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La Venezuela de hoy, país sitiado y secuestrado −en palabas de Lena Yau− no puede menos que mostrarse en la literatura. A través de ella vive y narra “el trauma a raíz de la franca pérdida de un país y de un estilo de vida, de la feroz violencia social y política, la inseguridad jurídica, el malestar económico, entre otras manifestaciones de la crisis”, expresa Keila Vall de la Ville.
Conversamos con ocho escritoras venezolanassobre la literatura que se hace con y desde la “hermosa, violentada y complejísima Venezuela” de la que se duele María Elena Morán. Exploramos ese que Martha Durán llama un extrañamiento sumado a la “nostalgia de un momento pasado que nos hace sentir extranjeros en la propia tierra”. Hablamos sobre la memoria que persiste, la poesía que resiste, la prosa que insiste.
Heridas fundacionales
“Elisa Lerner, a través del poderoso influjo de Milagros Socorro, influyó con fuerza en mi forma de entender la prosa literaria, el mundo político implícito en la literatura (relación entre madres e hijas, familias, compromiso ideológico, sentido del origen) y, sobre todo, el poso intelectual de todo acto literario. Elisa fue el primer camino para llegar a Doris Lessing o Natalia Ginzburg”. Eso descubrió la narradora y periodista Karina Sainz Borgo —aclamada y premiada por su novela La Hija de la Española (2019)— cuando se arrancó de su país y decidió distanciarse porque “apenas podía leer o metabolizar lo nacional”: con J. M. Coetzee y Thomas Bernhard descubrió “el lugar más profundo desde el cual quería escribir, sin abandonar jamás esa fuerza cosmopolita, envolvente y descarnada (a la vez que esteta y perfecta) de la obra de Elisa”.
Desde España la narradora, crítica literaria y periodista Michelle Roche Rodríguez apunta que ha bebido, entre varias, de la obra de autoras venezolanas contemporáneas que considera deberían tener más proyección en el exterior: Michelle Ascencio con su trabajo sobre los imaginarios religiosos venezolanos “evangélicos, marialionceros y santeros, además del catolicismo popular como una imagen de la polarización política imperante en los primeros años del siglo XXI” y Ana Teresa Torres con “la intersección entre lo que ocurre en el espacio público y lo personal a lo largo de la historia, su interés en el estudio de la subjetividad femenina y su entrada de lleno en la psique del país con La herencia de la tribu (2009) al analizar los mitos contemporáneos de los venezolanos y la relación con la Revolución bolivariana”.
Con los pies en “una memoria ahuecada, desvelada, llena de préstamos lingüísticos” la narradora, poeta, periodista e investigadora Yau evoca las lecturas —entre una extensa lista— de José Antonio Ramos Sucre, Ana Enriqueta Terán, Rómulo Gallegos, Adriano González León, Silda Cordoliani y José Balza. De su generación, Eleonora Requena, Cristina Falcón, Slavko Zupcic, Julieta Omaña, Gisela Kozak, Gustavo Valle, Adalber Salas Hernández y “un autor fundamental cuya obra siempre es invitación, estímulo, aprendizaje: Juan Carlos Méndez Guédez”.
Para Vall de la Ville, reconocida por los International Latino Book Awards en dos ocasiones, “han sido flashes, destellos que me han dejado a la intemperie por un instante para luego mostrarme caminos posibles, o me han ofrecido un entendimiento momentáneo” las obras de Armando Rojas Guardia, Jacqueline Goldberg, Carlos Ávila, Cecilia Ortiz y Edda Armas, por solo mencionar algunos en su catálogo de memorias.
