quedan por escribir: la biografía de Gerardo Deniz y la novela de la misteriosa desintegración de dos almas gemelas.