Para Julio Alcántara

I

El tiempo había de darle la razón al libro de José Vasconcelos. En 1925 publicó uno de los ensayos más osados –y ciertamente uno de los poemas más bellos– que ha alumbrado el continente americano. Su objeto: el continente mismo, nosotros sus creaturas, y nuestro sitio en el concierto de la Historia. No lo escribía un pensador de gabinete –a lo Hegel o Kant–, ni un diletante distrayendo sus ocios en espumar las “grandes civilizaciones”. Lo escribía un rey filósofo o, mejor, un consejero de príncipes itinerante a lo Erasmo, por más que nos resulte extraño el paralelismo entre Obregón y Carlos V. Pero en verdad, al hablar de Vasconcelos y su tiempo, no hay hipérbole o exceso que se resista demasiado, a tal punto se trata de un hombre y un momento extraordinarios. Estuvo cerca de Francisco I. Madero, de Venustiano Carranza y de Álvaro Obregón, quien al fin le encomendó, después de la Revolución mexicana: “nace un nuevo país: edúquelo”. Rector de la Universidad Nacional y luego secretario de Educación Pública, sobre el escritorio de Vasconcelos se erguía protectora una estatuilla de Atenea: ella también ser de armas y letras.

II

No es una doctrina de odio La raza cósmica. Ni hacia Estados Unidos, ni hacia el hombre blanco, ni hacia Europa. Tampoco –como se ha dicho– atentan las ideas del libro contra el indígena. Bulle, al contrario, entre sus páginas la conminación, nada menos, que al difícil amor de un verdadero universalismo, ése que sin América –a pesar de las pretensiones del Viejo Mundo, cristiano o musulmán– era lisa y llanamente imposible; verdadero universalismo que sin el mestizaje iberoamericano primero y luego sin la energía y la técnica de los Estados Unidos no lo era menos; pero que lejos de estar ya consumado, nosotros estamos en la obligación de continuar creando y esculpiendo, cual artistas del pensamiento, la materia y hasta la política. No es tampoco La raza cósmica un elogio de México, ni de América latina: es su crítica y su ruta de navegación en medio de los más peligrosos escollos, sobre todo en miras de su destino, que es efectivamente grande.

Noria es escritor, traductor,  maestro en Historia de la Filosofía Metafísica.
Noria es escritor, traductor, maestro en Historia de la Filosofía Metafísica.

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 Muchos espetarán aquí: ¡teleología de la historia!, ¡esencialismo!, ¡etnocentrismo! A todos estos adictos del pesimismo –de suyo nihilista– y acaso secretos adeptos del conformismo, habría que recordarles que han sido ellos, precisamente, los que nos han repetido hasta el cansancio desde sus cátedras y columnas, libros y panfletos, que vivimos en una época “sin horizonte de expectativas”, sin “grandes relatos”, sumidos en el “presentismo”, en fin, en un Occidente fatigado del que, para colmo, seríamos los hispanohablantes un apéndice curioso. Pero ante un pensamiento creativo y visionario como el de Vasconcelos prefieren desviar la mirada en un pacto de silencio. Es comprensible: ya el propio pensador mexicano explicó a qué se debía la oposición que encontraría su llamado.

III

Paz universal y verdadero universalismo como horizontes de acción y pensamiento, sí. Reconocimiento y gratitud a las “cuatro razas tradicionales” (la roja, la negra, la amarilla y la blanca), también, pues cada una de ellas habría ya cumplido su misión milenaria. Pero todo ello a sabiendas de que estamos en el alba (1492, 1925 o 2025, es sólo un parpadeo para el arco en que piensa Vasconcelos), de una novedad radical que es la quinta raza, la raza cósmica, llamada a germinar en el continente americano. Y para ello, la “raza blanca” (pero claramente Vasconcelos no piensa en términos biologicistas), después de haber cumplido su alta vocación de puente, tendrá que atemperarse domeñando su soberbia, que hoy –después de las dos guerras mundiales, la guerra fría y los nefandos episodios actuales, para no remontar a otros siglos– ya nadie está en posición de escamotear. De hecho, este examen de conciencia, esta necesaria contrición, ¿no viene hoy –a pesar de la reacción de un gobierno transitorio– con más fuerza de la sociedad misma de los Estados Unidos, colonia histórica del anglosajón, el holandés y el alemán?