La escritora y periodista venezolana Arianna de Sousa-García, ganadora del Premio Jesús Márquez otorgado por el diario regional El Tiempo en 2016, despliega en su inventario a Job Pim, José Barroeta, Margara Russotto, Esdras Parra, Enza García y Miguel Hernández Zambrano, entre muchos, destacando que “si hay algo entre el trabajo de todos ellos y el mío, es la búsqueda incesante del lenguaje por nombrar una herida llamada país”. La autora de Atrás queda la tierra (2024) señala que su libro “no existiría sin Gerbasi, Tráfico, ni Almela, sin Otero Silva, sin Cadenas, sin 70 años de crónicas en Venezuela, sin lo transgenérico tan presente en la literatura venezolana, por ejemplo” y lo considera una oda a todos ellos y a su producción.
Desde la Venezuela “que se cuela en mi lengua y en mi forma de ver la vida”, la escritora y profesora universitaria Yhonaís Lemus encuentra en Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado, María Calcaño y Elizabeth Schön, por mencionar algunas, la poderosa capacidad de “elaborar unidades discursivas que antes no habían sido verbalizadas, al menos en la literatura venezolana. Todas ellas lograron articular un decir que surge de la necesidad de mostrarse como mujeres; ya sea desde el espacio íntimo de la casa, como lo fue en el caso de Machado, desde el erotismo femenino de la poética de Calcaño, o la poesía mística y existencialista de Schön. Desde su lugar de enunciación lograron trazar el camino para toda una tradición literaria de mujeres que escriben en mi país”.
Entre las literaturas que han sido faro y pregunta para las autoras con quienes conversamos también se repiten las de Salvador Garmendia con Los pequeños seres (1959) y Difuntos, extraños y volátiles (1970), “determinantes para trazar ciertas inquietudes estilísticas y argumentales en cuanto a mis búsquedas como escritora (…) específicamente por el hecho de poner el acento en el lenguaje”, explica Durán. Teresa de la Parra y su novela Ifigenia: Diario que una señorita escribió porque se fastidiaba (1924) es homenajeada por Roche Rodríguez con su libro Malasangre (2020); entregó a Morán sus primeras “rebeliones feministas, de adolescente, aunque en el momento no supiera lo hondo que eso estaba operando en mí y en mi futuro”, y fue de gran importancia en la adolescencia de Durán al abrir su apetito por leer historias. Yolanda Pantin es “poeta fundamental de nuestra tradición, que penetra en el problema de la relación entre lo íntimo y lo político en sus obras” en palabras de Roche Rodríguez. A Rafael Cadenas “vuelvo cuando necesito sacudirme el ego, cuando estoy perdiendo tiempo en ‘ser escritora’ en vez de estar escribiendo. La actitud de su poesía es un antídoto. Él y Eugenio Montejo son de mis poetas favoritos, no solo de Venezuela, sino del mundo”, exclama Morán.
Arturo Uslar Pietri, Miyó Vestrini, José Rafael Pocaterra, Ida Gramcko, Hanni Ossott, Igor Barreto y Natasha Tiniacos también resuenan, de una y todas las formas en las escrituras de hoy pues sus temas diversos, estilos igualmente múltiples, voces únicas y búsquedas particulares inauguraron obsesiones y han sido punto de partida, lugar de la sincronía, la pregunta y la mirada.
Arrancarse del país o metabolizar lo nacional
¿Existe tal cosa como un “sello de país” que se revela en la escritura? Sainz Borgo no cree en las literaturas nacionales. Afirma que vuelve a la tierra natal en sus pesadillas y en sus novelas, condenada a su venezolanidad, pero “la idea de una patria literaria, de una literatura venezolana, latinoamericana, occidental, femenina o militante en cualquier epígrafe” le resulta castrante: “creo en los diálogos con autores, no con países”, defiende.
Encuentra, eso sí, que la narrativa contemporánea de su país se caracteriza por el retorno a la tierra, la pérdida, el origen —sus heridas fundacionales—, y el abandono de “ese tono impostado del paseante de la democracia, de flâneur de los Palos Grandes (aquellos narradores encerrados en sí mismos, en sus habitáculos emocionales e intelectuales)”. Sin estimar la literatura de otros tiempos como mejor o peor, destaca más bien que se trata de una cuestión de vísceras: “Gallegos escribió desde el desgarro —a su manera— como Ramos Sucre escribió enceguecido por una luz incontrolable. Tuvieron que transcurrir años amargos para que lo auténtico emergiera en su versión más desaforada”.
