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Nuestra vida, en ciertas escenas, en ciertos ratos, deja comprenderse mediante un verso de canción o un grafiti o hasta un slogan o anuncio: no a todas horas necesitamos una novela entera para comprendernos. No necesitamos novelistas o guionistas para alguna tarde perdida, tal vez triste o melancólica.
Hay momentos de síntesis individual y colectiva, y nos identificamos con lo que viven muchas otras personas.
Tal vez esta mínima reflexión incipiente explica por qué algunas piezas musicales tienen mil millones de vistas o visitas en YouTube. Esto pasa con “I don’t wanna talk about it”, en la versión de Amy Bell. De allí se deduce que hay mil millones de corazones rotos. En otras palabras, si por ahora hacemos caso omiso a la probabilidad de que una misma persona haya escuchado varias veces la canción (y con esto demostraría que tiene el corazón muy roto), ha de suponerse que una de cada ocho personas en el mundo la ha escuchado.
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Y se trata de poesía. Las letras de canciones son poesía, y cada quien decida cuáles son muy buena lírica y cuáles son muy mala: independientemente del adjetivo, allí está el sustantivo, poesía. Cada día, toda persona –me digo– requiere de poesía, de narrativa, de dramatizaciones, de crítica (por lo común de ella hacia otra persona o institución, ente u objeto). La música comercial lo sabe tan bien que mucha gente amasa fortunas a partir de este requerimiento básico de la especie: necesitamos del verso y del ritmo que nos acompañarán en un momento difícil o eufórico, ordinario o extraordinario.
Agustín Lara es el no–viajero: es capaz de cantarle a Granada solamente con imaginarla y con eso hace una defensa de la creación lírica, que no depende –como el periodismo o la historiografía– del testimonio ocular o del documento irrefutable. Casi cien años después, Antolín Sánchez nos propone ser otro no–viajero y no–escenógrafo. La escenografía desaparece porque se van los barcos sin el poeta. O, tal vez, los barcos nunca estuvieron: La ausencia de los barcos (Oviedo: Ars Poética, 2025) nos ofrece una experiencia de la pérdida absoluta, y entonces extraviamos las escenas y tal vez también las historias y los deseos, aunque afortunadamente no los buenos versos: los hay en abundancia en este discípulo de Fernando Pessoa y María Zambrano.
Antolín Sánchez, en efecto, ha prologado o más bien introducido y curado –en colaboración– algunos de los volúmenes en el impresionante proyecto editorial de las Obras completas de la autora nacida en Vélez el año de 1904. Y Pessoa aparece en el epígrafe de La ausencia de los barcos:
¡Y vosotras, oh cosas navales,
mis viejos juguetes de sueño!
Ciertas cadencias en el volumen evocan el magisterio de la Oda marítima, monumental exposición poética del autor portugués, quien, como los personajes de Los Maia, de Eça de Queirós, oscilaba entre Lisboa y Londres, entre Benfica u otro barrio lisboeta y Richmond u otro destino inglés.
La melancolía de cierto Pessoa llega a ser tristeza en Sánchez, como cuando dejamos de ver un barco y allí va la persona amada y va el sentido de nuestra vida. ¿O el barco nunca llegó? ¿Nunca existió?
La melancolía extrema implica la suspensión de la posibilidad de imaginarnos en escenas, en escenarios. Hay en el libro, sí, fragmentos de unas y otros, como una larga y profunda coda a aquel verso fundador de la poesía y la sensibilidad modernas: “This fragments I have shored against my ruins”, penúltima línea antes del “Shantih” final de The Waste Land (1922).
La poesía buscaba su razón de ser en medio de una primera posguerra mundial, entre cuyos escombros también surgieron el Ulises y páginas de Kafka y otras muchas voces. Probablemente es The Waste Land el primer texto en que se va prefigurando una escena, con sus correspondientes personajes, y de pronto desaparecen unos y otra, tan fugaces y desconcertantes como aparecieron. Veamos unos versos al inicio:
And when we were children, staying at the arch-duke’s,
My cousin’s, he took me out on a sled,
And I was frightened. He said, Marie,
Marie, hold on tight. And down we went.
In the mountains, there you feel free.
I read, much of the night, and go south in the winter.
