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Cuando el 30 de octubre se anunció que Marcelo Lombardero tomaría las riendas de la Ópera de Bellas Artes, María Katzarava anunció en sus redes que permanecería en el cargo hasta el 5 de diciembre; los compromisos de su sucesor no le permitían establecerse en México antes del día 1° de este mes, así que sería hasta entonces cuando ella entregaría el último título producido durante su gestión: La Bohème, con el cual culminarían las conmemoraciones por el centenario luctuoso de Puccini, compositor indispensable cuya producción de Turandot, presentada en junio pasado, dejó tanto que desear que se esperaba que, con ésta, “se sacaran la espinita”. Asistí a esa primera función, y debo admitir que, lamentablemente, no fue así. Les cuento:
Los infladísimos currículos que saturan las 62 páginas del programa de mano me hicieron albergar la ilusión de que este montaje derrocharía capacidad y talento. Tampoco fue así. Poco o nada correspondió lo que presenciamos, con tan cacareadas virtudes. La letárgica y rutinaria lectura con que Oliver Díaz (el “concertador”) castró cualquier atisbo de emoción en la partitura, le puso a la par de la torpeza y elementalidad del trazo marcados por Ruby Tagle, quien evidenció ignorar “detalles” fundamentales en el perfil de los personajes que debió crear. ¿Sabría que si Musetta anda con Alcindoro, es porque –empleando términos actuales- aquél es un generoso sugar daddy y no un humilde cargador de la Central de Abastos o un fayuquero de mercancía china dándose a la fuga? Porque eso es lo que parecía cuando entró a escena, cargando un montón de cajas de cartón, amarradas con mecates.
¡Eso fue lo de menos en tan abigarrado segundo acto! Ver cómo Tagle amontonó a tantos figurantes, propició que mi vecino de asiento comentara que los veía “tan encaramados y a oscuras que, más que en el Café Momus, parecía que estaban en el cuarto oscuro del TOM’S”, confirmándome que, entre ser coach de movimiento y ser directora de escena, hay un abismo insondable que va más allá de decir que el espacio “no ayudó”.
Las mamarrachadas que recientemente se han cometido en Bellas Artes han sido decisivas para animarme a ver qué está haciéndose en provincia, con menos presupuesto e infraestructura. En estas páginas he dado cuenta de cómo con imaginación y talento, se han logrado mejores cosas. Visualmente, la propuesta de escenografía e iluminación por las que cobró Jesús Hernández no pudo ser más pobre: en medio de una cámara negra, instaló una tarima que hacían girar manualmente como un carrusel, y sobre la cual sucedieron los cuatro actos sin más variantes que unos mínimos cambios de atrezzo.
Con tal de incluir a un figurante representando a Puccini, la acción original fue trasladada a los años veinte del siglo pasado, dándole a Carlo Demichelis la oportunidad de vestir al elenco con algo más que los costales que le han convertido en el modisto favorito de Katzarava, y si bien el abrigo que confeccionó para Mimì fue particularmente bello, es una lástima que quedara a deber las prendas con que pudo suplir la “cuffietta a pizzi rosa ricamata” y el “manicòtto” especificados en el libreto y cantados en la partitura.
Puedo explicarme la ausencia de dichas prendas a raíz de que Francisco Méndez Padilla, responsable de la traducción y el supertitulaje, me confiara que Tagle le pidió eliminar la línea donde se habla del manguito en cuestión, “porque temía que alguien del público se quedara esperando ver un mango enchilado”, ¡de ese tamaño la magnitud del rebuzno! Lo cierto es que, entre que son peras, manzanas o manguitos, también ignoraron que, para estar a tono con la moda de hace un siglo, pudieron darle unos mitones a la protagonista.