Vall de la Ville tampoco se formó específicamente con literatura venezolana y no cree que haya algo en particular que resuene en su escritura desde la obra de sus coterráneos, pero reconoce en ellos “el paisaje, quizás. La manera en que a cada uno se le cuela el país en la escritura, una cierta nostalgia por el pasado, la rabia ante la injusticia de género, socioeconómica, o la violencia de todo tipo” y la crisis política del siglo XXI como marca en la producción literaria de hoy, dentro y fuera de las fronteras nacionales. “Para quienes emigramos, el contacto con una nueva cultura, en muchos casos una nueva lengua, nuevas dinámicas sociales, un entorno literario por descubrir, así como la relación con nuevos afectos —porque ser inmigrante suele implicar un cambio en todo sentido— influyeron también sobre la escritura de cada voz autoral y cada libro. Creo que esto es lo que diferencia la literatura reciente de la del siglo previo”, señala la autora deMinerva (2023).
Somos un tronco con raíces de distinta naturaleza originadas en “dos heridas en contextos distintos; antes destierros, ahora diásporas”, explica Yau. Cuando le pregunto por las escrituras venezolanas del siglo veinte y las de hoy, recalca que “viajes interiores siempre hubo; también literatura fantástica, existencialista. Escritura petrolera y post-petrolera, pienso. Porque las dictaduras están presentes en los dos siglos. Parece mentira, la democracia se encogió”. Advierte, sin embargo, que es algo que solo podrá verse con claridad en la distancia, pues aún queda mucho siglo por delante.
Morán la secunda al señalar que “necesitaremos algún tiempo para entender ese corpus cada vez más complejo al que nos referimos como ‘literatura venezolana’, siendo que ahora nuevos gentilicios van juntándose. Yo misma, que soy venezolana pero también brasileña, independiente del idioma en el que esté escribiendo, siento mi texto cada vez más poroso, tomando todo lo que tengo a la mano, en referencias de todos los tipos y orígenes, y eso viene, tal vez, conformando un estilo”. Complementa, además, el recorrido que hace Yau y puntualiza cómo la literatura venezolana del siglo XX estuvo marcada por el modernismo y las vanguardias, inserta en el contexto político de las dictaduras y el avance a la democracia, reflexionando sobre el país y los grandes problemas sociales, buscando “la tal ‘identidad nacional’ y narrando las dicotomías campo-ciudad o civilización-barbarie, la justicia social en las nacientes estructuras de poder y el petróleo como promesa de progreso”.
Durán explica bien aquella “identidad nacional” cuando era el otro el que venía de afuera, el que llegaba de Europa y establecía vínculos importantes en el país: “desde esa relación nos mirábamos, está, por ejemplo, el poema ‘Mi padre, el inmigrante’ de Vicente Gerbasi (1945). Había una necesidad de definirse o de intentar entenderse desde y hacia dentro del país; el afuera era circunstancial o temporal, episódico en muchos casos, pero no definitivo. Y esto es importantísimo porque la diferencia con el otro la establecíamos desde adentro y con los pies llenos de tierra propia, bien arraigados”.
Roche Rodríguez concuerda al afirmar que la literatura venezolana ha estado muy apegada al territorio, “incluso en los autores más vanguardistas, y eso es algo que se mantiene en el grueso de la literatura producida hasta la actualidad”. Lemus, en sincronía con sus voces, habla de unas literaturas del siglo XX en fuerte oposición política a la dictadura de Marcos Pérez Jiménez o como respuesta a los violentos cortes históricos y rupturas que sacudieron las estructuras sociopolíticas y la cultura del país, pero también “poéticas más contemporáneas con la migración, el exilio, el desarraigo, la violencia y las desigualdades y destierro como temas predominantes a los que hemos regresado los escritores y poetas actuales. Lo que podemos notar, es quizás, un ligero cambio en la forma de decir, en el tratamiento de las palabras, que está sujeto a nuestras nuevas realidades”, expone.
