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A Irad León
Andando a prisa por la vieja y bulliciosa calle Independencia (hoy 16 de Septiembre), señalo a la atención de mi amigo un notable edificio: el que alberga a la Pastelería Ideal (una de las panaderías más antiguas de la ciudad fundada por el asturiano Adolfo Fernández Zetina en 1927 y en la que, se dice, nació el “pan de caja”). Su fachada es un tanto baladí, sin embargo, en su interior –entre conchas, donas, chilindrinas, besos, orejas, campechanas y pasteles– yace un sólido prodigio: los restos de la arcada de la huerta y jardín del insigne e inmenso exconvento de San Francisco, el más antiguo e importante de América. Mi amigo y yo nos asomamos por los cristales, desde afuera –no queremos espantar con nuestro soplo etílico a la refinada y golosa concurrencia concentrada en la rebatiña de los bizcochos–, para apreciar así los resquicios del pórtico remoto.
Seguimos nuestro camino. El apremio por llegar a La Faena aprieta nuestros pasos bajo la zagala noche. Así llegamos al cruce con la calle Gante. “En estos días volveremos y recorreremos esta rue –le anticipo a mi amigo–, pues posee eminentes curiosidades y dos que tres vibrantes cantinas y alegraderos”. Mientras caminamos, le hago observar a mi amigo los edificios de las cuatro esquinas de esta convergencia: a la derecha, El edificio Edison, que alojó por muchos años a la compañía del mismo nombre, de altos muros de tabique industrial extruido, inaugurado en 1925; y en frente, el afrancesado edificio Luz y Fuerza, inaugurado en 1918, de fachada redondeada forrada de roca chiluca (ambas construcciones son obra del arquitecto José Luis Cuevas Pietrasanta); luego, a la izquierda, se haya el que es considerado el primer estacionamiento de la ciudad, una edificio de persianas de concreto proyectado en 1947 por el arquitecto José Villagrán García, padre de la arquitectura moderna mexicana y del funcionalismo (¡pero qué mal envejeció!, la tendencia esa, pues); y frente a él, el Edificio Siena, de estilo art decó, en cuyos bajos (en donde ahora se encuentra un restaurante argentino) estuvo hasta la década de 1960 la cantina y rosticería Bar Paolo. (A lo mejor ahí nació la tradicional “rifa del pollo”).
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Más adelante, poco antes de llegar al cruce de 16 de Septiembre con Bolívar, le señalo a mi compañero de andadas –que es de singular entendimiento en temas de arquitectura– la actual sede de la Asociación de Bancos de México, que antes fue el Colegio de Santa María de la Caridad para niñas (doncellas) pobres (mestizas y españolas), fundado por fray Juan de Zumárraga, primer arzobispo de la Nueva España, bajo “memorable acta”, el 10 de junio de 1548, y que fue restaurado y reconstruido en 1994 por el arquitecto Ricardo Legorreta. Desde entonces, su claustro es el salón de fiestas favorito de los nuevos ricos de la ciudad.
Al fin llegamos a Bolívar (que en ese tramo antes llevó el nombre de Colegio de Niñas y que ahora honra al Libertador del Sur en razón de que, en su visita a nuestro país, en el verano de 1799, se hospedó (un par de noches) en una casa ubicada en esta calle). Antes de virar a la derecha nos detenemos por un momento, pues a mi amigo le llama la atención un encumbrado edificio que se alza en este cruce. Se trata del antiguo Banco de Londres, edificado por Miguel Ángel de Quevedo, que ahora es sede de la biblioteca de la Suprema Corte de Justicia y que también fungió por un tiempo como la Embajada Inglesa.
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Entonces, por un instante, fabulo (quizás impelido por el tequila que traigo entre pecho y espalda): Si mi amigo y yo hubiéramos emprendido este beodo periplo no ahora sino en la década de 1950 habríamos podido visitar la afamada cantina La Reforma, que estaba en la contra esquina del Banco de Londres, en la parte baja de un edificio neocolonial. Se dice que en su momento esa fue la cantina más garbosa y pisaverde de la ciudad, ya se sabe: finas maderas y oscuros tapices, vidrios biselados, garzones enmoñados y peinados con Brylcreem… La Reforma (como ya hemos dicho en pasadas entregas) tenía una amplísima barra oval y era el aguadero favorito del presidente Plutarco Elías Calles. Actualmente en su lugar existe un negocio de camisas, corbatas, trajes… (¿todavía hay hombres que usan trajes, además de los políticos, poetas y cándidos novios?).
Y al salir de La Reforma, mi amigo y yo habríamos podido rematar en la cantina Montecarlo, que estuvo en frente, en la esquina del pretérito Colegio de la Caridad (al que ya nos hemos referido). De este último abrevadero existen muy pocas referencias. A caso la más notable sea la fotografía publicada en el libro La ciudad de los palacios, del sabio historiador Guillermo Tovar y de Teresa, que deja ver que en la esquina de este edificio –que durante el siglo XIX hospedó al icónico Teatro Colón (luego Cine Imperial) – estuvo el Montecarlo.
Mi amigo me sacude por el brazo, sacándome de golpe del marasmo en el que me hallaba fruto de mis ensoñaciones. Entonces giramos a la derecha, sobre la calle Bolívar. Al fondo, a la izquierda, en la siguiente cuadra, se ofrecen a nuestros ojos dos hitos del centro de la ciudad: el monumental Reloj Otomano y la provecta cantina el Gallo de Oro. En cuestión de segundos llegamos a la pequeña plaza que acoge al cronómetro morisco, conocida popularmente como Plaza de la Ranita y que antes se llamó Plaza del Colegio de Niñas.
Nos detenemos ahí –La Faena está a tan sólo unos pasos– y mientras miramos de frente al reloj, como telón de fondo un letrero luminoso que dice EL GALLO DE ORO. DESDE 1874, le cuento a mi amigo que, aunque no existe constancia, me gusta imaginar que Juan Rulfo –que hacia 1947 vivió muy cerca de aquí, en una buhardilla de la calle Filomeno Mata número 17– ideó en esta placita, mirando hacia el sur, como ahora lo estamos haciendo nosotros, dos de los títulos de sus libros: El gallo de oro, por la cantina, y Una estrella junto a la luna, por la medialuna y la estrella, símbolo del islam y escudo del imperio otomano, que se haya en la veleta de la cúpula de este reloj turqués.
“!No marches¡, Una estrella junto a la luna –glosa e interrumpe mi versado amigo– fue el primer título tentativo que Rulfo formuló para su novela Pedro Paramo, en cuyas páginas, por cierto, puede leerse acerca del cielo de Comala: ‘[…] negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna, la estrella más grande de todas’”. La noche se está volviendo enorme y La Faena nos espera con los tequilas abiertos.
Continuará…
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