En el mundo del libro hay muchos trabajos que están bajo la sombra del autor, sobre todo en nuestros años en los que éste se ha convertido en una marca. Quizá la estrella de algún editor famoso —pensemos el caso de Jorge Herralde, fundador de la editorial Anagrama— puede competir con la fama de los escritores de su catálogo. Dentro de este ecosistema, el papel del dictaminador, aquel personaje poco conocido que avala o desecha una propuesta de publicación, es muy poco conocido. Acaso, los mismos integrantes del llamado “mundillo literario” hemos, en algún momento de nuestras vidas, ejercido el papel del guardián —una suerte de cancerbero— que decide entre el milagro de la publicación o el infierno a donde van a parar los manuscritos inéditos.

Guillermo Espinosa Estrada (Puebla, 1978) se aproxima al trabajo del dictaminador en su tercer libro Momo en los infiernos publicado por Gris Tormenta en su colección Editor. Momo, hay que recordarlo, era para los griegos el dios de sarcasmo y, también, de los escritores. Es, por así decirlo, una figura incómoda por sus críticas, dinamita pura para el gremio de autores cuyo ego a menudo es puesto a prueba por las reseñas en los medios de comunicación, aunque —para ser justos— este tipo de textos se han convertido, gradualmente, en elogiosas invitaciones a consumir un producto. El género al que recurre Espinosa Estrada es el de una farsa teatral protagonizada por Momo, un dictaminador que es acompañado por Benévola primera, Benévola segunda y Benévola tercera: joven promesa literaria, académica y booktuber, respectivamente. Ellas acompañarán al protagonista en su viaje —o descenso al infierno— mientras reciclan o se burlan de los clichés asociados al mundo de la creación literaria y publicación en búsqueda de la gloria.

Espinosa Estrada le saca jugo a sus diatribas cuando aborda los secretos a voces de la industria editorial: la endogamia, la simulación, la ilusión meritocrática. En el pasado, por ejemplo, escritores de renombre han mandado manuscritos a sus editoriales identificados con seudónimos para encontrarse con un aplastante rechazo. Por otro lado, hace un ejercicio interesante al dictaminar negativamente obras clásicas. Recuerda, en este aspecto, a algunos experimentos que hace Umberto Eco en sus diarios mínimos —recopilaciones de artículos periodísticos— cuyo objetivo es mirar, desde un punto de vista desacralizador, libros del canon para intentar bajarlos del pedestal. De esta forma, a través del humor, se rinde un verdadero homenaje a través de una dimensión más humana.

Una puesta en escena sobre los reportes de lectura, la dictaminación de manuscritos y los absurdos del campo editorial actual.
Una puesta en escena sobre los reportes de lectura, la dictaminación de manuscritos y los absurdos del campo editorial actual.

Quizás el libro de Espinosa Estrada es demasiado deudor del mundo clásico desde el cual arroja sus dardos contra el status quo. Me refiero no sólo al formato de comedia griega que usa, sino, también, las discusiones que establece con el mundo del libro, polémicas que parecen estar ya rebasadas ante los dilemas actuales, en particular el uso de la tecnología. El problema, en nuestros años, es que los “momos” están en peligro de extinción, pues son prescindibles. Imagino más escenas para el texto juguetón en el que Momo asume —o descubre de forma incidental— que está a punto de desaparecer porque, sencillamente, ya no es necesario. Podría escribir términos como “big data” o “algoritmos” vinculados a la industria editorial y, así, abrir una Caja de Pandora. Por poner un ejemplo: en el año 2020 un artículo en El País, firmado por el periodista Jesús Ruiz Mantilla, ya advierte de los algoritmos como nuevo actor en la toma de decisiones editoriales. ¿El objetivo? La reducción de costos gracias a una tecnología que garantiza, en apariencia, un éxito editorial tras otro. Millones de ejemplares vendidos gracias a la información procesada y, ahora, revelada como profecía gracias a la Inteligencia Artificial, un nuevo demiurgo ausente, sin embargo, del catálogo mitológico de Momo en los infiernos. De hecho, este escenario —más allá de sus posibilidades reales— sería el auténtico infierno al cual podría llegar. Desde ese abismo, tal vez, podría ironizar para revelar los mitos de la tecnología que no son, en absoluto, inofensivos.

En el último tercio del libro —en esta suerte de collage de escenas que imitan el caos de un sueño o, mejor dicho, de una pesadilla— hay otros puntos que me gustaría problematizar. El tono del autor —divertido, aunque pesimista— destila algunas ideas sobre la abundancia de textos. La máquina de imprimir, publicar y consumir nunca se detiene. El gasto de recursos naturales, por lo tanto, siempre es creciente. Esto, aunque no lo menciona el autor, se aplica a los libros digitales, aunque muchos lectores crean que su influencia —la famosa huella ecológica— sea mínima. Sólo basta comprender la energía usada en los centros de datos para saber que la desmaterialización de lo digital no existe. Llegado a este aspecto, Momo pudo plantear una incómoda, pero necesaria pregunta política: ¿quién debería asumir que ha publicado demasiado y quién debería plantearse la necesidad de escribir más allá de los recursos naturales involucrados en la publicación de un libro? De otra manera sólo queda el colapso como solución y, lo peor de todo, la inmovilidad.

Parecería que estoy siendo injusto con Momo, el dictaminador, pues estoy poniendo sobre la mesa no defectos de su excursión a los infiernos sino cosas que quise ver en el libro y no están. La pequeña farsa dramática, de poco más de 100 páginas, es una ventana a amplias discusiones que ya están ocurriendo en el ámbito editorial. La crítica es, ante todo, una voluntad de diálogo, así que vale la pena hacer estos apuntes por la importancia que representa no sólo el dictaminador dentro de la industria del libro sino cada uno de sus engranajes sometidos a una tensión cada vez mayor.

Momo en los infiernos, Guillermo Espinosa Estrada. Gris Tormenta, pp. 116. Prólogo de Daniela Tarazona. 2023.

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