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Latrón fue el único pensador que la antigua Roma produjo. Mientras que Lucrecio o Séneca debían todo a Grecia, Latrón refutó el pensamiento de los griegos. Decía: “La reflexión racional es quizá lo más sentimental que hemos hecho”. Decía: “No conozco remedio para la sabiduría”. De él es, en fin, la fórmula: “Nadie es bueno voluntariamente”.
Marco Porcio Latrón nació en Córdoba en el año 696 de Roma (57 a.c.). De niño perdió la memoria durante seis días. Compuso argumentos y discursos que no se han conservado.
La coz de una novilla casi lo mató, por lo que a los cuarenta años se volvió un extraño. Abogaba por velar el rostro de las mujeres. Le gustaba cazar con estaca más que cualquier otra cosa.
Exiliado por Augusto a España, se suicidó en el año 4 a.c.
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I
Cuatro españoles se habían jurado amistad: Clodius Turrinus padre, Anneo Séneca, Junio Galión y Porcio Latrón. Sólo los tres últimos hicieron el viaje a Roma. Sólo los dos últimos pasaron ahí lo esencial de su vida. Sólo el último deseó no volver a ver nunca la roja tierra de España.
Marco Porcio Latrón nació en la ciudad de Córdoba en el año 696 de Roma (57 a.c.), en el seno de una familia de rango ecuestre. Al final de su vida, en algunas ocasiones, afirmaba haber amado cuatro cosas; en otras, sólo tres: la voz, el coito, el bosque. A veces agregaba los libros, pero decía que sólo le gustaban unos cuantos. Compuso noventa y seis controversias. Séneca padre afirma que habría redactado ciento diez. En la novela, apreciaba la energía. Deseaba que la voz se hiciera escuchar, que la acción transcurriera a gran velocidad, que el autor llegara al punto en que deja de dirigir. Séneca escribió: “Su voz era robusta y sorda, velada por las vigilias y la falta de cuidado. Pero poco a poco se elevaba gracias a la potencia de sus pulmones y, por poca fuerza que pareciera tener cuando comenzaba a hablar, se fortalecía por su propio uso. Nunca se preocupó de ejercitar su voz. No podía perder los rudos y agrestes hábitos de España. Vivía a merced de lo que se presentaba. No hacía nada por su voz, no la conducía por grados de la nota más grave a la más aguda y, a la inversa, no la forzaba a descender del tono más agudo por intervalos iguales. No se secaba el sudor. No intentaba reanimar su aliento caminando”. Cuando estaba en la flor de la vida, perdió poco a poco la visión de su ojo derecho a consecuencia de las frecuentes vigilias. Decía que la vela, cerca de la estantería, y el reflejo de la llama en la cera (de la que estaba recubierta la estantería), le habían quemado el ojo. Odiaba el cabello ondulado. Escribía a toda velocidad y decía de cada uno de sus libros que había sido un ciervo o un lince el que había saltado de un matorral a su alma. Tenía una memoria que todos los oradores y los declamadores de la Roma de entonces le envidiaban. De niño, sin embargo, había perdido todo recuerdo. Esta pérdida de la memoria había coincidido en el tiempo con la peligrosa decisión tomada por César al abandonar las puertas de Rávena frente a un pequeño arroyo llamado Rubicón, que significa “enrojecer” en latín.

Porcio tenía nueve años cuando recibió en la cara la coz de una novilla, que le dejó inconsciente durante seis días. Séneca cuenta que perdió la memoria y que tuvo que aprender de nuevo los detalles de una vida que había olvidado. Conservó una cicatriz en la cara que iba de la parte superior de la oreja hasta el arco por encima de la ceja. El mugido de los toros y las vacas le espantó toda su vida. Decía que a los quince años aún se desviaba de su camino para evitar los campos donde pastaban.
En el año 43 a.c. viajó a Roma en compañía de L. Anneo Séneca (éste último, cuarenta años después, tuvo tres hijos tras regresar a España y casarse con Helvia: Séneca el procónsul, que conoció a San Pablo, Séneca el filósofo, que unió su destino al del emperador Nerón, y Séneca el banquero, que tuvo por hijo a Lucano). Los dos jóvenes cordobeses recibieron lecciones de Márulo. Márulo prescribía que fueran bruscos y breves. Exigía que todo fuera articulado hasta la sequedad en el tono, preciso hasta la aspereza en el vocabulario, sorprendente hasta la brusquedad en la construcción de la frase y, en cuanto a la duración, puntual hasta ser cortante y breve. Seco para llegar al oído. Áspero para llegar a la mente. Brusco para retener la atención e inquietar el corazón. Breve, para dejar con hambre en lugar de aburrir.
II
Porcio envejeció y compuso mucho. El 7 de diciembre de 43 a.c., Cicerón, mientras sacaba la cabeza de las cortinas de su litera, fue degollado por Popilio bajo las órdenes de Antonio. De muy joven, Latrón había atacado lo que los griegos llamaban “Logos” y que los antiguos romanos nombraban “Ratio”. Es la razón. Latrón comenzaba sus paradojas con la siguiente afirmación: “El que gana una controversia puede estar equivocado. El que argumenta mal puede tener razón”. A los declamadores mayores les irritaban estas provocaciones, que siempre ponían en entredicho su arte. Latrón prohibía que se lanzara el aire desde el fondo de la garganta con demasiada vehemencia. Su voz era apagada pero poseía una energía nacida de la convicción. Esa energía también podía verse en su único ojo. Amaba la caza. Saboreaba la naturalidad y la verdad. La frase que ha permanecido más viva en la memoria de quienes siguieron sus cursos es la siguiente: “Para los seres que lo desean, el pensamiento argumentado es un manto galo encapuchado”. Pronunció esta frase cuando ya había pasado los cuarenta años y se había vuelto extraño. Es cierto que esta frase combina dos imágenes que poco tienen que ver entre sí. Fue la enseñanza de Márulo la que propugnó estos choques entre una palabra abstracta y el capó de un abrigo. Sostenía que no había que decir “controversia” sino “causa”. También enseñaba que no había que decir scholastica ni declamatio sino dictio. Los oyentes siempre se apresuraban a sus lecturas cuando leía novelas. Anneo Séneca escribió: “Nunca releía la declamación que iba a pronunciar para aprendérsela de memoria: la había aprendido escribiéndola. Este fenómeno es tanto más notable de mención cuanto que no escribía lentamente, deliberando sobre cada palabra, retorciendo la frase de cincuenta maneras, sino con la misma impetuosidad, por decirlo así, que cuando hablaba. Si hubiera tenido tiempo libre, se habría entregado a todo tipo de juegos y diversiones. Si se hubiera lanzado a los bosques y las montañas, habría sido superior a los campesinos nacidos en los montes y en los bosques por su fuerza para soportar el cansancio y su destreza en la caza. La naturaleza, ayudada por la educación de la infancia, le había dotado de una buena memoria. Es más, había adquirido un arte incomparable para almacenar y retener lo que no debía olvidar, hasta el punto de que era capaz de hospedar en su memoria las declamaciones que había pronunciado, de modo que los cuadernos se habían vuelto superfluos para él. Decía que escribía directamente en su mente”. (Séneca padre, Controversiarum liber primus, XVII).