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Paradójicamente, aunque Saki –seudónimo de Hector Hugh Munro– es un escritor popular, cuyos relatos continúan reeditándose y a pulso han adquirido el prestigio de “clásicos”, no abundan los estudios sobre ellos. La crítica ha recalado, principalmente, en el aspecto biográfico, buscando desentrañar claves personales –discutiendo especialmente la sexualidad de Munro–, o bien situándolo en el panorama de la tradición satírica. Particularmente sostengo que su relevancia literaria es intrínseca a la visión de la imaginación como un espacio libertario frente a un mundo de rígidas convenciones sociales. Si escenificamos esta confrontación primordial o básica y la revestimos de las figuras infantiles contra las adultas, advertiremos que estos niños, castigados, oprimidos, obligados al encierro o el silencio –quienes hablan son los adultos, pues la imposición de la regla es inherente al poder de controlar, diría Foucault–, y con frecuencia mortalmente aburridos, descubren en la imaginación y en el lenguaje las herramientas fabulosas que propiciarán su triunfo sobre los amos del vigilar y castigar. Tal es la lección de “El desván”, no en vano uno de los mejores cuentos de Saki, que nos presenta el nacimiento de un imaginativo y también de un estratega. Nicolás, quien aseguró que en su tazón de pan con leche se encontraba una rana, no asiste a la excursión a las dunas que la sádica tutora –que “en un inadmisible alarde de imaginación” insiste en considerarse tía suya, cuando no lo es– ha improvisado para zaherirlo. Sin embargo, el castigo –una palabra ausente en el texto, el término es “en desgracia”, “caído de la gracia”, porque el vocabulario del relato rebosa de connotaciones religiosas: “maligno”, “perversidad”– no le importa demasiado porque ha concebido un plan: entrar al territorio prohibido, el sitio donde se resguardan los cachivaches y los objetos más preciados. Quien quiera efectuar una interpretación en clave sicoanalítica encontrará estimulantes indicios. Ese cuarto donde se resguardan cosas, el lumber room –tradúzcase como “trastero”, “desván” o “bodega”, ningún término castellano expresa plenamente la acepción británica–, conduce a un reino de objetos deleitosos –el adjetivo es revelador: el desván es un Paraíso, un jardín de las delicias; espacio límbico opuesto al exterior vigilado por la tía centinela–, como una tetera dorada labrada en forma de pato, un álbum con coloridas estampas de pájaros ¿otro símbolo de libertad?– o un tapiz. La historia que la pintura cuenta no es sólo importante por sus potenciales simbolismos, sino por sus implicaciones: “La puerta se abrió, y Nicolás ingresó a una tierra desconocida, junto a la cual, en comparación, el huerto de grosellas resultaba un manjar rancio, un mero placer material”. Nítidamente se establece una gradación entre los elementos placenteros, como el huerto amurallado, cuyas vías de acceso vigila la señora para impedir la visita del niño “en desgracia”, y los objetos fascinantes, cuyo deleite proviene de la imaginación. Desde esta frase se delinea el motivo de la imaginación como herramienta poderosa. El hermético recinto es un auténtico palacio de la memoria, en su sentido amplio, al que se accede tomando la llave que se encuentra a resguardo de los niños en un sitio fuera de su alcance. Significativamente, en uno de los anaqueles más altos del librero.
La historia destaca por dos motivos. Primeramente, propone que los objetos que estimulan la imaginación son más placenteros que los que proporcionan satisfacciones materiales y efímeras –el huerto de grosellas, la excursión a los médanos–. Y además, le revela a Nicolás la manera de someter a los poderosos. Lo que más atrae su atención en el desván no es el álbum, que en otra narración habría sido la figura preponderante, sino el tapiz, cuyo diseño plantea una especie de problema: ¿el cazador podrá cazar al venado o los lobos lo abatirán primero? Si cada cuadro cuenta una historia, según rezaba la vieja fórmula victoriana vigente hasta nuestros días, el aprecio que el niño efectúa de esta representación es una lectura, un análisis narrativo. Por ello, este cuento es el surgimiento de un estratega. Lo que Nicolás aprende, a partir de sopesar las posibilidades de resolución que ofrece la escena, es que el lenguaje se encuentra más allá de las dicotomías lógicas. Saki, discípulo de Lewis Carroll, como sus inicios de articulista satírico revelan sin mayor escrúpulo, no está lejos de las paradojas ni de los diálogos absurdos de Alicia. Nicolás vencerá a la tía mediante la astucia que le permite tender trampas retóricas.
No es este el único relato donde un niño somete a un adulto gracias al ingenio verbal y a los equívocos lingüísticos –nuestro autor fue un maestro de la comedia, con un fino oído para la conversación y los enredos que lo convierte en un predecesor de la gran comedia fílmica de Ernst Lubitsch y George Cukor–. En “El cerdo”, Matilda Cuvering se encuentra castigada por desafiar el docto conocimiento de su tía –esa “mitología de tías solteronas”, diría Néstor Perlongher, que Saki cultivó en otros escritos, recuérdese, por ejemplo, “Reginald sobre los regalos de Navidad” –. Excluida de la recepción que se festeja en el jardín principal –nada menos que la fiesta campestre anual del condado, una Party Garden, cuya celebración constituía uno de los grandes acontecimientos en el calendario social británico de la época–, se distrae trepada en las ramas de un níspero en el jardín trasero. Ahí avizora los esfuerzos de unas vecinas, las Stossen, que intentan colarse al magno festejo ya que que no fueron invitadas. Y siguiendo un impecable razonamiento, Matilda decide dejar libre al monstruoso cerdo blanco de raza Yorkshire. Singularmente, Matilda estudia las maniobras de las intrusas como si fuera el avance de un ejército enemigo; como Nicolás, es también una estratega, y gracias a su habilidad como mediadora de conflictos obtendrá una recompensa monetaria.
