En Un dolor real(A Real Pain, EU-Polonia, 2024), jubiloso opus 2 como autor total del simpático actor de 41 años aquí también intérprete protagónico de su film Jesse Eisenberg (en contraposición con su primera cinta Cuando terminemos de salvar al mundo 22 donde se limitaba a dirigir), los treintones primos judíos neoyorquinos Dave Kaplan (Eisenberg mismo) y Benji Kaplan (Kieran Culkin) se citan, después de años de no tratarse ni verse, en el aeropuerto internacional de la gran ciudad, para ir a visitar la postrer morada de su adorada abuela recién fallecida en Polonia, uniéndose primero a un culto tour por sitios históricos del Holocausto que conduce el amable erudito inglés James (Will Sharpe) y en el que también se han enrolado la aún guapa dama judía recién divorciada Marcia (Jennifer Grey), el afable afrorrefugiado ruandés converso al judaísmo Eloge (Kurt Egyiawan) y el matrimonio hebreo maduro confesamente aburrido que forman los todoaquiescentes Mark (Daniel Oreskes) y Diane (Lisa Sadony), una gira que alegremente arranca con una solidaria toma de colectivas selfis chuscas en el Monumento a los Héroes del Gueto de Varsovia como demostración que los judíos no partían como borregos a los campos de concentración y exterminio, pero a lo largo del camino, para conmovida sorpresa del apacible Dave, su ufano primo Benji empieza a entrar en crisis y a dar muestras del conflictuado comportamiento anómalo que ya lo llevó a un pasado intento de suicidio, pues se siente culpable de viajar en la primera clase de un tren (de donde sale huyendo), permite que se pasen una estación con tal de no perturbar el sueño de su primo, encara al guía por su insensibilidad ante el dolor histórico (sepultándolo bajo datos y estadísticas), aunque finalmente se deja devorar por sus propias contradicciones (“Me lo merezco”), en seguida se le desaparece al angustiado Dave para reaparecer muy campante luego de pasar la noche con la agitada consoladora Marcia, y consigue llegar en calma chicha al final del tour tras la visita a un cementerio judío medieval, a un auténtico campo de exterminio sin turismo y, desprendiéndose del grupo con su primo, a la postrer casa provinciana de la abuela común, antes de que los dos primos, vueltos amigos entrañables, sufran el desgarramiento de su separación tras los inestimables días transcurridos juntos en esa dolorosa por partida múltiple travesía holocáustica.

La travesía holocáustica sitúa la requisitoria de su fábula minimalista contra el turismo por campos de concentración europeos muy diáfanamente, sorbiendo la savia de una dúctil aunque precisa fotografía al áspero estilo eslavo de Michal Dymek y una contemplativa edición de Robert Nassau, dejándose conducir por un ágil diseño de producción antiexotista-antipintoresco de Mela Melak y una navegante música para piano de Chopin en eterna exclusiva idiosincrática, permitiéndose entonces invocar con finura el mito fundacional de Noche y niebla de Resnais (56) aunque sin sus imágenes shocking, en los márgenes de otro cine-ensayo documental como lo es el severo Austerlitz de Loztitsa basado en W. G. Sebald (16) que azotaba la faz reflexiva del espectador por su golpeante evidencia vuelta insensibilidad-reflejo entre los tumultos visitantes de Auschwitz, pues Eisenberg se limita a visitar en reverente silencio disuelto sólo el conservadísimo campo de Majdanek (cerca de la ciudad de Lublin, la Oxford Judía) hoy un completo desierto donde sólo se escuchan los ecos de los propios paseantes, precedidos por una evocación literaria a El mago de Lublin del premio nobel en yiddish Isaac Bashevis Singer.

La travesía holocáustica reduce vivencialmente su ajuste de cuentas con la Historia y la mentalidad de clan a su mínima expresión significativa, pero esencial e irrisoriamente ejemplar, por medio del aparente absurdo perfectamente lógico de ese dulce afrosobreviviente del Holocausto ruandés que es el único del grupo itinerante en guardar tradiciones como el reposo del Sabbath al contrario del héroe Dave a quien todo eso le parece “arbitrario, mecánico y anacrónico”, o el recuerdo de esa correctiva bofetada recibida cuando niño de parte de la abuela que el atormentado Benji aún evoca con unción y delicia como lo más sublime que le ha sucedido en su vida pero que al ser replicada tan cariñosa cuan ingenuamente por otro bofetón, ahora de parte de su primo Dave, logrará sorpresivamente apenas por un instante sacarlo de su viaje interior, de su mórbido autoabandono y de su ensimismamiento melancólico.

La travesía holocáustica lleva así hasta las últimas consecuencias su meditación sobre el dolor real y el dolor irreal heredado, con delicadeza casi innombrable, de acuerdo con una dialéctica de lo sagrado y la profanación tributaria de narradores como el mencionado Singer, a igual nivel de la vehemente cacería de piedras de los viajeros (ya no simples o viles turistas) para depositarlas sobre la más antigua tumba en un cementerio judío polaco (la de un ciudadano Kopelman fallecido en 1541), piedras simbólicas del culto y el afecto informulable que crearán un auténtico y fervoroso discurso reverencial, arcaicas y contemporáneas piedras penitenciales, ya que sólo piedras tradicionales pueden y merecen depositarse ante la decepcionante postrer casa banal escondida pueblerina en que habitó la añorada abuela, piedras ahora sagradas que irritan al xenófobo polaco histérico de un balcón (Marek Kasprzyk), piedras residuales pero rememorantes y valiosas cuyo último ejemplar acabará devotamente colocado ante el umbral de la morada de nuestro heterodoxo converso Dave disponiéndose al eufórico recibimiento de su bella esposa y su efusiva chirris.

Y la travesía holocáustica cierra en anillo con el mismo largo travelling lateral con giro y avance hasta máximo acercamiento a un heteróclito Benji sentado en una sala aeroportuaria entre la melancólica y solitaria gente rara a la que orgullosamente pertenece.

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