Sentir, ficcionar, narrar la oscuridad
La literatura del siglo XXI —reflexiona Morán— “se inauguró con Chávez en el poder, el cuestionamiento a los cuarenta años de democracia −esa misma que parecía fallida y a la que ahora recordamos con nostalgia− y el comienzo de una polarización que agudizó las divisiones del campo intelectual”. Martha Durán extiende ese análisis y refiere cómo, después de pasar décadas recibiendo migrantes, “nos tocó emigrar a nosotros. Y ese ‘estar fuera’ se entiende como definitivo desde muy pronto —en muchos casos antes de salir—. Ese nuevo ‘lugar’ de enunciación ha hecho que se trabaje desde una mirada desplazada que intenta descubrir su lugar en el mundo de manera individual, no colectiva. Aunque la diáspora se refiere a un desplazamiento de muchos, se trata de una ‘dispersión’, lo que la hace una experiencia muy personal, individual; lo que se llama ‘buscarse la vida’. Y aquí no hablo solo de los que escriben fuera de Venezuela, sino también de los que están dentro”, remarca la autora de Ver morir a los perros (2023), novela ganadora del Premio Anual Transgenérico en 2022.
Hoy se escribe con una marca que nace en la “profunda y duradera crisis que atraviesa el país y la diáspora resultante de ella”, que ha dado lugar a literaturas más introspectivas, que le dan un peso mayor a la experiencia individual, “con una vocación iconoclasta, por momentos pesimista y hasta un poco cínica, tal vez (y aquí me incluyo)”, reivindica Morán. Al pensar en los asuntos de forma, la autora de Volver a cuándo (2023) observa una mayor presencia de la experimentación con narrativas fragmentarias, polifónicas, híbridas, que siente como “un reflejo de los tiempos que corren y las vidas que estamos viviendo aquellos que escribimos a Venezuela, y sobre Venezuela, estando dentro o fuera”.
Para algunas de las autoras la experiencia de la migración y del exilio ha sido, por supuesto, fundamental para la concepción y comprensión de las escrituras de los veinte años recientes. Lo que encuentra Durán en muchas de las obras venezolanas es “una narrativa de la urgencia, historias en las que el futuro está bastante desdibujado o directamente no está” y un predominio de la ausencia de esa proyección en el tiempo: “estamos resolviendo la emergencia, el día a día, la supervivencia, narrando los daños directos y colaterales del chavismo, y lo hacemos con la herida abierta porque la debacle sigue presente, quizás cada vez más cruel, siniestra y cínica. Quizás hay una convergencia con algunos autores en la necesidad de narrar la violencia y el miedo, pero sigo pensando que son violencias determinadas por la distancia temporal; unas parecen estar contadas desde cierta seguridad en el presente y con certezas de futuro, otras están sucediendo y se cuentan con el miedo y el dolor recientes, actuales”.
A Vall de la Ville le interesa la oscuridad como tema, “este tiempo en el que estamos viviendo en el que toda idea más o menos luminosa sobre el futuro parece menor, se vuelve neblina y tormento”. En esto concuerda con Durán, quien ve la oscuridad, tanto física como metafórica como asunto que aparece constantemente en la narrativa venezolana sobre un país donde “la oscuridad real (la de los apagones, específicamente) es una forma de violencia. Incluso en el interior del país la violencia no es algo extraño o ajeno. Yo crecí en un pueblo que recuerdo con una violencia soterrada, que se sentía como inminencia, algo que estaba siempre a punto de suceder, y muchas veces sucedía”.
