El brasileño Jorge Ben Jor —quien el mes pasado cumpliera 86 años— hace parte de una genealogía de músicos caracterizada por la longevidad de sus miembros y por el hecho de que estos, contrariando la costumbre de retirarse de los escenarios en un momento relativamente temprano de la vida, se muestran deseosos (y capaces) no solo de continuar activos hasta muy avanzada edad, sino de conseguir reinventarse ante el público y de ejercer su trabajo con igual o incluso más maestría que en su juventud. La genealogía de los que no se jubilaron y no se jubilarán jamás —, a la que también pertenecieron y pertenecen otros imprescindibles como Celia Cruz, Gilberto Gil, Tom Zé y Caetano Veloso, entre otros— hace pensar en una idea de vejez que no está tan irremediablemente asociada con lo inexorable de la decadencia en los cuerpos y, más bien, trae al escenario la posibilidad tan hipotética como fascinante de lograr un refinamiento perpetuo en el arte a través de la derrota de la muerte, concepción que se sintetiza muy bien mediante el verso del poeta portugués del siglo XIX, Cesáreo Verde:
Se eu não morresse, nunca! E eternamente
Buscasse e conseguisse a perfeição das cousas!
(Si nunca muriera, y eternamente buscara y consiguiera la perfección de las cosas)
Este ideal de perfección mediante el arte que la inmortalidad posibilitaría es una perspectiva sin duda interesante a explorar. Un primer paso necesario para hacerlo sería ahondar sobre las formas en que la perfección estética ha sido pensada en diferentes momentos y qué aplicaciones, sociales, por ejemplo, ha tenido y puede tener.
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Dejando de lado el contexto del romanticismo portugués al cual la cita remite, podemos encarar el referido ideal de perfección en relación con la función benéfica que efectiva e históricamente han cumplido dentro de comunidades sistemáticamente marginadas en la América poscolonlal las artes populares, en especial, la danza y el canto; el empleo de estos medios de comunicación exclusivamente corpóreos, contrapuestos a la escritura (el cual sería el vehículo comunicacional occidental por antonomasia, maliciosamente vedado a los colonizados) representaron y aún representan un efecto positivo en sus usuarios. Tal afirmación, si bien aplica a todos los pueblos americanos que cayeron bajo el yugo europeo (y sus descendientes), se torna a todas luces tangible en el contexto expresivo de la diáspora negra, que habría sido consecuencia del éxodo obligado al que fueron condenados millones de afrodescendientes de diferentes orígenes al ser desenraizados forzadamente de África y traídos en condiciones abyectas a América. Si bien el hecho de bailar y cantar no llegaba a tornarlos inmortales, tales acciones, según lo plantea el prestigioso teórico afrodescendiente Paul Gilroy, articularon provechosas construcciones simbólicas que les permitieron compensar en cierta medida los tratos inhumanos y terroríficos a los que eran sometidos, así como la exclusión de la vida pública/política y las diversas otras restricciones a las que estaban sujetos (por ejemplo, la restricción a los medios tecnológicos —europeos— de producción de arte). El hecho de que “los propietarios de esclavos” les permitieran dejar por un momento de lado el extenuante trabajo para reunirse en comunidad a hacer música y a bailarla conllevó, en este sentido, la constitución de un espacio autónomo (hecho casi totalmente de pura corporalidad) en el que esclavos (y, también, racializados libres) adquirían, por así decirlo, la voz y el voto que les sería normalmente negado por la hegemonía, permitiéndoles autoconstruirse identitariamente en ese circuito cerrado bajo parámetros hasta cierto punto democráticos en el sentido de no estar subordinados a criterios rígidos de nacionalidad, etnia e, incluso, raza. Este ejercicio inclusivo de autoconstrucción comunitaria, además de resultar placentero y consolador, les llevó a refinar gestos y símbolos cuyo significado y dinámica, nutriéndose del intercambio posibilitado por la migración Atlántica (de motor capitalista y esclavista), adquirió un alcance transnacional y, al mismo tiempo, quedó en buena parte oculto al colonizador católico (que, al no haberse querido involucrar íntegramente, habría quedado por fuera del código).
