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“Vivo en las redes sociales”, me dijo entre ufana y resignada, Malva Flores, la última vez que cené en su casa de Xalapa, junto a David Medina Portillo y a José Luis Rivas. Para los pocos que apenas si tenemos una cuenta de Facebook para compadecernos de los gatos extraviados y de sus humanos, como se dice ahora, la tenacidad y el arrojo con la que Flores combate en las redes sociales por el temperamento liberal y la “antigua” crítica literaria (una cosa va con la otra), termina por tranquilizarme, aunque me sea ingrato verla perder el tiempo contestándole a toda suerte de ignaros y fanáticos.
He visto a las mejores mentes de mi generación destruirse tuiteando, perdidos en esas peleas medievales a pedradas como le parece que son a Michel Houellebecq, matando el tiempo aunque ya no quede mucho, pero el caso de Flores es singular, porque su omnipresencia en las redes no ha ido en demérito de una obra crítica y poética crecida y creciente, obligándonos a preguntarnos a qué horas del día o de la noche, lee, escribe, investiga, padece la universidad en su día benemérita en la que labora y, además, da de tuitazos (aunque siga hilos dantescos), o incurre en una queja constante que enerva.
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Manual para el crítico literario en emergencias (DGE Equilibrista/Universidad Veracruzana, 2024) es la última colección de ensayos y reseñas de esta especialista eminente en la epistolografía, tan sólo precedida en el oficio por su maestro Guillermo Sheridan. Flores (Ciudad de México, 1961) ganó no hace mucho linajudos premios por su crónica de la amistad entre Octavio Paz y Carlos Fuentes (Estrella de dos puntas, 2020), sin duda, un paso decisivo para la historiografía literaria de nuestro siglo XX, como lo fue Viaje de Vuelta (2011), primera historia de la última revista de Paz. Actualmente está culminando la edición de los Diarios, de Alejandro Rossi.
Entre sus industriosas virtudes destaca, más que el panorama general (intentado en El ocaso de los poetas intelectuales y “la generación del desencanto”, de 2010 y La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy, de 2014), la viñeta incisiva (Sombras en el campus, 2020), la pericia para hacer de lo personal una verdadera tormenta literaria que empieza en un vaso de agua y se desborda en ese océano donde todos navegamos. Por ello, en el primer ensayo de este libro de Flores, titulado “No hay pedagogía más eficiente, aunque brutal y dolorosa, que una mudanza intempestiva…”, a diferencia de los profesorales Roberto Calasso y Umberto Eco, recomienda no cómo armar una biblioteca sino como desarmarla, urgida por lo intempestivo.
“¿De qué libros deshacerse? ¿De cuántos?”, se pregunta, sin perder nunca el sentido trágico–cómico ante la catástrofe.Esas preguntas, compartidas con su marido y un par de buenos amigos suyos, van dibujando de manera graciosa los rudimentos de una anatomía de la crítica, de la educación sentimental entreverada con la fatal educación universitaria, lo cual va delatando su aborrecimiento de la teoría literaria (que dicen que sólo existe cuando un profesor la expone) y de sus guardianes y censores. La pedagogía que implica, en fin, desprenderse de libros, la invita a escapar de sus pesares y, con Pablo Sol, a reivindicar la reseña literaria como género literario.
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No llevaba ni siete páginas de este Manual para el crítico literario en emergencias, cuando los descartes decididos, o no, por Flores, se convirtieron en materia de acres discusiones imaginarias entre este su lector y ella. Yo nunca me privaría de los libros de Juan García Ponce y su progenie en Georges Bataille y Pierre Klossowski, y concuerdo con Paz (otros lo dijeron también) que las obras maestras desconocidas son desconocidas justamente porque no son maestras.
Y en cuanto a la teoría literaria, como yo no la estudié en universidad alguna, me he vuelto más comprensivo, como lo sabe Flores. Tiempo después que Gérard Genette y Roland Barthes y Tzvetan Todorov y Julia Kristeva dejaron caer las armas para rendirse, yo comencé a extrañarlos porque, estando en el campo enemigo, permitían hacer esa guerra inmortal que fue la Edad de la Crítica, cuya desaparición es, acaso, el tema secreto no sólo de Manual para el crítico literario en emergencias, sino de toda la obra de Flores.
Pasados los años, ya no me indigna Jacques Derrida, que no deja de ser el Barroco que Francia no tuvo, y considero que S/Z, de Barthes, fue un gran libro, aunque sólo aplicase para su Honoré de Balzac personalísimo y fuera inútil “dar clase” con ese recetario. Para no hablar de mi pasión por el formalismo ruso, empezando por Víktor Shklovski. Admiro, como Flores, la prosa de Michel Foucault y como lo considero el padre de muchos de los desastres culturales de hoy, no puede sino interesarme en todo lo suyo porque, lo sé, actuó con alevosía y ventaja. Él sabía que acabaría por parir a una Judith Butler, y al lograrlo, nos sonríe complacido desde donde se encuentre.
Los adversarios de primer orden, dictamino, deben tener un lugar de primera fila en toda biblioteca que se precie de serlo. No lamento haberle regresado a mi padre los 52 tomos de las Obras completas de Lenin que le robé, aunque un día las extrañé para intentar una antología del arte leninista de injuriar, pero conservo una edición anotada del ¿Qué hacer? junto al libro homónimo de Nikolái Chernishévski. También, me temo, hay que cuidar a los adversarios de pacotilla, pues suelen ser insidiosos. Conservé la obra completa de Arturo Azuela por si se ofrecía, y se ofreció.
En su conjunto, finalmente, Manual para el crítico literario en urgencias, me ganó por empatía generacional y partisana. Comparto con Flores revista literaria, horror ante la dictadura emergente en México, voto por José Gorostiza contra Alfonso Reyes en materia de deslinde poético, tengo para mí como cosa íntima Residencia en la tierra y etcétera, pero si ella detesta a Roberto Bolaño, yo no puedo creer que disfrute de la poesía de Piedad Bonnet.
No queda espacio para compartir historias sobre ejemplares que van y vienen. Sospecho como llegaron a mis manos libros que fueron de Juan José Gurrola o de Carlos Monsiváis, aunque no entiendo porque fui a hallar en Chihuahua un ejemplar de Otras inquisiciones (el de Alianza) que llevaba el nombre de un amigo de Londres. Pero acaso la pregunta más importante de Flores sea aquella sobre cómo está edad agresiva y puritana practica la censura desde un poder de esos censores que desplazaron a los dioses de las islas: así dice uno de sus poemas. El peligro es salvarse del naufragio en la orilla de la autocensura. Ojalá Flores nunca olvide la máxima de Gabriel Zaid de que la verdadera vida literaria transcurre en la lectura y no en ningún otro lugar. Si ella olvida, olvidaremos muchos, porque es difícil concebir a la literatura contemporánea mexicana de hoy sin los empeños de Malva Flores.