También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención posterior en el alma de sus hermanos de otras castas, y se confundirá y se perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el genio.

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Por más que muchas de las manifestaciones de esta contrición resulten a veces irritantes (“decolonialismo”, etc.), el espíritu que las anima es congruente con el proceso descrito por Vasconcelos, que hoy se llama en términos corrientes “globalización” y que, bien visto, empezó con toda intensidad en México en 1521. Pero este es sólo un aspecto de la inmensa tarea por hacer. Efectivamente, ¿qué forma darle a la novedad?

 Y aquí, los iberoamericanos tenemos mucho que decir. Para ello hay que meditar sobre la historia, por supuesto, pero no engolfarnos en ella. La hispanidad es sólo un estadio del proceso, y acaso no convenga aferrarse mucho a ella; el indigenismo mal entendido es tramposo por cuanto oculta la dura verdad que fue el vasto proceso de transformación, colonización del imaginario y destrucción –pero también de resurrección diría Vasconcelos–, que sufrió el indígena de América al contacto con el indígena de Europa: pretender desligar toda influencia cristiana y europea de nuestro “buen salvaje”: he ahí el verdadero racismo de los “progresistas”. Latinidad, como concepto, ya parece más productivo y comprensivo. Pero ahora, cien años después de La raza cósmica, el vocablo “latino” ha experimentado una resemantización que merece ser meditada. Sin significar lo contrario que a mediados del siglo XIX y principios del XX, “latino” quiere decir hoy sobre todo “una persona proveniente de América latina”, ya no italianos, franceses, españoles, portugueses. No es que la idea de Roma y su imperio –fondo histórico sobre el que se reconocían las naciones europeas de lenguas romances– haya desaparecido del vocablo, pero ha pasado a ser una denotación de diccionario. El presente –nosotros, los latinoamericanos– le ha ganado al pasado –los romanos y los europeos–. De paso, ¿hemos entendido el significado de que la ciudad con más hispanohablantes del mundo sea la Ciudad de México? Veamos en todo ello la constatación de la herencia real que nos conforma. Ahora bien, ¿qué forma le daremos hoy a lo “latino”? A sabiendas, por su puesto, de que su mayor fábrica ideológica radica en los Estados Unidos. Tampoco es indiferente que la música haya venido a simbolizar en el mundo entero nuestro aporte por excelencia, sin que nos debamos reducir a ello, naturalmente. Ya se sabe que uno de los argumentos más fuertes de Vasconcelos en su libro es la cualidad simbólica de nuestra música:

¡Cuán distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan el profundo scherzo de una sinfonía infinita y honda: voces que traen acentos de la Atlántida; abismos contenidos en la pupila del hombre rojo (…). Se parece su alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve esta quietud de infinito con la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el mogol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana desde los días de la cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y aunque es el último en venir parece el más próximo pariente. Tantos que han venido y otros más que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de vigor, impone leyes nuevas al mundo. Y presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos, para cumplir el prodigio de superar a la esfera.

IV

La eugenesia se plantea en los países ricos –paradójicamente– como una bastardización de la idea de la raza cósmica. Optemos por la otra, no la biologizante, sino la espiritual, sin la cual toda mejora en la materia nos deja totalmente indiferentes. Seamos capaces de ver nacer en nosotros el nuevo ser humano que de todas maneras está apareciendo en la Historia: ese que conozca sus tradiciones y las depure, que sepa que éstas vienen de lejos y que por lo tanto está en deuda con la humanidad entera y sus cuatro partes; que sea a la vez “muy antiguo y muy moderno”, como decía Rubén Darío, cosmopolita y arraigado, racional y religioso, rural y técnico, vector de muchos tiempos (el lineal, el vertical y el cíclico) y ante todo que ejerza la nuclear y más profunda de sus potencias: la creatividad que no se conforma.

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