Jorge Ben Jor, afrodescendiente nacido en Río de Janeiro en 1939, es heredero legítimo de esta refinada tradición de canto y baile que se forjó a través de procesos de resistencia y que fue tan necesaria en tanto forma de compensación y consolación frente a la situación desventajosa y opresiva que la esclavitud representó. Su música y su performance detonan efectos de vitalidad, salud y placer, primeramente, para su propia persona —a su avanzada edad Jorge sigue dando largos y energéticos conciertos en los que no para de brincar, bailar y cantar durante más de tres horas—. A su vez, su arte también representa efectos benéficos y placenteros para su inmenso público, integrado en buena parte por personas negras— descendientes de aquellas que, incluso después de la abolición, siguieron y siguen sufriendo el lastre que significa el racismo y la violencia estructural. Tales efectos son detonados a través del movimiento mismo que su música y su performance traen implícitos, así como de las maneras particulares de vivenciar el tiempo y de resignificar las experiencias cotidianas (muchas veces opresivas) que sus canciones posibilitan en el público y en él mismo. Tal característica, por supuesto, puede ser provechosa no solo para las personas de ascendencia africana sino para cualquiera que baile y cante sus canciones. En este sentido, las mieles de su trabajo, al igual como acontecía en las inclusivas rodas de tambores del siglo XVII (que proliferaron en diversas geografías americanas y que contemplaban, como señala el investigador Tatit, gente de varias nacionalidades, etnias y razas, pieles claras incluidos), no son privativas solo de algunos pues el arte de Jorge no se guía mediante una noción que privilegie, a través de esencialismos a la europea, el disfrute (y la adquisición de conocimientos ligado a este) de uno o de otro grupo particular. Su ejercicio, más bien, pone en el torrente sanguíneo de la cultura popular, es decir al alcance de todos (incluso de aquellos como algunos de nosotros que nos encontramos más allá de las fronteras de su país, su lengua y su raza), elementos de una ancestralidad afrodescendiente que sobrevivieron (con sus replanteamientos) pese a los intentos de borrado sufridos por parte de la élite blanca.
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Las dimensiones espiritual y étnica de esa ancestralidad no remiten a un origen único, pretendidamente puro, sino a la profana mezcla de varios. Las letras de sus canciones poseen menciones tanto a los pueblos bantú, provenientes del centro de África en donde hoy se encuentran Angola y Congo (piénsese , por ejemplo, en su inaugural y mundialmente conocida “Más que nada”, donde menciona a los Pretotú o pretos bantús, primer grupo étnico en ser esclavizado en Brasil), pero, también, referencias a los Jejé Nagôs, una etnia yoruba proveniente de más al norte, en África occidental, actual Nigeria y Benin. Como ejemplo de esto último está “La tamba”, canción cuya letra refiere a un tal Rei Nagô. A su vez, sus canciones hacen mención (a veces disimuladamente, entre tarareos) de Orixás, deidades de religión yoruba adoptadas también por los bantús, tal como sucede en “Más que nada” donde Jorge menciona a Obá (fuerza natural relacionada con los lagos y lagunas que representa el amor reprimido, el sacrificio por el ser amado, y la fidelidad conyugal) o en “Chove chuva”, donde menciona entre vocalizaciones al vodum Agué, considerado en las mitologías eué y fom el jefe de los espíritus del bosque (papel que dentro del panteón de los orixás jugaría Oçânhim). Por su parte, en canciones como “Não desanima João” y “Jeitão de Preto velho” aparece la figura del Preto Velho (Negro viejo) que se relaciona a la umbanda (una religión brasileña con alto grado de sincretismo en la que el Preto Velho representa a espíritus de ancianos africanos esclavizados).
Sin embargo, conjugadas a la referencia hacia estos cultos de matriz africana, Jorge Ben también hace alusiones al universo católico, como por ejemplo a su héroe São Jorge (quien suele transfigurarse en Ogum o Xango) y que da tema a las canciones “Jorge de Capadócia” (1975) y “Domingo 23” (1979) (Domingo 23 é o día de Jorge), por no hablar de las menciones de Cristo, por ejemplo, en “Quem Cochicha O Rabo Espicha” (1972 ) (Não fique esperando/ o que Jesús prometeu —No te quedes esperando lo que Jesús prometió ) y en “Jesús de Praga” (1976) así como del propio dios padre, por en ejemplo, en la mencionada “Mas que nada” (1963) (Eu Vou Fazer uma preçe para Deus nosso senhor—Voy a hacer una oración a Dios nuestro Senñor) y en “To com Deus, estou com amor” (2010).
Hablamos, pues, de un corpus de canciones que, si bien posee un carácter visiblemente religioso, no llega a constituirse frontalmente como parte de una liturgia (dígase católica o afrodescendiente) dentro del contexto comercial —esto sí sucedió, por ejemplo, con Celia Cruz, quien, junto a Mercedes Valdés, introdujo en la radio y en la industria del disco, de manera pionera, un repertorio de cantos afro conocidos como “toques de santo”, nombre que se le dio al primer álbum en el mundo (producido por la Panart) con este tipo de repertorio y grabado por Celia, en el que aparecen los temas “Changó” y Babalú Ayé” (1950) (esta información la proporciona su biógrafa, Rosa Marquetti)—.
