Ignoro si a alguien se le había ocurrido, como a Wolfram Eilenberger (Friburgo, 1972), escribir un cuarteto compuesto por Ayn Rand (1905–1982), Hannah Arendt (1906–1975), Simone de Beauvoir (1908–1986) y Simone Weil (1909–1943), porque su pensar filosófico no ha cesado de tocar tierra en nuestra centuria.
En The Visionaries. Arendt, Beauvoir, Rand, Weil and the Salvation of Philosophy (Penguin Books, 2023), Eilenberger pretendió contrastar las ideas de cada una de ellas y a la vez contar sus vidas. La novedad no son Arendt, Beauvoir y Weil, tan estudiadas como ilustres figuras del armorial secular, sino haber sacado del clóset a quien naciera como Alisa Zinóvievna Rosenbaum en San Petersburgo y saliera legalmente de la URSS en 1925 para no volver jamás, convertida, bajo el pseudónimo de Ayn Rand, en la madre díscola e intratable de las actualmente poderosas corrientes libertarias, autora de novelas didácticas como El manantial (1943) y La rebelión de Atlas (1957), los libros más leídos en los Estados Unidos, después de la Biblia, con 29 millones de ejemplares, en total, desde su aparición.
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Ni Arendt (a quien la derecha y la izquierda se disputan), ni Beauvoir, ni Weil, hubiesen aceptado la compañía de Rand, la filósofa objetivista del egoísmo, quien dedicada al gran público y al mercado sectario tan propio de los Estados Unidos, no pertenece, al menos en apariencia, a la filosofía europea engalanada por las autoras de Los orígenes del totalitarismo (1950), El segundo sexo (1949) y La Ilíada o el poema de la fuerza (1940).
Rand dijo haber nacido en el país del colectivismo (Rusia) para encontrarse a sí misma, libérrima, en Nueva York, patriota de las barras y las estrellas hasta el paroxismo pero incómoda para casi todas las derechas. Era una atea fervorosa y afirmó que todo creyente era un fariseo pues el único Dios de la humanidad es, ha sido y será, el dinero; su noción de libertad autorizaba el aborto y el suicidio; consideraba el servicio militar una forma inaceptable de esclavitud, rechazaba toda violencia física, y defendía la libertad de expresión sin límites, incluidas la circulación de la propaganda comunista y de la pornografía, que, aunque una y otra le repugnaban, no toleraba ninguna forma de censura. Fue tan anticomunista como antifascista por odio al Estado, que imaginaba reducido al máximo, porque anarquista no fue.
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Sus novelas, definitivamente, no pueden ser del gusto de los lectores sofisticados: son una inversión casi absoluta del peor realismo socialista donde todo estatista es demoníaco, pasada por su admiración –desde su juventud en Rusia– por Hollywood y sus super héroes, que en las novelas aynranianas son héroes positivos, cuyos antecedentes están en Chernishevski y son creaturas contemporáneas, en su maniqueísmo sentimental, de las de Así se templó el acero (1932), de Ostrovski, del cual los soviéticos llegaron a vender 37 millones de ejemplares. Su filosofía “antialtruista” ha sido despachada como una más de las vulgarizaciones del nietzscheanismo, aunque Jennifer Burns (Goddess of the Market. Ayn Rand and the American Right, 2009), la estudió con mayor penetración.
Si del cuarteto elegido por Eilenberger, la mayor de edad es Rand, tampoco es fácil acercarse a Weil, la más joven, quien murió anoréxica, cerca de Londres, en 1943, habiendo sido rechazada su osada tentativa de caer como paracaidista sobre la Francia ocupada. Fue Steiner, me parece, quien dijo que el fuego de “Santa Simone”, una de las mentes más sutiles de la modernidad, nunca da calor.
Weil, la muchacha que le gritoneó hasta casi jalarle las barbas a Trotski, en casa de sus padres, y pasó varios meses de obrera para desmontar el marxismo, experiencia ajena a sus padres fundadores, padecía de una migraña tratada con cocaína y nunca dejó de ser una hija de familia cuyos providentes padres socorren cuando sufre un accidente doméstico tratando de combatir en las milicias revolucionarias en Cataluña.
Si Rand cree en el dinero y en nombre de la libertad del propietario, odia al Estado, Weil condena el totalitarismo (y antes que Arendt encuentra la identidad entre el comunismo y el hitlerismo) por amor a Dios. Se discute aún si se convirtió in extremis al catolicismo, experiencia para la cual no se sentía preparada, como lo manifestó más de una vez, por ser judía. Antihitleriana como pocas (su comparación entre el Tercer Reich y el Imperio romano es estrujante), el suyo fue un antisemitismo singular, rehusándose a llevar la estrella amarilla porque ella, dijo, no había recibido ni la religión ni la educación judía. Su patria era, para esta mujer sin compasión por su pueblo, la Francia libre capitaneada por el general de Gaulle, que de loca no la bajó. Empero, pocas páginas como La Ilíada o el poema de la fuerza, honran al mismo tiempo al antiguo Homero y a su ilustre lectora, exégeta de la violencia moderna.
Refugiada en los Estados Unidos, Arendt, al principio, se sintió ajena lo mismo a los intelectuales locales que a la gente de la Escuela de Frankfurt, que la recibió de mala gana, y cuando ella y su marido, Heinrich Blücher, conocieron en 1942 las primicias del Holocausto –y ello Eilenberger lo detecta bien– las controvertidas hipótesis de la banalidad del mal y de la supuesta pasividad judía en Alemania, nacieron de la indisposición de muchos de sus amigos, para formar un ejército judío, aun simbólico, para combatir, en tanto judíos, al nazismo. Pero El origen del totalitarismo, le daría a Arendt, la primacía de hacer ver el rostro del siglo XX, apenas en su cenit.
La única gentil de las cuatro (en el sentido de no–judía) fue Beauvoir y la que aparece más desdibujada en The Visionaries, por razones obvias: nunca se exilió, permaneciendo en Francia durante la Ocupación. Ingresó con cierta modestia, a la sombra de Sartre, figurón de la posguerra, al mundo literario y mientras Arendt (indiferente al feminismo) se adentraba en el estudio del antisemitismo (la matriz totalitaria), Beauvoir publicó un libro capital: El segundo sexo. Pueden lamentarse los estragos relativistas del construccionismo social (“No se nace mujer; se llega a serlo”) en la siguiente centuria, pero tras 1949, la antes desdeñosamente llamada “cuestión de la mujer” desapareció como apéndice de “la cuestión social”. Se tornó en central. Serán muchos quienes acaben recordando al errático Sartre como la pareja de Beauvoir, y no al revés.
The Visionaries, en manos de un verdadero filósofo, habría sido una obra maestra pero la tarea resultó muy compleja y el bricolaje logrado por el divulgador Eilenberger queda a deber porque es obvio que vieron, a no dudarlo visionarias, más allá de su tiempo, pero no queda tan claro por qué o de qué habrían salvado a la filosofía (Quizá por ello el subtítulo de la edición estadounidense es distinto). Pero para quien sea ajeno a los trabajos y a los días de Rand, Arendt, Beauvoir y Weil o necesite refrescar hechos y opiniones, lo leerá con provecho. Michelet dijo que el verdadero genio tiene los dos sexos del espíritu. Admitiendo ello como lo admito, en la cumbre del pensamiento filosófico del siglo XX, predomina (como lo llamó Julia Kristeva) el genio femenino.






