En El día es largo y oscuro (Colombia-Francia–México, 2024), imparable film 9 del autor total guatemalteco-mexicano del CCC egresado de 50 años Julio Hernández Cordón (Gasolina 08, Te prometo anarquía 15, Cómprame un revólver 18), la vampirita adolescente de unidad habitacional Vera (Mila Mijangos conmovedora) en plan chupasangre acomete ebria de hambre y antojo liquidador contra un vecino, recibe la reprensión correspondiente a su instintivo acto de parte de su amoroso padre cineasta vampiro trotamundos Cruz (Luis Alberti desolado) y decide refugiarse en el depto de su madre autonegadora Esther (Eli Acosta), pero hasta allí va a rescatarla el devoto progenitor para proseguir con su tarea de reeducación filial dentro de una menos policialmente riesgosa y por entero benévola opción vegana, y así lo intenta, protegiendo a esa desesperada chava que sin embargo disfruta inmensamente al ser transportada sedente sobre el manubrio de la bici de papá desarmante de cariño (“Si sabías que tenías los genes del vampirismo, ¿por qué quisiste tener un hijo?”/ “No quería perderme lo más hermoso de la vida, eres lo más hermoso de mi vida”) y con una salida a un festival de cine con la novia rubia de éste al multivectoral grito homologador de “Es una película llena de vísceras, de sangre y de tripas, eso es lo que nos gusta en Mórbido” (lanzado por el presentador Pablo Guisa Koestinger), aunque sigue padeciendo por no poder exponerse a la luz solar, tener que ser rescatada bajo una cobija en pleno día y no poder eludir el impulso de succionarle la sangre a sus novios, por lo que debe reincidir cruelmente al abalanzarse por celos vengadores contra el cuello de uno ellos que se besuqueaba con otra chava en la calle, o bien intentar emanciparse de su padre para seguir su propio camino, pero acabar cediendo a la excitante atracción que le causa cierta hermosa teatrista sonorense de nombre Elena (Daniela Urías), por quien va a provocar un angustioso y fatal clímax nocturno de persecuciones policiacas por túneles, mordidas inconclusas y desgracias sin fin para ella misma, arrastrando consigo a su padre concesivo (“Te voy a ayudar a conseguir sangre, pero tú tienes que poner de tu parte también”) e inclusive a su madre vuelta solidaria, aunque todos ellos lamentablemente sometidos a los dictados genealógicos y deterministas de una inflexible disonancia vampírica.

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Crédito: Especial
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La disonancia vampírica lleva su oda trágica al distópico cine mutante (con cámara en mano o grandes angulares) y a los vampiros veganos hasta límites en que el bajo presupuesto (ridículo ante el del Frankenstein de Del Toro 25) y el gusto por los actores sin experiencia llegan a deliciosos extremos postneorrealistas, como lo demuestran y los convocan también los fachosos atuendos de Vera (esos desfiguros con entalladísimas bermudas cremosas o ese vestido transparente rojo sobre lencería negra) o las continuas irrupciones por fractura en espacios prohibidos o la imagen icónica de los héroes padre e hija sentados en la banqueta nocturna (en explícito homenaje a los descansos de Ladrones de bicicletas, De Sica 48) o aquella escalada persecutoria de las gigantescas torres de alumbrado, sin que por ello el acercamiento lúdico al tema y a los códigos vampíricos deje de estar a la altura expresiva e irónica de los acometidos dentro del fraternal cine de zombis en La Habana comunista de Juan de los Muertos (Brugués 11) o de los adolescentes patrios de Mexzombies (Cartas 22), con escenas hilarantes como las babosas pláticas de la novia erotizada Dolores ponderando en exclusiva episodios jaladísimos de Los Simpson y secuencias coruscantes como el relampagueante trío sexual que organiza esa misma chica con otra amiga y su obsecuente novio Cruz, dentro de un orden lógico y un régimen genérico de códigos invertidos y apenas más allá del realismo a los que les basta con la inserción reiterada de la imagen de un danzante con atuendo de diablito folclórico azotando en el suelo su bastón (¿como en Las marimbas de la muerte de JHC 12 cual relato potencial) para alcanzar una inesperada dimensión metafórica irrealista.

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La disonancia vampírica comunica así con notable hondura arrebatada y amplitud emotiva e íntima y secreta la condición incómoda e incendiaria de doliente draculita cotidiana Vera, personaje femenino juvenil patético e irrecuperable-incontrolable si los hay en el cine mexicano de hoy, llena de insatisfacciones dislocadas y obligada a secundar y asumir la frustrante forma de vida de su padre lamentable pero generosamente obcecado: su rechazo a la sangre humana, sus compensatorias opciones veganas, sus satisfacciones sexuales tan ocasionales cuanto transgresoras sin gracia, su placero afán sádico al practicarle un tatuaje al padre (“Realmente duele”/ “No te muevas”), su desesperación asumida y su perpetua actitud depresiva que se confunde con la crisis de crecimiento autorreconocida (“Es que soy una adolescente demasiado dramática, eso soy”), qué yermo de alternativas para la desdichada Vera, qué vacío, qué malestar existencial, qué depresión, qué soledad, qué zozobra, aceptando de buena gana que su madre la reciba con actitud rechazante en el fondo (quizá reconociendo inconfesamente que su hija puede comérsela) y que su padre se dirija a ella bajo el mote supuestamente cariñoso de Tarántula como si fuera de seguro la alimaña ponzoñosa que acaso es.

Y la disonancia vampírica abandona a los derrotados y exhaustos padre e hija vampiros reptando en el páramo al buscarse y estrechar apenas sus manos cual emblemática pareja romántica agonizante tras balearse entre ellos (a lo Duelo al sol del patriarca Vidor 46), pero aquí tan sólo y miserablemente para seguir cargando su cruz, ante la indiferencia del paisaje suburbano baldío en un amanecer miserablemente gris y apagado de otro día que se promete tan largo y oscuro cuanto breve, tenebrosa y truculenta resulta la elegiaca e inconsolable película misma.

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