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En La arriera (México, 2024), épico film 2 de la también cortometrajista documental militante excuequera yucateca Isabel Cristina Fregoso (primer largo: El aliento de Dios 07; cortos: Una moral de mostrador 91; Chenaló, el corazón de Los Altos 01, La podada 17), con guion suyo y de Alfonso Suárez Romero, tras la muerte materna en el parto la linda rancherita asombrosamente autonómica de 16 años Emilia (Andrea Aldama carismática) ha sido criada por su atareada tía Nicolasa (Damayanti Quintana) y su prepotente tío Pancho (Pascacio López) en el idiosincrático machista Jalisco de los 30s, sin embargo gozando de los omnicompensatorios retozos entre lúdicos y sensuales con su prima Caro (Ale Cosío), pero en ausencia forzada de los tíos debe quedar a cargo y al servicio de su atrabiliario primo-hermano postizo paterdeleznado por ser incapaz de domar una yegua salvaje en la feria Martín (Luis Vegas), quien intenta sojuzgarla a la fuerza, la espía y la ataca, por lo que, dejando a Caro bajo el yugo fraterno, huye en busca de su padre biológico, se roba unas mulas, corta a machete sus cabellos al disfrazarse de varón y se erige en arriera para atravesar la sierra y el llano rumbo a la costa, motivando una serie de encuentros y desencuentros peligrosos, siempre perseguida por su vengativo pariente Martín en pos de sus mulas, aunque enfrentado por ella de retorno expedito a casa, para rescatar a la adorada prima Caro y llevársela a conocer el mar, culminando así una sencilla aunque exaltante revisión femiarreada.
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La revisión femiarreada presenta una dimensión inicial como relato de aventuras, con esa intrépida Emilia heredando del agonizante arriero pronto suicida Secundino Felipe (Waldo Facco) su caballo Encanto y dos irrenunciables cargas que de inmediato se tornarán en los objetivos primordiales de la chava por la palabra empeñada, esquivando malhechores, haciéndose iniciar heterosexualmente por el simpático arriero Jesús (Christian Ramos), resultando malherida al cruzar la corriente de un río y siendo sanada por una noble curandera ancestral con sombrero coronado de plumas (Guadalupe Gutiérrez), hasta hacer entrega de una encomienda a unos arrieros distantes y de una segunda a la devota legitimadora de una mítica coronela revolucionaria Inés (Mayra Batalla), aventuras que equivalen a las etapas y episodios de una travesía exterior/interior, a la vez geográfica e identitaria y afirmadora homosexual, como el irónico cumplimiento de etapas legendarias y las pruebas de una ahora ungida especie de Heroína de las Mil Caras, volviendo del revés genérica la clásica caracterización del mitólogo Joseph Campbell, en esa esencializada Quest arriera que tiene mucho de western de itinerario y aún más de la road picture de una fémina rural que sin saberlo ha partido a la búsqueda de sí misma en aquellos espacios metafísico-conductuales que parecían exclusivos del machismo cancionero tapatío e idealizadores virilistas del viejo e intocable-intocado cine mexicano.
La revisión femiarreada compensa con creces las inconsistencias estructurales del guion (esa simplonería melodramática de la persecución del empecinado villano abusivo y violador para recuperar sus mulas ese abandono inexplicado de la hipotética búsqueda del padre) mediante la intensidad plástica dramática y lirica de cada episodio, moviéndose mejor en el nivel expresivo y simbólico que en uno meramente anecdótico-argumental o realista naturalista de época, una época en que todavía resuenan y medran ecos de la Revolución y la Guerra Cristera, rastreando emociones anestesiadas y una cadena de sapiencias particulares o sabidurías tradicionales vueltas declarativas y literarias, comenzando por el incantatorio prólogo monologal ¿en el cielo? a oscuras (“Eran los tiempos de antes, mi mamá sólo sabía del comal y echar las tortillas/ pasaron una hora entreverados bajo las estrellas, luego él se fue, con promesa de volver”), esos diálogos portentosos (“Tú no me mandas aquí”// “Me rompí el espinazo, hasta aquí llegué”) y esas sentencias sabias (“No es bueno cargar con la tristeza de otros”).
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La revisión femiarreada secreta así una fantasía lésbica que se afirma, se desborda y se reconfirma de varias maneras, todas ellas aquí inéditas e incodificables, como una “máquina de ficción” (Echenoz) más que una ficción propiamente dicha (como cualquier apasionada Lengua extranjera de Burger 24, por ejemplo), como un lenguaje fílmico capaz de engendrar su propio universo, como una multiplicación del tiempo y del espacio en atmósferas hechizas e irreales algo extravagantes, donde impera una fotografía delirante plasticista de María Sarasvati Herrera a base de solemnes planos muy abiertos y acercamientos agitados sin nada en medio, una edición pulsional de Martha Uc, un diseño de producción de José Portillo en las antípodas de cualquier tentación documental que por ahí se asome y un vestuario de Lupita Peckinpah del mejor gusto engrandecedor hasta lo alucinado, una obra original deliberadamente menor cuyo preciso tono desenvuelto y melancólico acaba imponiéndose, donde reclaman una misma importancia las mutuas caricias y toqueteos nocturnos, las previsibles efusiones con carrerita entre la inefable milpa y el reivindicativo rango museístico de una iconografía feminista revolucionaria en la que se dan cita las fotografías de mujeres no-Adelitas del Archivo Casasola y los hallazgos perdurables de mujeres por sí mismas de la olvidada cronista gráfica fundacional Sara Castrejón, cual exclusivas, novedades, elementos fuertes, previas a la foto de almanaque de la heroína mostrando el letrero añorante de: “Estás en mi corazón”.
Y la revisión femiarreada terminó contemplando a las enamoradas primas brincoteantes al ir tomaditas de la mano hacia el fervoroso y providente descubrimiento del Absoluto representado por el mar, porque incluso para el negrísimo distopista irlandés Paul Lynch “Al mar, tenemos que ir al mar, el mar es vida”.