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Los géneros literarios suelen ser formas o etiquetas pensadas para organizar la expresión artística, que es diversa, compulsiva y, muchas veces, inclasificable. Fue Aristóteles, con su Poética, quien inauguró esta línea de investigación que ha perdurado dos mil trescientos años, sin que los estudiosos del tema hayan podido agregar elementos nuevos o perdurables a los ya entrevistos por el filósofo de Estagira.
Y, sin embargo, los grandes bloques narrativos, líricos, dramáticos, didácticos y argumentativos han experimentado disecciones a lo largo de los siglos, como producto del dinamismo de las escuelas literarias y también del cambio en el gusto de los escuchas y lectores, y, desde luego, de la transformación de las sociedades.
En este marco de referencia se pueden situar los géneros argumentativos breves, cuyo propósito es despertar la curiosidad, mover a la reflexión y, si fuera posible, convencer al lector o al escucha de la verdad de una tesis sobre temas diversos. Son ejemplos de este género la máxima, la parábola, el adagio y la paráfrasis, a los cuales se les reclama claridad en la exposición, economía verbal y contundencia.
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Pero junto a los géneros argumentativos breves también descuellan los narrativos, que hunden sus raíces en las expresiones orales a través de la fábula, el apólogo o el cuento breve, y se fortalecen en la era moderna en categorías como la microficción, el microrrelato o la estampa, que, en principio, pretenden generar en el escucha o lector una experiencia estética mediante la imagen, el ritmo, la historia decantada y la sugerencia imaginativa.
Además, es una marca de la modernidad la hibridación de los géneros, situación que hubiera enfurecido al viejo Aristóteles, pero que se ha acentuado en los tiempos que corren. De hecho, la aparición del ensayo con Michel de Montaigne, en el siglo XVI, marca esta saludable vecindad entre el pensamiento y la imaginación, entre la razón científica y el arte. A este primer impulso se han sumado la crónica, la prosa poética y el aforismo literario.
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Valga este amplio preámbulo para celebrar la aparición del número 41 de la revista Ritmo. Imaginación y crítica, coordinado por el escritor Hiram Barrios, en donde se hace un documentado balance del desarrollo aforístico en Hispanoamérica, a través de una serie de textos teóricos y creativos que pretenden establecer los márgenes de un género o “gesto que delimita lo finito para apuntar a lo ilimitado”, como lo expone el venezolano Franklin Fernández.
Otros autores, como Demetrio Fernández, inscribe al aforismo en una tradición viva, “in vitro”, cercana a la máxima y al apotegma; José Luis Trullo lo considera autónomo y sustancial al ser humano, porque condensa verdades útiles mediante el lenguaje poético; Manuel Neila, un connotado aforista español, reconoce en estas frases cortas “máximas mínimas”, “saetas verbales” o “piedras pulidas”.
Una definición que recupera la reflexión y la creatividad literaria podría enunciarse en estos términos: el aforismo es una forma de pensamiento que explora una intuición, un destello de conciencia para enlazar la poesía con el pensamiento. El aforismo se sitúa en la frontera del juicio estético y el moral; es un texto breve como un relámpago, donde confluyen la imagen y la metáfora con destellos de sorpresa, conocimiento y humor. El aforismo es una herida con flecha envenenada.
Para concluir, leamos este aforismo de Don Paterson:“Hay escritores para quienes ninguna forma existe: demasiado listos para la novela, demasiado escépticos para la poesía, demasiado verbosos para el aforismo. Lo único que les queda es el ensayo —el medio menos apropiado para ser escarnecidos—. Terminan de críticos” (trad. Marco Ángel).
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