Pasemos al elenco. Más allá del desempeño cumplidor y sin mayor lustre de los coros, padecimos una elección de voces poco afortunada, ¡lo mismo que pasó en Turandot!, y no es porque carezcamos de voces. Sigo sin dilucidar cuál fue el criterio para conformar el elenco: de los tres amigos del protagonista, ¿por qué encomendarle a David Echeverría el rol de Colline?, es un personaje cuya aria Vecchia zimarra requiere de la voz oscura de un bajo bien plantado y lo que escuchamos sonó bastante melifluo.
Mucho mejor estuvieron Josué Cerón, quien abordó solventemente a Schaunard y Daniel Gallegos, cuyo Marcello tuvo, a mi parecer, el timbre más bello de cuantos participaron en el reparto que escuché. Lamentablemente, le pusieron como su coqueta enamorada a Lucía Salas y sigo sin saber qué fue más penoso: si lamentar su voz “insuficiente en volumen y expresividad”, como atinadamente señaló mi querido José Noé Mercado, o celebrar el ingenio de quien ante diferencia de edades entre ella y Gallegos, le llamó Ruquetta.
Este año escuchamos en el Blanquito Nessun dorma y Quando men vo… dos de las arias más ovacionadas de Puccini. ¿Qué tuvieron en común? Que ni Héctor López dio el ancho como Calaf, ni Salas como Musetta y, cuando se les recuerde, será por el penoso silencio que sepultó sus intervenciones. Flaco favor les hicieron invitándolos a cantar roles que no les van. Tampoco crean que el Rodolfo de Mario Chang salió mejor librado. Poseerá unos admirables agudos y un envidiable volumen, pero este papel demanda toda una suerte de delicadezas que no logró. Su poeta sonó bastante rudo y más que en Che gelida manina!, se habría agradecido una buena sfumatura al término de Oh, soave fanciulla.
Afortunadamente, esa noche sí hubo Mimì: Eugenia Garza desplegó sus mejores dotes e hizo alarde de refinamiento al dotar a su personaje de los más variados matices, vocal e histriónicamente. Su interpretación de D’onde lieta fue impecable, y a veinticinco años de haber debutado con este rol, lo ha madurado y enriquecido de tal manera que su escena final no pudo ser más conmovedora. ¡Qué ganas de haberla visto en una producción a su altura! Fuera de su participación, yo no podía estar más molesto ante lo presenciado. Por donde se le viera, aquello le daba la razón a Marcello cuando enuncia “Ah! miseria!”
Felizmente, los astros se alinearon. Ese día habría cumplido 86 años José Antonio Alcaraz, mi vitriólico y muy añorado mentor, y recordé también las frases de dos amigos entrañables: Enrique Bátiz, que dice que “no por cambiarle de nombre, la mierda dejará de serlo”, y Miguel Ángel Granados Chapa, quien decía que uno no debe escribir nada que no sea capaz de decirle en la cara al aludido.
En honor a ellos, aproveché la oportunidad que me brindó la vida… y pude regresar sonriente a casa: pasé al área de camerinos a felicitar a la Maestra Garza, y cuando mi querida Ruby Tagle me preguntó qué me había parecido, evité responderle “ya lo leerás”, que es mi proverbial muletilla y, contundentemente, le dije que aquello había sido “eso que no dejaría de serlo por llamarle de otro modo”; hoy, mientras escribo esta reseña, continúo preguntándome si todas estas carencias, tropiezos e incongruencias se habrían evitado de haberse hecho presente Katzarava en los ensayos, pues no fueron pocos los miembros del elenco que me aseguraron no haberla visto pararse “ni una sola vez para supervisar la producción que encargó y por la cual pagó”.
¿Pues no que iba a permanecer en el cargo hasta este día? Al parecer, lo único cierto, es que al igual que la decepcionante gestión de Lucina Jiménez, que fue quien le dio a morder la manzana envenenada y abrió la puerta a un gineceo cuya mediocridad y falta de transparencia le ha hecho un daño mayúsculo a la Ópera de Bellas Artes, así también llegó a su fin la gestión de nuestra eximia soprano: con más pena que gloria.