“Ignoro si existe un libro sobre las transformaciones cotidianas que la imprenta trajo en el siglo XV. No me refiero a la obra de un historiador, sino a la de un testigo de cargo, un cronista sorprendido de la forma en que el libro impreso cambiaba las costumbres”, pregunta Juan Villoro al inicio de No soy un robot, volumen de ensayos que reflexiona y especula en torno a la forma en que las nuevas tecnologías podrían cambiar la vida humana. Para imaginar el futuro, a veces basta mirar al pasado: aunque hoy suene extraño, la aparición de la imprenta de tipos móviles desató en el siglo XV un alud de cambios en todos los ámbitos.
Si bien el libro mira al futuro, la alusión lo conecta con el más reciente trabajo de Villoro, Conquista y contraconquista: los recursos del idioma, publicado por El Colegio Nacional y la UNAM. Derivado de una charla ofrecida en la Fiesta del Libro y de la Rosa, el volumen prologado por Rosa Beltrán concentra valiosas reflexiones en torno al hecho de que la Conquista no se libró solo en los campos de batalla, también fue una operación narrativa.
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“El idioma sirve para comunicar, pero también para enredar, distorsionar, calumniar y confundir”, señala el autor de El testigo. Con ejemplos claros muestra cómo la colonización de los pueblos depende de la lucha por las palabras. Cuando un pueblo somete a otro, impone una narrativa orientada a justificar sus acciones. Con mirada certera, Villoro selecciona detalles de la historia que nos invitan a observar con ojo crítico esos relatos del pasado. La idea de la conquista cambia cuando sabemos que sólo el uno por cierto de los ejércitos que tomaron Tenochtitlan eran españoles. O que, durante los 300 años que duró el virreinato, la lengua más común no era el español, sino el náhuatl. Paradójicamente, fue el México independiente el que abrazó el español como lengua mayoritaria y “decidió dar la espalda a la diversidad lingüística a fin de tener un discurso común que uniera al país en una visión y un programa”.
Cinco siglos después no hemos logrado sacudirnos esos relatos que, como espejos de feria, transmiten una visión sesgada: así, por ejemplo, los tlaxcaltecas fueron denunciados como traidores a un país que todavía no existía. También es erróneo evocar a Malintzin-Malinche traduciendo del náhuatl al español cuando recién fue regalada a las tropas de Cortés: lo que ella hacía era traducir del náhuatl al maya, mientras que la traducción del maya al español era completada por Jerónimo de Aguilar, conquistador que había naufragado ante las costas de Yucatán.
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Acaso la más común y más grave de esas distorsiones consiste en pensar que los pueblos indígenas son asunto exclusivo del pasado: Villoro nos recuerda que, si la condición indígena se reflejara por cuotas de sangre, 80% de la población calificaríamos como tal. Una vez más, la realidad se construye por la forma de nombrarla: hoy no es la sangre sino la lengua lo que determina la pertenencia a un grupo originario. El futuro de esa diversidad lingüística no es halagüeño: si bien subsisten en México sesenta y ocho lenguas originarias, la mayoría está en vías de extinción.
Apoyándose en las reflexiones postuladas por Yásnaya Elena Aguilar en su Ää: manifiestos sobre la diversidad lingüística, Villoro concluye que “la idea de una nación unida por el español es una ficción demagógica y empobrecedora”. En ese sentido, el remedio podría provenir de las propuestas de los nuevos zapatistas, que en los últimos años se han refugiado en sus comunidades y han cambiado sus políticas de comunicación.
Ya que hablamos de medios, conviene volver a No soy un robot, magnífico volumen en donde Villoro reflexiona sobre los cambios que podrían acarrear las nuevas tecnologías. Si el autor lamenta que no contemos con crónicas de cómo se vivieron los grandes cambios en el siglo XV, al mismo tiempo se impone la tarea de ofrecer un testimonio sobre los grandes cambios del siglo XXI a los lectores del futuro, y para hacerlo combina el ensayo, la crónica, la divulgación de noticias tecnológicas, las memorias y el cuaderno de viajes.
En 320 páginas, Villoro hurga en momentos decisivos de nuestra historia para abrirnos los ojos: el futuro ya está aquí. Vivimos sociedades hipervigiladas en donde el algoritmo influye mucho más que cualquier filósofo, y en donde las omnipresentes pantallas nos ofrecen piezas de periodismo robot, es decir, periodismo generado por máquinas. Los robots ya opinan. Una vez más la estrategia de Villoro es ofrecernos datos y relatos inusuales que nos hacen cuestionarnos la idea que tenemos de la realidad. Sorprende saber que, hoy por hoy, el español es una lengua más hablada por robots que por personas. O que existen Eco-bots que ya no dependen de los humanos para subsistir, pues comen insectos y los transforman en energía.
No soy un robot incluye pasajes vividos por Villoro en plena Guerra Fría entre 1981 y 1984, cuando vivió en Berlín Oriental. Destaca la historia del teniente coronel soviético Stanislav Petrov, quien el 26 de septiembre de 1983 se vio en la disyuntiva de desatar o no una conflagración nuclear que habría costado cientos de millones de vidas. Para tomar esa decisión sólo contaba con informes contradictorios: una computadora por una parte, y por la otra su imaginación y su sentido común.
Así, Villoro nos demuestra que de nuestra relación con las máquinas derivan cada vez más dilemas éticos: las herramientas no son en sí buenas o malas, su signo deriva del uso que les damos. ¿en qué se parecen un vampiro y un teléfono celular? ¿por qué la superabundancia de imágenes trivializa la realidad? ¿por qué la presencia de una cámara vuelve coherente incluso la escena más descabellada?
Paradójicamente, las tecnologías del pasado llegan al rescate: el gran invento del siglo XV, la imprenta de tipos móviles, permitió la impresión de libros en tirajes cada vez más grandes y por lo tanto, la gradual popularización de la literatura. Si, como observa Villoro, la capacidad de entender el mundo ha menguado porque usamos menos la cabeza, el remedio está en leer, pues resulta una inmejorable preparación para enfrentarnos al bombardeo de estímulos de un ambiente en donde la información se ha vuelto atmosférica.