What are the roots that clutch, what branches grow
Out of this stony rubbish? Son of Man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water.
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“Cuando niños, parando en casa
de mi primo
el archiduque, él me paseó en trineo
y tuve miedo. Marie, me dijo,
Marie, cógete fuerte, y nos deslizamos.
La libertad se siente en las montañas.
Leo gran parte de la noche,
y en el invierno voy al sur.
¿Cuáles raíces aprietan,
qué ramas crecen
en estos pedregales? Hijo de hombre,
no puedes decirlo, adivinarlo;
tú sólo conoces
una pila de imágenes rotas,
donde el sol bate,
el árbol muerto no cobija,
el grillo no consuela
y la piedra seca no da sonido de agua.”
Imágenes rotas como personas rotas. Antolín Sánchez es un muy buen poeta de la desesperanza y de la desescenificación. Asimismo, hay una deconstrucción de la historia, de la trama, quizá por un destiempo, por una falta de sincronía entre las personas, por el simple desgaste de los días o porque los barcos nunca llegaron o nunca existieron o son ya inservibles:
“XVII
Otra vez el otoño,
con sus rosas de humo
y sus barcos varados,
otra vez ese beso imposible
y ese sorbo de agua salada.
Otra vez tus brazos emergiendo
de la noche caída
con el dulce aburrimiento
del día siguiente entre los dedos.
Otra vez la certeza invencible
de que cualquier gesto
de valor llegará tarde.
Otra vez el otoño, otra vez nunca”
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¡Qué poco duran las escenas! Eso nos está gritando la poesía moderna desde T. S. Eliot, y la fugacidad de los momentos contribuye al escepticismo. No se trata –nunca se trató– de un escepticismo sin bases: una guerra, contra lo que pensaba el sociólogo nazi Carl Schmitt, no crea mitos, sino que los destruye, sobre todo si se trata de una guerra mundial. Los mitos no son mentiras; son relatos fundadores, unificadores, orientadores en el círculo de las experiencias, el sentido y las expectativas al que me refiero abajo.
El problema de la destrucción de los mitos (o del daño muy grave a su legibilidad compartida) es que siempre habrá quien genere expectativas, aunque lo haga desde la simplificación de las situaciones concretas, tan típica del rampante populismo. Y es que las personas necesitamos construirnos expectativas o que alguien nos las construya.
Escribe Niklas Luhmann: “La vida diaria se estructura por medio de expectativas recíprocas. […] / Las expectativas de la conducta humana pueden ser identificadas por valores, por programas (normas o metas), por roles o por personas a las que se refieren”. Reinhart Koselleck habla del permanente esfuerzo humano por transformar la experiencia en sentido y por generar desde allí nuevas expectativas en una serie de ciclos virtuosos creativos, generativos. El desánimo que se advierte en una sociedad agobiada tendría que ver con la desorientación surgida de la destrucción de estos ciclos desde que las experiencias ya no generan sentido: ya no las entendemos; ya no nos entendemos.
La ausencia de los barcos deja leerse como el esfuerzo por rearticular sentidos cuando las experiencias parecen negarlos o deconstruirlos. Por ejemplo, de los 35 poemas, el número 33 abre la expectativa de un viaje, acaso (no sé por qué lo veo así) como el de Martín al final de Sobre héroes y tumbas (1961), la asombrosa novela de Ernesto Sábato:
“XXXIII
Es hora de partir,
es hora de seguir el rastro
de la nube jaspeada.
El horizonte se abre
como el resplandor
de una luciérnaga que alumbra
los caminos improbables,
y una estrella cualquiera que se encoge
con cada bocanada de aire es nuestra guía.
Los árboles de la orilla huelen a incienso
y la tristeza se confunde
con el humo del paraíso.
Alguien nos espera”
Los 35 poemas de La ausencia de los barcos no tienen punto final. Como “Orfeo. Eurídice. Hermes”, de Rainer María Rilke, según el brillantísimo análisis de Joseph Brodsky, la ausencia de punto final sugiere una aspiración a la inmortalidad (después de Orfeo y de Eurídice sí hay punto porque son mortales). De estos sutiles efectos, nos hubiera dicho Paul Valéry, se hace el poema nuestro de cada día.