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En Emilia Pérez (Francia-Bélgica-EU-México 2024), bombástica obra suprema 10 del cineasta parisino de culto gay de 72 años Jacques Audiard (Lee mis labios 01, Un profeta 09, Metal y hueso 13), con guion suyo y de Thomas Bidegain y Léa Mysius, la disminuida abogada mexicana en un imaginario mundo cantado y danzante Rita (Zoe Saldaña pivoteando con ágil brillantez la ficción) es conducida a la fuerza y contratada por el greñudo narcotraficante Manitas (Karla Sofía Gascón), líder del Cártel del Norte, para que le allane el internacional camino práctico de su ansiado cambio de sexo cuyo soñadazo proceso ya ha iniciado, por lo que, desechando imposibles viajes a Bangkok, la eficaz archipresionada Rita acaba importando de Tel Aviv al ambicioso doctor Wasserman (Mark Ivanir), quien efectúa con éxito la cirugía requerida y, mientras se recupera con calma en Lausanne, el criminal Manitas simula su muerte trágica en su país, hasta de cara a su despectiva esposita gringa Jessi (Selena Gómez) y de sus dos adorados hijos pequeños, pero cuatro años después, ahora bajo la efigie de la delicada aunque poderosa matrona trans Emilia Pérez (siempre Karla Sofía Gascón), el antiguo capo al frente de una flamante nueva vida, con otro cuerpo, otro bello rostro, voz aflautada y grandes remordimientos por su anterior existencia culpable, vuelve a conectar y emplear en Londres a la diestra abogada Rita para que esta vez la ayude a recuperar a su esposa con sus extrañadísimos hijitos en México, fingiéndose la superapapachadora tía Emilia y sin ser identificada por nadie, además de auxiliarla luego en una asociación benéfica de nombre La Lucecita fundada por la misma exasesina para localizar personas desaparecidas y fosas clandestinas, recabando fondos de mexicanos corruptos y alcanzando una relativa eficacia, si bien, contrastando con el dulce romance lésbico que ha entablado con la viuda pueblerina Epifania (Adriana Paz) que simulaba buscar a su odiado marido golpeador desaparecido, la señera dama trans Emilia no tarda en ser alcanzada por la brutal violencia circundante, siendo secuestrada y sujeta a rescate millonario por su precedente pareja desalmada Jessi en colaboración con un viejo amante oculto suyo, el pistolero expresidiario Gustavo (Édgar Ramírez), rumbo al exterminio espectacular que habrá de saldar este insólito y arrollador transmusical narcogeneroso.
El transmusical narcogeneroso arrebata por la diversidad de sus recursos expresivos específica y netamente fílmicos del más alto nivel y registrados, desechados y reemplazados por otros a mil por hora, trátese del audio inicial melódicamente susurrado, la inserción chocarrera de un hartante neopregón callejero capitalino (“Se compran colchones, tambores...”), el tránsito a las partes cantadas al interior de un apretado e ininterrumpido relato en apariencia común (dentro de la mejor tradición posnuevaolera francesa tipo Las señoritas de Rochefort de Demy 67 o Siempre la misma canción de Resnais 99), la súbita explosión de recitativos e impetuosos movimientos de baile mediante repentinas sacudidas desde la tabla rasa narrativa (paleolíticas coreografías unanimistas de Damien Jalet cual ecos del más desatado Bob Fosse), aberturas o expansiones del espacio visual e irrupción de arbitrarios elementos humanos distintos gracias a meros cambios de plano en tumulto (corifeos peatonales, afanadores, maleantes, drogamenudistas) o su resta (despiadada edición elíptica de Juliette Welfling), la irrealidad y la fantasía saboteando el craso realismo cotidiano (en la línea de El millón de Clair 31), y en general las estalladas resoluciones secuenciales para lucimiento técnico dinamitado de la fotografía tan vertiginosa cuanto siniestra abismal de Paul Guilhaume, la música tentaleante de Clément Ducol y la rozagante dirección esquizoartística de Virginia Montel.
El transmusical narcogeneroso alcanza sin embargo sus cimas en significativos apuntes discretos, casi a nivel de guiño de ojo, como la silueta en contraluz de espaldas de la corpulenta Emilia renacida ajustándose su delicado brasier, el gag antifalocrático de la pistola coqueta de Emilia que se corresponde a distancia cómplice con el cuchillo vengador de Epifania, un almacén-morgue con típicas bolsas negras macabras, el envío de los premonitorios dedos cortados en un cuidadoso envoltorio.
El transmusical narcogeneroso sorprende a final de cuentas por su multidimensionalidad temático-genérica y tonal, como si fuesen cinco o seis películas sucesivas que se escalonan en una, pues allí confluyen, a saber, una vehemente reflexión gozosa y apasionada acerca de la identidad de género reivindicable desde la incomodidad física y el deseo inaplazable (“Quiero quererme a mí misma”), una comedia musical diseminada que es a la vez conato de originaria ópera potencial inconclusa u original opereta minada, una melancólica comedia romántica con enamoramientos sucedáneos y engañosos o efímeros (“No mames”) en torno a una cuarentona Rita escuálida que lúcidamente reconoce su vida amorosa como un desierto (y al servició de puercos), una cretina frivolización de la tragedia intima de las buscadoras de familiares desaparecidos (“Cae el cielo”), una telenovela fincada en la supremacía axiológica del amor y del impulso homoparental de ida y vuelta irresistible (“Hueles a papá”) y un egregio drama wagneriano delirante por último dotado de su mínimo apoteótico Valhalla resolutivo como todoliquidador wishful thinking y crepúsculo de los dioses de los menos exportables narcos mexicanos legendarios dentro de las mitologías de la infamia mercantil.
Y el transmusical narcogeneroso culmina con la abogada Zoe asumiendo el rol de madre adoptiva de un antideterminista Sujo, hijo de sicario(Rondero-Valadez 24) multiplicado por dos niños y una peregrinación de Epifania a la Virgen en plan de transferencial Luto(Arochi Tinajero 24) concluyendo todo a mexicanísima doble banda fervorosa.