Más allá de esta astucia infantil de vencer a los adultos en su propio coto, el lenguaje y las reglas, hay otros relatos que nos confirman que el tema preponderante no es la pugna entre los niños y los mayores, sino que esta es el revestimiento de un conflicto mayor al que denomino de la libertad contra la norma. El mejor ejemplo es “El narrador de historias”. Cuento dentro del cuento, nos presenta a cinco viajeros a bordo de un vagón de ferrocarril. Los breves detalles circunstanciales sitúan perfectamente la atmósfera: una tarde bochornosa, un largo viaje y el tedio del trayecto que no puede menguar la impericia de la tía de los niños, quien para entretenerlos los aburre con una historia soporífera de bondad y ñoñas recompensas. Un viajero ajeno al grupo –detalle que se destaca por los términos narrativos: todo, tía y vagón, parecen pertenecer a los niños, menos el hombre apartado–, del que nada sabemos, excepto que es un estudiante, acepta el desafío de la mujer e improvisa una historia que, aunque comienza igual que la precedente, en realidad decepciona los tópicos del apólogo victoriano. La niña protagonista es buena, sí, pero “espantosamente buena”, y por destacar tanto perecerá. Cuando concluya el relato, la audiencia competirá por elogiarlo: “Empezó mal, pero tuvo un final bonito”, dirá la niña chiquita; “Es la historia más bonita que he escuchado”, acotará la mayor; y el niño zanjará con vehemencia “¡Es la única historia bonita que he oído!” Para la tía, sin embargo, es una historia del todo impropia, una corrupción de su esmerada enseñanza. A grandes rasgos, volvemos a entrever la oposición entre el ámbito de la imaginación y el de los deberes y ordenanzas. Este último es incapaz de provocar interés, de ahí que los niños se aburran con las explicaciones insulsas de su adusta tía, y prefieran el cuento sardónico de ese joven desconocido que sí parece entenderlos porque refiere actos inéditos. Como sentencia la voz autoral de “La loba”, los niños son muy buenos para construir un mundo alterno al cotidiano.
Particular atención amerita “Los cuenteros”, en el que un embustero profesional se enfrenta a Crosby –nombre en el que escuchamos reverberar el del pícaro Clovis, personaje de tantos cuentos de Saki–, quien repele los ataques de un mendigo con la astucia de un estratega. Y acaso lo sea. ¿En eso se habrá convertido Nicolás, en un adulto que sabe sortear las trampas de la edad adulta y encuentra un espacio en medio de la ciudad, el parque, para disfrutar de un cigarro y observar el cortejo de una pareja de patos? Crosby no alardea de espíritu práctico, por el contrario, posee un alto sentido de la fábula. Resiste los avances –o tentativas de avance– del taimado timador inventando historias desaforadas. Y aquí encuentro el punto de inflexión y la mayor clave para acercarnos al muro imaginario de Munro: este Crosby que pudo ser Clovis es en realidad el propio Saki. Mi hipótesis se basa en que el autor del Rubaiyat, Omar Jayam, aunque persa de origen, creció en el pueblo de Balj, en Afganistán. Crosby engaña al mendaz vagabundo proclamándose de ascendencia afgana, pero miembro de la comunidad musulmana de Persia oriental, es decir, de la zona limítrofe entre ambos países. Sería entonces farsí, descendiente de la dinastía safaví, los cuales se convertirían en islamitas sufíes, de donde procede el término sákí. No son solo tales coordenadas las que me permiten aventurar esta lectura. De acuerdo a los eruditos, Saki representa al copero celestial, no a un sirviente humano –la crítica ha demostrado que la identificación con una figura masculina fue mistificación de los delirios homoeróticos de FitzGerald–. El vino que vierte es la exaltación del espíritu y propicia una embriaguez vital, preámbulo necesario a los dones de la inspiración y la exultación. Recomiendo leer el cuento e identificar esas cualidades en la promesa que brinda Crosby al anciano pedinche: en su tierra natal se ayuda a quien lo necesite, pero primero se le convida una copa y se conversa sobre asuntos elevados; después, se le entrega la suma que pidió y se le desea buena suerte. ¿No será tal tierra un trasunto del Paraíso al cual Saki, otro nombre para la divinidad, pertenece?
Una lección final podría aprenderse igualmente de esta historia, como de otras –pienso, sobre todo, en “La séptima pollita”, pero también en “La loba”–: los relatos de sucesos maravillosos de la vida real no tienen tanta demanda como las ficciones de tema fantástico –que es el conflicto en el que se debate el hombre de los pollitos–. Quien quiera destacar por su habilidad narrativa, deberá convencer al escucha no de la veracidad, sino de la verosimilitud de sus historias, sin importar cuánto de exageración contengan. De ahí la nada casual alusión al Barón de Münchhausen en “La séptima pollita”. Para conseguir sus fines, el narrador, el contador de historias, debe aprender el don de la narración. En ese aspecto, Saki fue un maestro que aportó al género clásicos que, incluso un siglo después de su escritura, continúan incólumes.