Las canciones de Jorge, en cambio, eran en cierta medida originales, en el sentido de que no fueron literalmente tomadas del repertorio oral recurrido en las ceremonias de “macumba” sino que estas últimas sirvieron más bien de inspiración a nivel musical y de mood. Sin embargo, migraciones textuales en Jorge desde las ruedas musicales de macumba al acetato sí llegaron a suceder en casos excepcionales. La propia “Más que nada” guarda una curiosidad; la melodía que Jorge canta mediante vocalizaciones en aquel “o uaria ayê obá obá obá” que todos conocemos (si lo dudas compruébalo aquí) es, en realidad, una apropiación de una canción de terreiro (lo que significa que era tocada en ceremonias litúrgicas de ascendencia afro, en este caso, cariocas). Antes de ser apropiada por Jorge, ella ya habría sido recopilada por José Prates en su disco Tam…tam…tam (1958) bajo el nombre de Nanã Imborô.
Líricamente hablando, el reaprovechamiento de materialidades provenientes de liturgias de origen afro es más diluido; la mayoría de las canciones de Ben plantean escenas donde los personajes bailan y cantan, o simplemente gozan al contacto con la música. Cuando hablan suelen hacerlo a través de un lenguaje de vocalizaciones más sonoras que semánticas que esconde referencias a divinidades o, al menos, hacen pensar en un universo afrodescendiente. Esta tipología de personajes y sus lenguajes sonoros, en realidad, no es atípica de la tradición musical afrodescendiente de la cual Jorge bebe. Él y, de paso, toda la música comercial como hoy la conocemos son deudoras de tradiciones (musicales, líricas y performáticas) de canciones que se forjaron de forma previa a la instauración de los medios de grabación y reproducción mecánica (me refiero al fonógrafo y al radio, etc), en inclusivas ruedas de tambores y fiestas populares.
La originalidad de Jorge, en este sentido, no está en la invención de algo totalmente inédito (a nivel lírico y musical) sino en su capacidad de síntesis de referencias diversas, muchas de ellas negras, que van desde el África central, pasando por el África Occidental y llegando al Norte del continente (su madre era etíope)—. Pero también incluyen a los diversos territorios americanos de historia esclavista de donde emergió el movimiento político transnacional de reivindicación negra, siendo de estos el caso de los Estados Unidos, uno de los más influyentes.
Así, consecuente con la mezcla étnica y religiosa, Jorge también despliega (y postula internamente mediante sus letras) una revoltura de géneros musicales, misma que no conoce fronteras y que ya se anuncia en su primer disco (1964) con guiños simultáneos a la samba (en tanto ritmo en ese punto ya indiscutible de la brasileidad), a la moderna bossa-nova (de la cual bebé directamente, declarándose hijo adoptivo de João Gilberto ) pero, también, a otros ritmos de carácter más regional como el maracatú, proveniente de Pernambuco. Posteriormente, con su participación en el programa televisivo de la Tropicalia (y el consecuente despido de la Hora da Bossa) así como con la publicación de su emblemático disco O silencio no Brookling (1967), el cuarto de su discografía, Jorge añadiría sin inhibiciones una buena dosis de rock y psicodelia en la cazuela de referencias hasta ese punto exclusivamente nacionales que conformaban su estilo, desafiando (a la Dylan) las exigencias de una parte de su propio público, que pugnaba por no contaminar el arte brasileño con elementos extranjeros.
Y es que la poética de Jorge, desde muy temprano, ha postulado la mezcla de etnias, razas, géneros musicales y religiones y ha descrito al arte popular (a través si mismo) como un ámbito altamente inclusivo donde todos pueden participar sin importar su origen, religión o color de piel. Esto es cercano, en este sentido, a una forma de la perfección utópica, en sintonía con aquella esbozada por los Beatles en “Imagine”; un mundo sin fronteras, donde, en vez de divisiones, existe la disposición para compartir y ¿por qué no? también para mezclarse en todos los niveles y contrariar así ideales de supremacía de cualquier tipo.
Aún en su vejez, Jorge Ben todavía camina en dicha dirección al hacer de la composición, la interpretación y el performance, constantes para la afirmación de su individualidad, una que no es narcisista —por más que haya sido él uno de los primeros compositores en grabar su firma cantada dentro de una canción (esto, que hoy es tan común en el género de reggaetón, fue hecho de manera pionera en el tema “Jorge Well” (1962) — y que, más bien, acoge colectividades diversas mediante su mezcla, plantando cara a la muerte que representa su olvido y su marginación así como prestando un remedio efectivo (aunque provisorio) al estatismo implícito en el anquilosamiento adjudicado a la vejez, acercándose así a una forma de la perfección y de la inmortalidad.
¡Larga vida a Jorge Ben Jor!