Trabajar con las palabras que nos tocaron
De Sousa-García es contundente para explicar cómo funciona —o no— el país que subsiste, la patria como presente oscuro de la que habla Pantin: “la oscurana en la que estamos envueltos lo abarca todo, incluyendo las preocupaciones temáticas y estéticas, la producción autoral y editorial, nuestra presencia en el mercado a raíz de eso, pero también por lo que tenemos por decir. No quieren que digamos revolución junto a muerte, hambre o dictadura y tampoco quieren leerlo o hablar de ello. Claro que hubiésemos querido trabajar con otras palabras, pero estas son las que nos tocaron”, reclama.
Ante la “inmensa castración que supone un Estado autoritario que desprecia el orden, el derecho y la vida”, dice Sainz Borgo, “y sin una política cultural y educativa, es difícil dar a conocer una literatura, una historia, una música o unas artes plásticas en cualquier país”. Lo único que ella puede hacer, exclama, “ante la evidencia de que solo promueven aquello que redunda en lo revolucionario, es intentar ofrecer a los lectores la furiosa e irresistible fuerza de la belleza cuando florece en medio del desastre, la barbarie y la más cerril maldad”.
Frente a este panorama dinamitado, como lo denomina Morán y esperando el final de “la pesadilla política que ha convertido todo esfuerzo editorial en un acto de magia y que ha llevado a una situación económica en la que comprar libros es un acto heroico”, Vall de la Ville considera primordial continuar organizando y fortalecer ferias, lecturas y eventos dentro y fuera del país, “porque estando todos regados por el mundo es difícil plantearse otra cosa. Es fundamental compartir con voces internacionales, hallar un espacio para que trascienda lo geográfico y se instale en lo meramente literario. El Jamming Poético, un movimiento que fundamos en Caracas en 2011 y que desde entonces se ha celebrado periódicamente con un par de pausas, ha ofrecido una plataforma a poetas venezolanos y de distintas procedencias”.
Yau también menciona la muy limitada producción de libros en términos de cantidad. Ante las difíciles circunstancias, “lo que se hace dentro es de un valor incalculable. El asunto es que no sale; se conoce cuando autores establecidos con obra reconocida van a eventos internacionales y hablan de las voces consolidadas y emergentes que viven en el país”. Otro de los factores en contra, señala, es la escasa distribución y promoción editorial: “¿cómo llegar a las revistas especializadas, a las universidades, a las bibliotecas, a los medios de comunicación sin la distribución y la promoción adecuadas en un mercado saturado y tomado por los grandes grupos editoriales?”. El respiro está en iniciativas como los trabajos conjuntos entre autores venezolanos y aquellos de los países de arraigo: “la diáspora, más allá de lo terrible da aire a las voces, abre espacios”, afirma.
La expectativa de Morán, que ya observa como una tendencia es que “con más gente y mejor establecida en sus países de destino, teniendo poco a poco más acceso a la vida más allá de la supervivencia, la escritura y el trabajo para hacerse publicar comienzan a ser más posibles”.
La deuda está con editoriales nacionales como Libros del fuego, Sudaquia, El taller blanco, Decir, Kalathos, Eclepsidra, Nila Ediciones, Madriguera, Acirema, Azalea y Diosa Blanca (de la que Lemus es actualmente gerente) para descentralizar la distribución, multiplicar los esfuerzos para que los libros circulen en otros países y sean traducidos a otros idiomas, y fortalecer la labor de los gestores culturales de modo que la literatura del país sea más conocida, dice la autora de Distancia focal: ensayo poético sobre la imagen.
Se trata entonces de incrementar la proyección “en donde lleguemos los autores vivos con nuestra genealogía. La pregunta es qué editor fuera de las fronteras está dispuesto a echarse eso encima”, cuestiona Roche Rodríguez. Al final, sean cuales sean sus lenguajes, sus búsquedas, temas o estilos, como lo defiende De Sousa-García, “el alma de nuestra escritura, su genio, su garra, sus múltiples formas y todo lo que hace para existir, es absolutamente rebelde, transgresor y poderoso”.